Aníbal era ahora sufete de Cartago, el magistrado supremo de la ciudad, y estaba propiciando una revolución democrática. Por fin empezaba a pasar cuentas con el partido de la oligarquía. Ellos le habían apuñalado en la campaña itálica, pero ahora podía ahogar a los oligarcas, deshacerse de los romanos y restaurar la hegemonía de Cartago en el mar Occidental.
Aníbal trasladó su residencia a la llamada Casa del Almirante, en el centro del antiguo puerto militar de Cartago, ahora en desuso. La paz con Roma obligó a hundir la flota de guerra. Fue un día triste, de humillación. Las magníficas naves cartagineses fueron despreciadas por los romanos que no quisieron apoderarse de ellas. Las concentraron cerca de la costa y allí fueron hundidas. A Cartago se le prohibió disponer de flota de guerra. El puerto militar ya no tenía ninguna función. Aníbal podía contemplar los alvéolos vacíos que habían acogido las orgullosas quinquerremes de guerra, y que ahora servían como discretas dársenas comerciales. La antigua fortaleza portuaria tenía forma circular. En el centro, en una isla comunicada por un puente, estaba la Casa del Almirante que ahora ocupaba el sufete. Era un espacio absolutamente seguro, que Aníbal podía defender con su guardia personal. Una ciudadela en el corazón de la urbe, lejos de la vista de los oligarcas, que a cualquier precio querían impedir las reformas democráticas. Desde la colina de Birsa se podía divisar la fortaleza-puerto, pero no con el suficiente detalle.
Aquella noche había hecho frío. Aníbal despidió a las dos chicas gatúlicas que le habían proporcionado una noche carnosa y confortable. ¡Cómo le gustaban aquellas chicas orondas y llenas de tatuajes! Salió a la terraza, como de costumbre, y barrió el horizonte con su único ojo. Un par de naves mercantes partían del puerto comercial. En otros tiempos, las velas de los mercantes y de las penteras de guerra se hubiesen visto a docenas, ahora Cartago era una sombra, pero las cosas volverían a cambiar. Su banquero, Antígono, entró en la estancia. Aníbal le tenía absoluta confianza y hacía días que no despachaban. Antígono constató que el espacio del líder era una selva de pergaminos y papiros, informes de todo tipo, esquemas de nuevos modelos de naves, listas de productos e incluso las últimas novedades literarias del mundo helenístico. Sobre la pared disponía de un enorme mapa del oikumene, desde Iberia hasta la India.
─ Es la mejor imagen del mundo conocido, según dicen ─sentenció Aníbal.
─ Realmente es extraordinario ─Antígono estaba sorprendido─. No he visto nunca un mapa igual.
─ Mis agentes lo han comprado a un copista de la Biblioteca de Alejandría ─precisó Aníbal─. La representación no está mal aunque tiene errores en la zona del sur de África por ejemplo.
Con la sonrisa en los labios, Aníbal pensó que esto no era extraño, durante siglos los púnicos habían hundido los barcos que se atrevían a cruzar las Columnas de Hércules. Los griegos sabían muy poco de lo que había más allá del Estrecho.
─ ¿Qué saben los griegos de las expediciones de Hannón y Himilcón? ─precisó Aníbal─. ¿O de la circunvalación de África realizada en tiempos del faraón Necao? ¿O de las islas Afortunadas? ¿O del golfo de Guinea y sus gorilas? ¿O de la navegación de altura de Finisterre a Britania? ¿O del lejano continente de poniente? Sólo el bueno de Piteas forzó nuestro monopolio del conocimiento del mar Exterior...
─ Ciertamente, por eso me extraña que esté tan bien ─comentó Antígono, observando con mucho cuidado.
─ Dicen que lo ha diseñado Eratóstenes ─continuó Aníbal─. Es un sabio de la biblioteca alejandrina que dice que el mundo es una esfera de 20.000 estadios de circunferencia, y de la que sólo conocemos una mínima parte.
