Ha sido debido a estas serias restricciones para la acusación constitucional del Presidente de la República mientras ejerce el cargo, que el Congreso ha intentado, en varias ocasiones, instrumentar como “salida política” invocar la causal de declaración de vacancia del Presidente por permanente incapacidad física o moral (prevista en el artículo 213°, inciso 2 de la Constitución). Para ello se ha sostenido que la incapacidad moral comprende no solo la de carácter mental sino también la originada por imputación de conductas personales o políticas del Presidente que el Congreso califica como impropias de la dignidad del cargo o moralmente reprobables. Con ello se ha abierto un marco bastante discrecional para el manejo político parlamentario de la evaluación y eventual sanción de la conducta del Presidente, principalmente supeditado a si el Congreso pueda alcanzar o no el número de votos exigidos, que es de dos tercios de los congresistas.
Durante la vigencia de la Constitución de 1993, la vacancia del Presidente por incapacidad moral fue utilizada con éxito en el caso de Fujimori (2000), quien había viajado al extranjero para participar en una reunión internacional pero aprovecho luego para fugar a Japón, desde donde remitió su renuncia al cargo. Pero el Congreso rechazó aceptarla y aprobó su vacancia por incapacidad moral, con base a imputaciones de graves actos de corrupción y de violación a los derechos humanos producidos en su gobierno.
Pocos años después el Tribunal Constitucional, para prevenir el riesgo de una utilización política excesivamente discrecional de esta causal por el Congreso, incluyó en la sentencia dictada en un proceso de inconstitucionalidad, sobre el número de votos a exigir para la aprobación del Antejuicio o Juicio Político, para establecer que la declaración de vacancia del Presidente por incapacidad moral requería ser aprobada con el voto favorable de dos tercios de los congresistas, lo que exige un alto grado de acuerdo político parlamentario. Esta alta votación calificada fue luego incorporada en el Reglamento del Congreso.
Sin embargo, los alcances precisos del contenido de esta incapacidad moral no han sido aún objeto de un pronunciamiento más preciso del Tribunal Constitucional, lo que podría producirse ante el proceso competencia que acaba de interponer el Poder Ejecutivo, ante la admisión para debate y votación en el Congreso de una moción de vacancia, por esta misma causal, en contra del Presidente Vizcarra. No obstante, para evitar o reducir los riesgos de instrumentación política por el Congreso de esta causal de vacancia del Presidente, considero más aconsejable una reforma constitucional que la restrinja a los motivos de incapacidad física o mental permanentes (lo que resulta más objetico) eliminando la referencia a incapacidad moral, lo que debe ir acompañado de ampliar el listado de causales específicas por las cuales procede la acusación constitucional del Presidente de la República durante el ejercicio de su cargo.
6. ALGUNAS REFLEXIONES FINALES
Este año se conmemora el Bicentenario de nuestra declaración de Independencia y de vida republicana, bajo un diseño constitucional que adoptó el régimen presidencial pero le incorporó, progresivamente, numerosas instituciones políticas propias de los regímenes parlamentarios. El resultado de la aplicación de este régimen algo “híbrido”, ha sido que el mismo diseño normativo constitucional, denominado presidencial “atenuado o parlamentarizado”, ha funcionado de manera bastante distinta según si el Presidente haya logrado contar con una mayoría parlamentaria que lo respalde, o que el Congreso haya sido dominado por la oposición. Pero en cualquiera de ambos supuestos, este diseño constitucional ha resultado bastante ineficaz para lograr, en un caso, limitar los excesos del poder del Presidente (derivados de una tradición política caudillista y autoritaria, con debilidad de las instituciones democráticas); o, en otro, para dotar al país de gobernabilidad y mecanismos de solución para resolver conflictos políticos graves entre Gobierno y Congreso.
Todos los Presidentes que gobernaron bajo la Constitución de 1993 lograron culminar su mandato, salvo Kuczynski y Vizcarra, que fueron los únicos que enfrentaron un Congreso dominado por una mayoría opositora y beligerante, lo que los llevó a renunciar o ser vacado, respectivamente. Todos estos ex Presidentes se encuentran actualmente condenados en prisión, procesados por la justicia o prófugos de ella; denunciados penalmente tras concluir su gestión.
