La socialización se derrumba permanentemente, y quién logre realizarla es algo que a menudo depende de quién mata primero a quién. El triunfo del colectivismo Oligárquico, si llega a producirse, no se producirá porque los hombres sean esencialmente malos, o no sean en realidad hermanos, o realmente no tengan derechos naturales, tal como el Cristianismo y el liberalismo político no han triunfado (en la medida en que lo han hecho) porque los hombres sean esencialmente buenos, o sean en realidad hermanos, o realmente tengan derechos naturales […] El que se pudiera considerar un grave error el hallar diversión en ver a seres humanos ser despedazados por animales, constituyó una vez una contingencia histórica tan inverosímil como el Colectivismo Oligárquico de O´Brien. Lo que Orwell nos ayuda a ver es que puede haber ocurrido sencillamente que Europa empezase a apreciar los sentimientos de benevolencia y la idea de una humanidad común, y que puede ocurrir sencillamente que el mundo termine por ser dominado por personas que carecen enteramente de sentimientos o de una ética semejantes […] Cómo sean nuestros gobernantes no es algo que vaya a estar determinado por grandes verdades necesarias referentes a la naturaleza humana y a su relación con la verdad y con la justicia, sino por una infinidad de menudos hechos contingentes. (2001, p. 201)
A pesar de esto, la lectura pragmatista de la historia no ha de ser tomada como un paso hacia la desesperanza; por el contrario, es una invitación a considerar la importancia de incentivar la compasión y la solidaridad al recurrir a narraciones –como el relato orwelliano– donde se pone a las personas en situación de imaginar que la crueldad es algo que sencillamente ocurre, pero que, también, sencillamente se puede enfrentar promoviendo mecanismos de sensibilización para la inclusión o el estrechamiento de los espaciamientos sociales (Girado-Sierra, 2019). Además, ha quedado claro hasta aquí que la solidaridad humana, teniendo en cuenta el soporte teórico rortiano, no puede depender del reconocimiento de una esencia humana, con la que, en la consideración de muchas personas, no contarían algunos pseudohumanos, anormales, sobrantes o individuos antígenos. La solidaridad humana, vista desde la perspectiva pragmatista, es un hecho que depende de las distintas formas como las sociedades, en su interior, incentiven la simpatía entre sus miembros, con sus vecinos y con quienes están por fuera de la configuración de su círculo social.
Si bien es cierto que, “en épocas como la de Auschwitz, en las que en la historia se produce un cataclismo, y las instituciones y las normas de conducta tradicionales se desploman, deseamos algo que se encuentre más allá de la historia y de las instituciones” (Rorty, 2001, p. 208), es preciso advertir que una obligación moral fundada en lazos metafísicos-universales es posible contrarrestarla con la tesis según la cual la obligación moral con el otro se deriva de la dinámica de pertenencia e inclusión a un nosotros (Sellars, 1968, p. 222). De hecho, tal fue el caso de familias alemanas que protegieron a sus vecinos judíos al mismo tiempo que ignoraban o no se arriesgaban con judíos que consideraban por fuera de su círculo social. La solidaridad humana como capacidad de asimilar la situación de los demás ha devenido bajo distintos rostros en cada situación histórica, sin embargo, en cualquier caso, ha tenido como punto de partida la fuerza de identificación expresada en un simple “es uno de nosotros” y, así mismo, la disposición a incluir en ese nosotros –gente de nuestra clase– a quienes son considerados como los otros –distintos, anormales, pseudohumanos o extraños–. Así, la solidaridad ha de ser comprendida más como metáfora de la expansión del círculo del nosotros, que como acercamiento a una meta moral o al descubrimiento del deber con la humanidad.
