Considero por ello que la incorporación de la exigencia de una mayoría absoluta de votos, y de una eventual segunda vuelta, para la elección del Presidente, no ha aportado mayores soluciones. Ello porque parte de un supuesto político errado: que la mayoría matemática obtenida por el ganador en la segunda vuelta se traduce en una mayoría política real de respaldo efectivo del electorado al Presidente; lo que no es así, pues en la segunda vuelta muchos de los electores se ven forzados a escoger entre dos candidatos por los que no han votado ni respaldado en la primera votación. La segunda vuelta para la elección presidencial favorece el criterio de elegir “entre el mal menor”, lo que no supone un verdadero respaldo político efectivo ni duradero al Presidente finalmente elegido. Más aún cuando la composición política del Congreso queda definida en la primera votación.
Esta exigencia de contar con más de la mitad de los votos para alcanzar la presidencia, y la incorporación de la segunda vuelta, rara vez han permitido establecer alianzas previas en las candidaturas presidenciales ni para la conformación de listas parlamentarias. Tampoco han llevado a superar un sistema político multipartidario y tan fraccionado como el nuestro, donde en realidad ya no existen verdaderos partidos con solidez orgánica y representatividad social. La exigencia de obtener más de la mitad del total de los votos válidos para alcanzar la Presidencia conduce a una mera ficción política, que no resuelve la estabilidad del régimen cuando el Congreso es dominado por una mayoría parlamentaria opositora al Gobierno.
Frente a esta problemática, algunos han propuesto adoptar la segunda vuelta también para la elección del Congreso, para propiciar menos dispersión y fraccionamiento en la representación parlamentaria, pero que podría llevar a que su composición no refleje la pluralidad y proporcionalidad de la representación política del electorado, dejando sin acceso al Congreso a muchas agrupaciones minoritarias, pero socialmente relevantes, en un sistema que no es bipartidista.
5.4. La “debilidad” del Presidente del Consejo de Ministros y del Gabinete
La existencia del Consejo de Ministros y de su Presidente fueron adoptados desde mediados del siglo XIX (Constitución de 1856 y Ley de 1862) con la intención de limitar las atribuciones del Presidente de la República en el Poder Ejecutivo, pero también para que éstos asuman la responsabilidad política ante el Congreso, de la que carece el Presidente. Pero como señala Villarán (1994, pp. 54) nuestra Constitución y la práctica política crearon un Presidente de la República fuerte y un Presidente del Consejo y ministros débiles, pues es el Presidente de la República el que los nombra y remueve con entera libertad, sin que el Congreso pueda hacer mucho para sostenerlos contra la voluntad presidencial.
Es significativo que, aunque la Constitución señala que el Presidente de la República designa al Presidente del Consejo de Ministros y que a propuesta de este nombra o remueve a los ministros que integran el Gabinete, la verdad es bastante distinta. El liderazgo político del Presidente de la República hace que imponga la designación o continuidad de la mayoría de los ministros en el Gabinete. Además, el Presidente del Consejo de Ministros no es un Primer Ministro o Jefe de Gobierno, siendo más bien un coordinador o “jefe” administrativo de los ministros y un vocero gubernamental alterno del Presidente.
El Gabinete no tiene competencias autónomas frente al Presidente de la República, sea en materia política o legislativa. De allí que Villarán concluye que la institución del Presidente del Consejo de Ministros no ha tenido la utilidad ni importancia que pensaron sus autores, porque “el volumen político del Presidente de la República no deja sitio al Presidente del Consejo”, débil de nacimiento y casi atrofiado (1994, pp. 58-59).
