Si bien la Constitución de 1856 (que solo rigió cuatro años y era de inspiración liberal) instauró formalmente la existencia del Consejo de Ministros, se pueden hallar sus antecedentes en la responsabilidad solidaria de los ministros, ya prevista en la Carta de 1823, y en una práctica reiterada de reuniones entre el Presidente y sus ministros para abordar temas políticos de importancia. La Ley de Ministros de 1862 confirmó el carácter de cuerpo consultivo del Consejo de Ministros, pero no pudo, finalmente, establecerse su competencia deliberativa para ciertos asuntos, en mucho porque prevaleció el criterio de la Constitución de 1860 (para entonces vigente) que no le confería esta atribución. Poco después, al aprobarse la Ley de Ministros del 19 de febrero de 1863, que introdujo algunas reformas a la norma de 1862, quedó reconocido el voto deliberativo del Consejo de Ministros como requisito para la validez de ciertos actos del Poder Ejecutivo3. Las Constituciones de 1920 y 1933 recogieron y dieron continuidad a esta reforma. Pero, aunque el Presidente de la República requiere para la validez de sus actos la refrendación de algún ministro o del Consejo, es el propio Presidente quien nombra y remueve con entera libertad a sus ministros. A su vez, el Consejo de Ministros podía reunirse sin la presencia del Presidente de la República, pero sin poder adoptar ninguna decisión normativa o política de importancia.
Aunque la existencia del Presidente del Consejo de Ministros estaba contemplada en las leyes de ministros de 1862 y 1863, sus atribuciones —por la orientación presidencial del régimen político— resultaban mucho menores de las que corresponden a un Primer Ministro o Jefe de Gobierno de los sistemas parlamentarios. Su competencia se limitaba a poder convocar a reunión del Consejo de Ministros, fijar la agenda del orden del día de los temas a discutir en la sesión, y presidirla en caso de que no esté presente el Presidente de la República. Su potestad para seleccionar a los ministros del gabinete y proponerlos al Presidente de la República, era rara vez ejercida en la práctica. No llegaba a ser realmente un intermediario entr e el Presidente y los Ministros, ni un “jefe” o superior de éstos.
La Constitución de 1933 buscó darle mayor importancia al Presidente del Consejo de Ministros, no solo porque mencionaba expresamente su existencia (a diferencia de las Cartas anteriores) sino porque establecía que el Presidente de la República debía consultar su consentimiento para disponer la separación de algún Ministro. El Presidente del Consejo —al asumir sus funciones— debía concurrir al Congreso para exponer la política general del gobierno. A pesar de ello, Manuel Vicente Villarán anota que la figura del Presidente del Consejo de Ministros no adquirió gran relevancia política, señalando:
La institución de la Presidencia del Consejo de Ministros no tiene la utilidad ni la importancia que pensaron sus autores de 1856 y 1862. El volumen político del Presidente de la República no deja sitio al presidente del Consejo. La Presidencia del Consejo, débil de nacimiento, está casi atrofiada. El caso se halla dentro de la lógica del sistema de gobierno presidencial, que excluye como exótica e inadaptable la existencia de un Jefe de Gabinete que posea algo más sustancial que un título de honor y precedencia. Al lado de un Presidente, que es Jefe Supremo del Poder Ejecutivo, no cabe un Primer Ministro con poderes de un verdadero Jefe de Ministerio, so pena de crear una dualidad intolerable y nociva (1994, p. 59).
La potestad de las Cámaras de interpelar a los ministros surgió de la práctica parlamentaria, especialmente en la Convención de 1855-56, pero fue solo en la Constitución de 1860 donde se le reconoció formalmente y se estableció que el ministro o ministros involucrados tenían la obligación de concurrir a contestar la interpelación formulada desde el Congreso o de alguna de sus Cámaras. Fue también la práctica parlamentaria la que definió que la interpelación debía versar sobre hechos y temas concretos, que tenía que ser interpuesta por escrito y ser respondida oralmente, suscitándose luego un debate entre el ministro y los congresistas. Recién la Constitución de 1933 reguló con mayor precisión este instituto, disponiendo que la interpelación procedía si era admitida por un quinto de los parlamentarios hábiles, ya sea de una Cámara o del Congreso, según quién la convoque. Con ello se respetaba de mejor manera el derecho de las minorías, pues la ley de 1878 exigía que la interpelación fuera aprobada por acuerdo de la Cámara, lo que obviamente exigía la conformidad de una mayoría.
