The pandemic has involved judges deeply in election law, leading them to engage in robust review. The Supreme Court was inundated with cases before November, sometimes issuing orders and other times not. Federal and state courts have ordered state election officials to change deadlines, to hold elections which they had decided to cancel, and to allow all voters to cast absentee voting in states in which those ballots were limited. This is a very unusual development because normally American courts do not consider government omissions to be a source of constitutional violations. For example, the Sixth Circuit held the rules requiring a certain number of signatures to appear on a state ballot were a significant burden on the right to vote, under the circumstances of COVID. Virginia’s requirement that an absentee ballot be signed by a witness would not be a burden in normal times, but in light of the pandemic became a burden.2 These are significant changes, and move courts toward guaranteeing participation as if that is a positive right, rather than a negative right to be free from government interferences As Rick Pildes has noted, courts are thus saying that laws that would be constitutional in normal times are unconstitutional during the pandemic.3 In November, there was record turnout that led to the defeat of populist demagogue Trump. This was a major constitutional success during the pandemic, and perhaps a public health success as well.
The best way to characterize the American constitutional response to the coronavirus pandemic is as one of a dialogue among governmental institutions. The primary actors have been state governors, and they have generally been very popular during this period. Loud and vocal groups have challenged them, mainly about the duration and extent of lockdowns. Freedom of assembly was in great evidence throughout the period of the coronavirus pandemic, as was freedom of speech. Various coronavirus deniers could promulgate their views, which seem to be popular among a large portion of the electorate.
Courts have been active in monitoring governmental measures, and in some cases have stepped in to ensure the protection of constitutional rights. In some states, legislatures have pushed back against the governors, channeling popular discontent. This presumably informed the decisions to gradually lift the lockdowns, but the exact rules vary widely across the fifty states. This is of course appropriate in a large and diverse country.
The response has been very politicized, in keeping with the current state of the American polity. A large and powerful minority is deeply distrustful of science, experts, and government. These voices exist in a democracy and have had a friend in President Trump. So, while the constitution has shown its efficacy in allowing a response that reflects the popular views, that response has also led to massive number of needless deaths. For this, we cannot blame the Constitution, but rather ourselves in the current state of the polity. However, the presidential election result showed that the public, in the end, rejected the “COVID deniers.” We must hope it is a moment of renewal for our constitutional democracy as well.
1 Soos v. Cuomo, 1:20-cv-651, (S.D.N.Y. 2020)
2 League of Women Voters of Va. v. Va. State Bd. Of Elections, No. 6:20-CV-00024, 2020 WL 2158249, at *8 (W.D. Va. May 5, 2020).
3 Richard H. Pildes, The Constitutional Emergency Powers of Federal Courts (manuscript).
Servirse de la pandemia para acentuar el autoritarismo: el caso venezolano
Jesús María Casal Hernández
1. EL ESTADO DE ALARMA: CONTEXTO Y PRETEXTO
Venezuela se halla sumida en un proceso de devastación institucional, económica y social de magnitudes hasta ahora desconocidas en su historia como nación independiente. Ha sido sometida a un régimen autoritario de duración prolongada y aún con perspectivas de mantenerse fácticamente en el poder. Mientras el aparato productivo nacional ha sido destruido por el estatismo asfixiante, la sociedad sufre una emergencia humanitaria compleja y la emigración a gran escala no cesa. Desde el 2016 está en vigor un estado de emergencia económica, impuesto sin cumplir los requisitos constitucionales y usado para gobernar holgadamente por decreto, dejando de lado a la Asamblea Nacional electa en diciembre 2015, de la cual se ocuparía además el Tribunal Supremo de Justicia, que logró liquidarla funcionalmente, aunque preservó su legitimidad como instancia parlamentaria-representativa1. Con un gobierno que se sostiene en la represión, la persecución política y la subordinación clientelar de un sector minoritario de las mayorías desasistidas, las violaciones a derechos humanos se han generalizado y probablemente han sido perpetrados crímenes de lesa humanidad2.
En esas circunstancias se encontraba el país cuando fue alcanzado por la pandemia COVID-19. El coronavirus se insertó pues en una institucionalidad ya envilecida, que ha sabido aprovecharlo de acuerdo con los fines que la distinguen: contener la movilización ciudadana, acallar los eventuales focos de protesta, crítica o reclamo y conservar la dominación. Las graves deficiencias de los servicios públicos y, en particular, el colapso de los hospitales y en general del sistema sanitario nacional, así como las precarias condiciones de vida de la mayoría de la población, representan, por otra parte, una enorme vulnerabilidad ante la pandemia, que se acentúa por las dificultades del gobierno para gestionar de manera mancomunada, administrativamente ordenada y eficiente, y de forma despartidizada los asuntos públicos. El menosprecio al saber experto, otro rasgo de regímenes autoritarios en el manejo de la pandemia3, le ha restado capacidad de respuesta. La situación de aislamiento en que se hallaba Venezuela en marzo de 2020, con reducción drástica de los vuelos internacionales y con corrientes migratorias en una sola dirección, la de la salida, puede explicar que las cifras oficiales de contagios no hayan sido tan altas como en otros países latinoamericanos, a lo cual se añade la absoluta opacidad sobre la dinámica del COVID-19, el escaso número de pruebas de detección practicadas, y la criminalización de la búsqueda independiente de información o de la formulación de críticas o propuestas, todo lo cual se ha traducido en falta de transparencia y por tanto de confianza en tales cifras. En todo caso, algunos hechos no pueden ser ocultados y se ha constatado que al menos un 19% de los fallecimientos reconocidos causados por la pandemia corresponde al personal de salud, lo cual es uno de los porcentajes más altos de la región4.
Lo expuesto permite entender que en Venezuela el estado de alarma declarado por Nicolás Maduro ante la pandemia, que es uno de los estados de excepción previstos en la Constitución, no va dirigido propiamente a restablecer una normalidad cónsona con el Estado democrático de Derecho, sino combina los propósitos de protección de la salud con los propios del esquema autoritario de gobierno imperante.
2. LA DECLARACIÓN DEL ESTADO DE ALARMA
Nicolás Maduro anunció la declaración del estado de alarma el 13 de marzo de 2020 y comenzó a adoptar una serie de medidas materiales relativas a la restricción del libre tránsito y a la suspensión de actividades laborales. Aludió seguidamente al inicio de una cuarentena colectiva5. Solo días después de aquel anuncio se cumpliría el requisito de publicación en la Gaceta Oficial de la República Bolivariana de Venezuela, lo cual generó inseguridad jurídica y quebrantó el ordenamiento constitucional6. Pero esto no es lo más grave. El Decreto N° 4.160, publicado en Gaceta Oficial Extraordinaria N° 6.519 correspondiente al 13 de marzo de 2020, que ha sido sucedido por otros decretos de similar contenido, es francamente inconstitucional y ha sido aprovechado, junto al mismo estado de excepción, para cercenar aún más los derechos humanos y clausurar las vías democráticas.
Cabe sostener que había razones para declarar dicho estado