A esta dependencia de los ministros de la confianza presidencial, para llegar y continuar en el cargo, se suma la responsabilidad política que tienen ante el Congreso, que puede hacerlos pasibles del voto de censura parlamentaria (o de negación de confianza) lo que acarrea su inevitable caída. Esta exposición simultánea a “dos frentes” antagónicos, debilita la posición política de los ministros, optando por el sometimiento y lealtad al Presidente de la República, que es a quien deben su nombramiento. La necesidad de refrendo ministerial impuesta por nuestras constituciones para la validez de los actos presidenciales, luce poco efectiva como límite al poder del Presidente, dado que él puede prescindir de cualquier ministro que se resista a secundar la orientación política que determine; con el agravante para los ministros que deberán asumir ante el Congreso la responsabilidad política por los actos presidenciales que refrendan. Los ministros pueden entonces convertirse en meros “fusibles”, que se sustituyen para garantizar la continuidad de una política decidida por el Presidente, aunque esta no le plazca al Congreso.
Debido a que el Presidente de la República conjuga las funciones de Jefe de Estado y de Gobierno, le corresponde la dirección de la política gubernamental y la adopción de las principales decisiones. Si se quisiera limitar ese poder, podría otorgarse algunas de las competencias de gobierno, en ciertos sectores específicos, al Gabinete y a los ministros del sector involucrado, lo que haría más coherente y efectiva la responsabilidad que tienen ante el Congreso y permitiría un cambio de política cuando sean censurados o se les niegue la confianza parlamentaria. Ello no impediría que el Presidente de la República conserve la potestad de poderlos remover en caso de discrepancia política.
5.5. La virtual ausencia de una efectiva responsabilidad penal y constitucional del Presidente de la República durante su mandato
La ausencia de responsabilidad política del Presidente de la República, así como las limitaciones en la eficacia de la responsabilidad política ministerial ante el Congreso, hacen que el único mecanismo directo de control parlamentario al Presidente sería la posibilidad de someterlo al Antejuicio o Juicio Político. Esta institución, prevista desde tiempo atrás en nuestras constituciones, y actualmente en los artículos 99° y 100° de la Carta de 1993, permite acusar al Presidente y a determinados altos funcionarios por los delitos de función o infracciones constitucionales que cometan durante el ejercicio del cargo; siendo que de aprobarse por el Congreso su responsabilidad penal o constitucional, podrán ser sometidos a juicio y/o destituidos del cargo e inhabilitados hasta por diez años para el ejercicio de cualquier cargo público.
Pero, como sucede en muchas constituciones latinoamericanas, la Constitución Peruana contemplan un régimen especial para el sometimiento del Presidente a Antejuicio o Juicio Político, limitando las causales por las que puede ser acusado mientras ejerce su mandato, para así dar mayor estabilidad a la continuidad de la función presidencial. No obstante, el caso peruano resulta excesivamente restrictivo respecto a la normativa comparada, pues el artículo 117° de la Constitución de 1993 (manteniendo un tratamiento que viene desde mediados del siglo XIX) dispone que el Presidente de la República, durante el ejercicio de su mandato, solo podrá ser acusado ante el Congreso por: traición a la patria; disolución del Congreso (salvo el supuesto autorizado por la Constitución); impedir la realización de elecciones; o el funcionamiento del Jurado Nacional de Elecciones y los órganos electorales.
Esto implica que para poder acusar al Presidente de la República por cualquier otro delito o infracción constitucional, distinta a las taxativamente señaladas en el artículo 117° de la Constitución, habrá que esperar a que concluya su mandato; recurriendo recién entonces al Antejuicio o Juicio Político, prerrogativa que se extiende hasta cinco años después de haber cesado en el cargo. También se deberá aguardar a la culminación del mandato presidencial cuando se le quiera denunciar o juzgar penalmente por la comisión de delitos comunes, aunque entonces ya no será necesario recurrir al Antejuicio.
Ante las insuficiencias de esta normativa y la experiencia de diversas gestiones presidenciales, lo más adecuado sería realizar una reforma del artículo 117° de la Constitución, incorporando algunas causales adicionales que habiliten la acusación del Presidente de la República mientras ejerce el cargo, tales como: la imputación de graves delitos vinculados con actos de corrupción o enriquecimiento