Sentir con otros. C. Gonzalez. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: C. Gonzalez
Издательство: Bookwire
Серия: Investigación
Жанр произведения: Учебная литература
Год издания: 0
isbn: 9789581206094
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y cambien en lo relativo a sus juicios, en cuanto que de ellas se siguen pesar y placer. Así son, por ejemplo, la ira, la compasión, el temor y otras más de naturaleza semejante y sus contrarias. (Retórica 2.1, 1378a20-23)

      Se trata ciertamente de una definición inusual, adoptada, que yo sepa, solo por Spinoza, en tiempos modernos (Ética [1677], Pars III: “Definición General de Emociones”). Sea cual sea su validez general, está claro que, para Aristóteles, la capacidad de causar efecto sobre las decisiones es esencial en las emociones. Las emociones no son sensaciones, sino más bien “estados de conciencia cognitivos o volitivos”, en palabras del OED; por el contrario, ellas mismas son cognitivas en su naturaleza, que es por lo que pueden condicionar otros juicios. Una emoción como el miedo, pues, tiene una relación directa con su objeto. En otras palabras, la conciencia de un peligro inminente es justamente lo que es el miedo, o es, de cualquier modo, inseparable del miedo; esto es lo que quiero decir cuando digo que el miedo, para Aristóteles, es intencional en su naturaleza.

      Para ver más claramente la diferencia entre la concepción aristotélica del miedo y la implicada en las definiciones de diccionarios modernos, podemos considerar la relación entre miedo y valentía en las dos perspectivas. El diccionario Merriam-Webster afirma que, entre varios sinónimos tales como ansiedad, miedo, terror, etc., “miedo es el término más general e implica ansiedad y normalmente pérdida de valor”. Una persona valiente, se sigue, no tiene miedo, un punto de vista que es común hoy día.8 Aristóteles, por el contrario, afirma que alguien incapaz de experimentar miedo “sería un loco o insensible al dolor” (Ética a Nicómaco, 1115b23-28), y, por tanto, cualquier cosa, menos valiente.9 Del mismo modo, Sócrates, en un diálogo que transmite Jenofonte (Memorabilia, 4.6.10), concluye que “quienes no tienen miedo de cosas [terribles] porque no saben lo que son, no son valientes en absoluto”. A esto, su interlocutor responde: “Correcto, pues según eso, los locos y cobardes serían considerados valientes”.10 Si los soldados en la batalla, por ejemplo, son conscientes del peligro, se sigue automáticamente que sienten miedo, puesto que el miedo es precisamente la angustia que surge de la impresión de un miedo inminente. En el concepto moderno, sin embargo, en que el miedo es una sensación que se produce por la conciencia del peligro, uno podría suprimir, controlar o erradicar la emoción, incluso si uno siguiera consciente de la amenaza. La carencia de miedo en frente del peligro es resultado de la distancia que se establece, en la perspectiva moderna, entre el sentimiento y el conocimiento. El de la antigua Grecia era un mundo, vale la pena comentar, en el que la guerra era una constante de la vida, con pérdidas enormes y ejércitos en los que participaban todos los ciudadanos.

      De hecho, Aristóteles no tiene prácticamente nada que decir en la Retórica sobre los estados de sentimientos y sensaciones asociados con varias emociones, incluyendo el miedo. Esto contrasta fuertemente, de nuevo, con las consideraciones modernas del miedo y otros sentimientos. Puedo poner como ejemplo un artículo de Hartmut Böhme titulado “Gefühl”, término que, como sus sinónimos der Affekt, die Emotion, die Ergriffenheit, die Gefühlsregung, die Gemütsbewegung, die Regung, die Rührung, etc., parece poner el énfasis directamente en el lado de la emoción. Böhme (1997, p. 525) comienza por afirmar que la conexión entre los sentimientos y el conocimiento científico parece irónica, “puesto que este último existe y los primeros no”. Y, esto no es sorprendente, añade Böhme: “Donde la virtud de una persona que tiene conocimiento es neutralizar el afecto, los sentimientos desaparecerán en él, a pesar de su deseo de reconocerlos”.11 Böhme concluye con una cita del verso famoso de Heine: “Ich weiß nicht, was soll es bedeuten, dass ich so traurig bin”, y observa: “Los sentimientos no significan nada. No tienen propósito. Y no son intencionales”.12 Desde luego, si suprimimos cualquier cualidad cognitiva o intencional de las emociones, y las reducimos a meras impresiones –lo que los filósofos llaman un quale– no está claro que pudiéramos conocerlas, o, incluso, si sería posible distinguir un sentimiento de otro. En mi opinión, el acercamiento cognitivo de Aristóteles tiene una ventaja considerable cuando se trata de la comprensión científica de las emociones en general, y del miedo en particular.