En cuanto al voto de censura, fue también la convención constituyente de 1855-56 (que por su predominio liberal buscaba imponer limitaciones al Poder Ejecutivo) la que impulsó incorporarla desde la práctica parlamentaria. Así, la Ley Orgánica de Ministros, que se aprobó el 4 de diciembre de 1856, establecía en su artículo 37°: “No merece la confianza pública el Ministro contra quien emitan las Cámaras un voto de censura”. El antecedente más remoto de esta institución parlamentaria entre nosotros, según Villarán, es un voto de censura planteado en 1847. Pero la Constitución de 1856 no contempló la censura, sino solo lo hizo la ley de ministros de dicho año, aunque sin estipular su fuerza jurídica obligatoria, pues no imponía al ministro censurado la renuncia forzosa ni al Presidente tener que aceptar la dimisión.
Tampoco en la Constitución de 1860 se plasmó el voto de censura, por considerarse contrario a nuestro sistema presidencial, a la separación de poderes y a la autonomía del Presidente de la República. Sin embargo, dicho cuerpo legislativo aprobó la Ley de Ministros de 1862 que sí contemplaba expresamente la censura, pero como atribución del acuerdo de ambas Cámaras y sin disponer la obligación de renunciar al ministro censurado. Dicha ley señalaba que el voto de censura procede “para desaprobar la conducta de un ministro por las faltas que cometa en el ejercicio de sus funciones y que no merezca acusación”.
Un aspecto verdaderamente importante, es que no obstante las limitaciones a la procedencia y eficacia del voto de censura establecidas en la Ley de Ministros de 1862, la práctica parlamentaria siguió un camino diferente. En efecto, lo corriente fue que bastara la aprobación de la censura por una sola Cámara y que el ministro censurado renunciara necesariamente, procediendo el Presidente de la República a aceptar esta dimisión. La Constitución de 1920 vino a reconocer y formalizar dicha práctica, aclarando que el voto de censura era un problema de desconfianza hacia el ministro y no de desaprobación por la comisión de faltas o delitos; la Carta de 1933 confirmó este temperamento, aunque prefirió retomar el término “censura” en vez de “desconfianza”. Asimismo, convalidó la costumbre de que el pedido de censura podía ser formulado por un solo parlamentario, aunque obviamente su aprobación requería la decisión favorable de la mayoría de la Cámara. Dispuso también que el voto de censura deba ser votado en la misma sesión en que se solicitaba.
2. EL DEBATE CONSTITUYENTE SOBRE LA POSIBILIDAD DE ADOPCIÓN DE UN RÉGIMEN PARLAMENTARIO
Los frecuentes excesos del poder presidencial propiciaron algunas propuestas encaminadas a adoptar un régimen parlamentario; pero fueron rechazadas por considerarse ajeno a nuestra tradición política y carecer de partidos sólidos con organización disciplinada e ideas políticas definidas, lo que hacía impensable contar con mayorías estables como las que requiere dicha forma de gobierno. Villarán da cuenta de una propuesta del Presidente Manuel Pardo (en 1872) a favor de aprobar que se pueda llamar a congresistas al cargo de ministros, manteniendo su mandato parlamentario, como un camino hacia el régimen parlamentario (1994, p. 77); y recoge también las reflexiones del diputado José María Químper respecto a que si bien el Gobierno debe considerar la posición política de la mayoría parlamentaria, la instauración de un régimen parlamentario resultaba prematura por las deficiencias de los partidos políticos antes anotadas (Villarán, 1994, p. 80).
Un debate similar se retomó durante la convención constituyente de 1919, que aprobó la Carta de 1920, pero la mayoría desestimó la propuesta de un régimen parlamentario por considerar que con las atribuciones de control y fiscalización