Aníbal había ordenado la confección de varias copias del mapa, y encima del que tenía en la pared proyectaba sus más íntimas fantasías: flechas procedentes de Hispania, Macedonia, Siria y Cartago convergían en diferenciadas etapas hacia Roma. Poco podía sospechar que en Roma había alguien que especulaba sobre el futuro de la oikumene sobre un mapa similar, pero con las flechas al revés.
Después del desayuno, Aníbal pasó a formalizar la primera reunión con su banquero, los responsables de finanzas y el asesor de seguridad. Juntos esperaron la llegada del Gran Ojo.
Tras ser anunciado por una sirvienta, el Gran Ojo entró en la cámara de Aníbal que, con un abrazo entusiasta y un par de puñetazos al estómago, le dio la bienvenida. Otra cosa era Pericles, el mono que acompañaba al personaje. Aníbal odiaba los monos. Pericles lo intuyó y bajó rápido del hombro de su protector, pero no pudo esquivar la patada que le propinó Aníbal y que lo estampó contra la pared. Aún así se recuperó y, renqueante y atemorizado, se escondió bajo uno de los cojines de la sala.
─ ¡Salud Creonte! Los romanos no pudieron acabar conmigo, sólo pudieron quitarme un ojo, y tú Creonte eres mi otro ojo, el que mira por mí el mar Occidental. Cuéntanos, amigo. ¿Cuáles son las novedades? Y diagnostica que pasará en Hispania. Estoy impaciente por saber cuanto ocurre.
Creonte tomó sus notas y procedió a exponer un largo informe de lo sucedido en el último año. Detalló las actividades de sabotaje de la organización secreta de la Mano Negra de Tanit, explicó los detalles de los combates en Emporion y cómo los íberos casi conquistaron la ciudad. Relató la importancia de la recuperación de la plata ilergete y el inconveniente de no haber podido encontrar la pátera sagrada. La pátera del Templo del Lobo de Ilerda era venerada por todo el pueblo, y desde que había sido sustraída los ilergetes habían perdido el coraje.
Aníbal se mordió el labio e hizo sus propias cábalas.
─ Indíbil y Mandonio, los comedores de caracoles, eran dos tipos singulares, lucharon contra mí y contra los romanos. No entendían que pactar con Escipión era lo mismo que pactar con Roma. Al final fueron humillados por el Báculo. Los ilergetes odian a Escipión y por tanto deberían luchar contra los romanos... pero son impredecibles. Piensa un poco... lo que sea, plata, mujeres, sobornos..., lo que sea con tal de se unan a la rebelión. Una Ilergecia en guerra supondría un duro revés para Roma.
Aníbal continuó dando instrucciones claras y precisas, y las ejemplificaba sobre los mapas. Era evidente que su pensamiento estratégico era relevante más allá de su habilidad como táctico.
─ Amigos esto es una partida de senet... y nos lo jugamos todo, cada movimiento debe ser meditado. Huelga decir que los cartagineses somos estrictamente neutrales. Nosotros somos amigos de Roma, y pagamos con lealtad las indemnizaciones pactadas en el acuerdo de paz. Yo mismo reconozco a Escipión como el gran constructor de la concordia. Nuestra guerra es clandestina, y debe limitarse a avivar los incendios que se declaren en la finca romana. Pagad agentes para que extiendan el pensamiento anti-romano en la costa hispana. Procurad que los púnicos de Hispania no se comprometan en el motín, los necesitamos para reordenar el futuro. Por otra parte, debemos tener claro que Roma acabará aplastando la revuelta íbera. Nuestros amigos de Hispania no podrán organizar ejércitos que derroten a las legiones. Pero a nosotros, lo que nos interesa no es tanto el resultado final como la duración del conflicto. Debemos poner a Roma sobre un lodazal del que no pueda salir. Quiero a las legiones metidas en las abruptas montañas hispanas conquistando, uno a uno, los inaccesibles poblados íberos y celtíberos. Una campaña larga que desgaste a Roma. Y, mientras, hay que acercar a macedonios y griegos a la rebelión, y empujar a Siria a la guerra,