En general puede afirmarse que existe un cierto acuerdo sobre que la filosofía analítica, al momento de teorizar, puede y debe ser sensible a la experiencia y receptiva hacia los resultados de las ciencias empíricas. Esto ha sido articulado de distintas maneras, la filosofía experimental es una de ellas. En sus inicios la filosofía experimental consistía en la aplicación de los métodos de la psicología experimental al estudio de las intuiciones3. En un sentido amplio, en cambio, la filosofía experimental comprende todo trabajo filosófico que usa métodos o resultados de investigaciones empíricas para enfrentar problemas filosóficos (KNOBE y NICHOLS, 2008).
Si bien no necesariamente todas las personas que participan en este libro comparten las tesis de la filosofía experimental, creemos que sus aportes presentan diferentes modos de extender este enfoque al ámbito jurídico. Particularmente, sobre la base de avances acerca de cómo funciona realmente nuestro aparato cognitivo y cómo este influencia en la acción humana, se abordarán preguntas como: ¿en qué consiste atribuir un estado mental?, ¿es posible reducir las normas a estados de nuestra mente o a sucesos físicos del cerebro? Por otro lado, las investigaciones en ese ámbito han abierto nuevas líneas de investigación para el análisis del modo en que decidimos sobre cuestiones normativas. En particular, se presentan ahora preguntas como: ¿de qué modo las decisiones jurídicas son dependientes de la mente de los decisores?, ¿qué incidencia tienen los estados mentales y las emociones en el modo en que tomamos decisiones normativas?, ¿qué relación existe entre las actividades cognitivas de nuestra mente, los sucesos físicos y químicos de nuestro cerebro y la toma de decisiones racionales?
Los escritos que aquí se presentan y que componen el presente volumen tienen por objeto común el análisis de problemas de la filosofía del derecho y del razonamiento práctico de las personas (en especial, jueces y funcionarios) en relación con las normas jurídicas.
El conjunto de avances científicos apenas citados permite enfocar desde nuevos ángulos cuestiones y disputas clásicas de la teoría del derecho: ¿es el derecho en última instancia el conjunto de estados mentales o cerebrales de los que interpretan y aplican las disposiciones jurídicas? ¿O, en cambio, hay algo independiente de los estados mentales de los jueces, una suerte de reino de lo normativo, que establece qué es lo correcto, jurídicamente hablando, y que permite decir que los jueces, por lo menos en algunas ocasiones, pueden cometer errores? ¿Qué incidencia tienen las emociones de los jueces al momento de decidir casos concretos? ¿Es posible escindir la búsqueda racional de una respuesta jurídica correcta de las emociones que el caso provoca en el juez? ¿Los juicios normativos acerca de la corrección de las acciones propias y de otros pueden ser reducidos a la descripción de los sucesos físicos y químicos del estado en que se encuentra nuestro cerebro?
Los escritos abordan problemas relacionados con estas cuestiones, es decir, problemas que no son solo de teoría general del derecho, sino también de teoría de la interpretación, teoría de la responsabilidad, teoría del proceso y teoría de la prueba, entre otros.
Los dos primeros capítulos están dedicados a qué es lo que puede hacer la neurociencia en relación con los problemas de la normatividad del derecho. El tercer capítulo explora la interpretación judicial desde una perspectiva psicologista de análisis. El cuarto capítulo aborda un debate metateórico desde una perspectiva de la psicología moral experimental. Los capítulos quinto, sexto y séptimo se ocupan de los sesgos implícitos y de su influencia en la toma de decisiones racionales de los jueces. El primero de estos capítulos lo hace en relación con el razonamiento interpretativo y los dos restantes en relación con el razonamiento probatorio. El octavo capítulo aborda el uso de criterios morales implícitos (razonabilidad y normalidad) en el juicio de corrección de las acciones de otros. Por último, el noveno examina la justificación de la agravación de la pena en relación con acciones realizadas por odio, entendido como motivo emocional.
En el primer capítulo, “Filosofía y (neuro)ciencia: sobre la ‘naturalización’ de la filosofía práctica”, Daniel González Lagier plantea una serie de problemas en torno a la posibilidad de “naturalizar” la filosofía práctica, en concreto, la filosofía de la responsabilidad, sobre la base de explicaciones provenientes de la neurociencia: es decir, el intento de reemplazar las explicaciones de la filosofía sobre el razonamiento práctico-normativo y la acción humana con las explicaciones neurocientíficas acerca del funcionamiento del cerebro y de la formación de estados mentales. En especial, el autor problematiza la pretensión de la neuroética y del neuroderecho de naturalizar las normas y nuestros juicios normativos (morales) y la de naturalizar la mente (por ejemplo, reducir los estados mentales a estados cerebrales). Al respecto, concluye que la pretensión de reemplazar las explicaciones de la filosofía práctica con las explicaciones neurocientíficas es irrazonable. Sin embargo, también concluye que la naturalización es necesaria si con ella se entiende la pretensión de complementar, y no de reemplazar, las primeras explicaciones con las segundas: si bien las explicaciones ofrecidas por la filosofía son irreducibles a las explicaciones de las ciencias empíricas, aquellas no pueden contradecir la evidencia acerca de la naturaleza humana aportada por las segundas, por ejemplo, las explicaciones ofrecidas por la neurociencia.
En el segundo capítulo, “Acción, expresión y atribución de estados mentales”, Sebastián Figueroa Rubio ofrece una revisión crítica de los supuestos de la neurociencia cognitiva en los que se basan las tesis, populares hoy en el estudio del derecho, a saber, el neuroderecho: la explicación de la mente, de la agencia y del comportamiento humano pueden, o tendrían que, traducirse en términos de estados y procesos cerebrales: lo mental es reducible a lo cerebral. El autor muestra cómo la aceptación de tales supuestos repercute no solo en la comprensión de la mente y de su relación con el comportamiento humano, sino en nuestra comprensión de la práctica de atribución de estados mentales en el ámbito jurídico. Por último, Figueroa defiende una noción diferente de agencia, y de la mente, que él presenta como una representación no-reduccionista, que además es más adecuada para dar cuenta de la práctica de atribuir estados mentales a otros en el contexto del derecho: nuestro comportamiento es la expresión de lo mental y las acciones son adscritas a otros en relación con un contexto particular. Si bien un estado mental presupone un estado cerebral, es decir, hay una correlación entre