      Sin embargo, lo que el análisis de Aristóteles gana con respecto a una emoción concreta como el miedo, parecería perderse cuando se trata de entender un sentimiento más difuso como la ansiedad. Pues, como Keith Oatley (1992, p. 65) observa, “Estados de angustia no tienen ningún objeto evidente”.13 La Encyclopædia Britannica Online (2006), por su parte, define la ansiedad (s.v.) como “un sentimiento de miedo, temor, o aprensión, a menudo sin clara justificación”.14 El artículo sigue explicando:

      La ansiedad se distingue del miedo porque el último surge en respuesta a un peligro claro y presente, tal como uno que afecta a la seguridad física de una persona. La ansiedad, en contraste, surge en respuesta a situaciones aparentemente inocuas o es el producto de conflictos emocionales subjetivos, internos, cuyas causas pueden no ser obvias para la persona misma […] una ansiedad difusa o persistente que no se asocia con ninguna causa o preocupación mental en particular se llama general o flotante (trastorno de ansiedad generalizada crónica).15

      Precisamente, en la medida en que la ansiedad no tiene objeto o causa específica, parecería resistir análisis en términos de cognición e intención; de ahí que no pueda considerarse una emoción, o pathos, en el sentido aristotélico en absoluto.

      De hecho, Aristóteles tiene poco que decir sobre lo que llamaríamos ansiedad, o sobre tales estados difusos como la admiración, la soledad, el aburrimiento, la tristeza, la frustración o un anhelo sin objeto. En su tratado Sobre el alma (1.1, 403a23-24), Aristóteles observa casi de pasada que “aunque no hay nada terrible que los amenace, la gente se encuentra con los sentimientos de alguien que está asustado”. Pero no llega a desarrollar esta observación en una noción de vaga aprensión separada de la impresión de un peligro específico. En su breve ensayo Sobre los sueños (3, 460b3-8), Aristóteles observa que la gente puede ver imágenes durante el sueño, incluso en ausencia de estímulos externos, y añade que, cuando estamos bajo la influencia de la emoción, nos inclinamos a confundir un objeto que tiene un parecido con algo que tememos o amamos, con la cosa en sí. Pero una teoría cognitiva e intencional de las emociones no requiere que identifiquemos el objeto correctamente. De igual forma, una persona con una disposición al miedo puede ver peligro donde alguien menos tímido no ve nada, y, sin embargo, no estar en una situación de ansiedad indeterminada. Para Aristóteles, el miedo es siempre miedo de algo, aunque es discutible que una cosa sea realmente peligrosa.

      Pero si Aristóteles y sus contemporáneos fracasaron en, o no tenían necesidad de, articular un concepto de ansiedad, filósofos posteriores sí la tuvieron, y sobre todo los asociados con la escuela de Epicuro. Cuando Horacio, que había estudiado con un profesor epicúreo cerca de Nápoles, escribe, “pues ni las riquezas ni una guardia consular nos libra de las tristes perturbaciones de la mente, ni un techo artesonado de las preocupaciones que revolotean en nuestro entorno” (Odas, 2.16.9-12), puede estarse refiriendo a preocupaciones concretas, pero uno tiene la impresión de que más bien tiene una inquietud generalizada. Con todo, esto es aún más claro cuando Horacio habla de romanos con poder que corren de acá y allá, pero “miedo y amenazas trepan junto al amo […] y una negra preocupación [cura] va sentada tras él según cabalga” (Odas, 3.1.37-40; cfr. Lucrecio, 3.1053-70). En el siglo segundo d. C., un epicúreo llamado Diógenes, que erigió en la ciudad de Enoanda (en lo que es ahora Turquía) una inscripción enorme que resume las enseñanzas de Epicuro, formuló lo que parece ser una distinción entre miedo y ansiedad (fragmento 35 II Smith): “De hecho, este miedo es unas veces claro, y otras no: claro, cuando evitamos algo manifiestamente dañino, como el fuego, por el miedo de que nos sorprenda la muerte en ello; no claro cuando, aunque la mente esté ocupada en otra cosa, se nos insinúa en nuestro interior y [nos acecha]” (Smith, 1993, p. 385) (la última palabra representa una restauración posible del texto griego, que se interrumpe en este punto).

      El miedo que más preocupaba