Las mayorías parlamentarias relativas con que lograron contar los gobiernos de Belaunde (1980-1985), Alan García (1985-1990) y Fujimori (1992-2000), contribuyeron a dar estabilidad a las políticas gubernamentales, pero propiciaron también conductas muy teñidas de soberbia e intransigencia en el Poder Ejecutivo, a la par de una elevada dosis de obsecuencia en el Congreso. Por otra parte, los escasos márgenes de maniobra que esta situación dejaba a las minoritarias fuerzas de oposición, las indujeron a optar por posiciones esencialmente orientadas a la denuncia política. En cambio, la existencia de un Congreso dominado por una mayoría de oposición, como ha sucedido en los gobiernos de Kuczynski y Vizcarra, puso en evidencia los efectos de los elementos parlamentarios del régimen cunado se utilizan con beligerancia, generando inestabilidad política y la continuidad de conflictos irresueltos.
A pesar de las tantas instituciones parlamentarias incorporadas a nuestro régimen político (refrendo ministerial; Presidente del Consejo de Ministros y Gabinete Ministerial; censura y voto de confianza a los ministros; disolución del Congreso; compatibilidad entre las funciones de Congresista y Ministro) este sigue siendo predominantemente presidencial, porque se sustenta en la elección popular directa del Presidente de la República, en su calidad de Jefe de Estado y de Gobierno, y en su falta de responsabilidad política ante el Congreso. La experiencia política peruana evidencia que la incorporación de un conjunto amplio de instituciones típicamente parlamentarias en un régimen de raíz presidencial solo ha logrado limitar significativamente el poder presidencial cuando el gobierno carece de mayoría parlamentaria. Sin embargo, a menudo ello genera también agudos conflictos políticos o entrampamientos que el sistema no puede resolver satisfactoriamente, por el distinto funcionamiento de dichas instituciones fuera del régimen parlamentario del que han surgido.
Por eso considero que no se trata de seguir incorporando en las normas constitucionales más mecanismos parlamentarios, pretendiendo con ello limitar los excesos del poder del Presidente de la República. Porque bajo el mismo diseño constitucional, mantenido a lo largo de casi 200 años, lo determinante en el funcionamiento del régimen político peruano parece haber sido la composición y el comportamiento de las fuerzas políticas presentes en el Congreso, y su relación de apoyo u oposición al Gobierno. Habría que revisar, entonces, el marco normativo de los partidos políticos y del régimen electoral, pero a partir de una evaluación de la realidad concreta, para identificar los problemas que se requiere superar y las medidas a adoptar para intentar lograrlo con alguna posibilidad de éxito.
El tremendo desprestigio político, acentuado durante los últimos años, de los partidos, del Congreso, y de la propia política, son determinantes para descartar la viabilidad de proponer la adopción de un régimen parlamentario. A su vez, optar por un régimen presidencial “puro” podría llevar, por su esquema rígido de separación entre Gobierno y Congreso, a conflictos políticos de convivencia muy difíciles de soportar o solucionar, en una realidad institucional como la peruana, cuando el Presidente enfrenta una mayoría parlamentaria opositora.
La posibilidad de incursionar hacia un régimen más cercano al semipresidencial, no se encuentra muy alejada del marco constitucional vigente pues requeriría, principalmente, que el Presidente de la República conserve las funciones de Jefe de Estado, electo por votación popular directa, y que algunas de las funciones y competencias de gobierno (administrativas, normativas y de gestión) pero no todas, sean transferidas al Consejo de Ministros; y que sea el Congreso el que designe al Presidente del Consejo y a sus Ministros, sin que el Presidente del Consejo se convierta, del todo, en el Jefe de Gobierno. Aunque puede parecer una fórmula atractiva desde la visión académica, su viabilidad política de adopción no parece actualmente sencilla ni viable.
Mientras subsista el desprestigio del Congreso y de los partidos políticos, difícilmente podrá contar con legitimidad social y política una propuesta que conlleve a incrementar la participación del Parlamento en la formación del Gobierno, en desmedro de las atribuciones del Presidente. A su vez, la arraigada tradición presidencial puede suponer no solo la resistencia del Presidente y de