De hecho, dicha fuerza de identificación, en cuanto supuesto de inclusión, no está soportada en ideales universales de justicia o en una comunión con una esencia humana tan determinante como para reconocer solamente a los animales, los vegetales o las máquinas como los otros. En efecto, “lo típico es que la fuerza de ‘nosotros’ es contrastante, en el sentido de que contrasta con un ‘ellos’ que también está constituido por seres humanos: por la especie errónea de seres humanos” (Rorty, 2001, p. 209). En otros términos, es mayor la efectividad de la afectividad en el círculo más cercano del nosotros –en la familia, por ejemplo– que para con aquellas personas ajenas o extrañas. Así, la solidaridad se torna más fuerte con aquellos que comparten la vida cotidiana, ideales, léxico o esperanzas. En esta medida, el nosotros es algo más restringido y más local que la especie humana (Girado-Sierra, 2020); debido a esto, dicho sentimiento no se suscita frente a los demás al aludir que “es un ser humano como yo”, toda vez que dicha alusión constituye “la explicación débil, poco convincente, de una acción generosa” (p. 209).
De lo que se trata, entonces, es de evitar que se anule la imaginación como posibilidad de generar vínculos con personas que no son “de los nuestros”. Sin embargo, la solidaridad así pensada parece débil ante la lectura que ofrece la posición secular del universalismo ético, el cual sostiene, tal como lo ha pensado la tradición kantiana (Kant, 2005, pp. 32-33), que se está obligado moralmente a hacer el bien a alguien no porque se compartan situaciones concretas, contingentes, sino en tanto ser-racional significa hacerse responsable de toda la humanidad –se trata de un acercamiento a la humanidad, lo que supone un alejamiento de los aspectos consuetudinarios de la comunidad local–. En otras palabras, el sentido pragmatista dado a la solidaridad parece frágil o falso debido a que sostiene que esta se basa en una fuerza de identificación que funge como supuesto de inclusión, y le resta importancia al soporte del deber como obligación moral universal. A esto se refiere Rorty cuando afirma:
Mi posición involucra que los sentimientos de solidaridad dependen necesariamente de las similitudes y las diferencias que nos causen la impresión de ser las más notorias, y tal condición de notorio es función de un léxico último históricamente contingente. Por otra parte, mi posición no es incompatible con la exhortación a que extendamos nuestro sentido de “nosotros” a personas a las que anteriormente hemos considerados como “ellos” […] La concepción que estoy presentando sustenta que existe un progreso moral, y que ese progreso se orienta en realidad en dirección de una mayor solidaridad humana. Pero no considera que esa solidaridad consista en un yo nuclear –la esencia humana– en todos los seres humanos. En lugar de eso, se la concibe como la capacidad de percibir cada vez con mayor claridad que las diferencias tradicionales (de tribu, de religión, de raza, de costumbres, y las demás de la misma especie) carecen de importancia cuando se las compara con las similitudes referentes al dolor y la humillación; se la concibe, pues, como la capacidad de considerar a personas muy diferentes de nosotros incluidas en la categoría de “nosotros” […] Las principales contribuciones del intelectual moderno al progreso moral son las descripciones detalladas de variedades particulares del dolor y la humillación (contenidas, por ejemplo, en novelas o en informes etnográficos). (2001, p. 210)
Esta posición rortiana basada en “motivos empíricos” es objeto de sospecha por parte de la posición metafísica o racionalista; esto debido a que el universalismo ético, que ha contribuido al desarrollo posterior de las instituciones y a una conciencia cosmopolita, ha intentado escapar de este tipo de reconocimiento de la conmiseración ante el dolor y el remordimiento por la crueldad, sobreenfocando, en cambio, la razón y, por tanto, el deber, cual obligación moral basada en esta. Ha considerado que “el respeto por la ‘razón’, por el núcleo común de humanidad, era el único motivo que no era ‘meramente empírico’, que no dependía de los accidentes de la atención o de la historia” (Rorty, 2001, p. 211). La consecuencia de todo esto es que la promoción de un sentimentalismo moral, basado en la simpatía, la conmiseración o la compasión, ha sido considerada desde entonces muy débil como para encargarle algo tan serio como la reducción de las prácticas sociales crueles, esto es, causantes de dolor y humillación a algunas personas.
Desde la lectura pragmatista que se ha hecho, sin embargo, el tradicional lema “tenemos obligaciones para con los seres humanos” se podría interpretar como una invitación a esa situación utópica en la que, apelando a la solidaridad como metáfora de la expansión, se logra ampliar lo suficiente