─ No solo es un rústico, además es un misógino. Es normal, la mayoría de los paletos son misóginos... Y ahora manda en Roma. Pero, como decía Epicuro, todo tiene su lado bueno.
Los pedantes helenistas de Escipión quedaron boquiabiertos cuando el rústico, con su palabrería integrista, se ganó al electorado. Esto le producía a Lucio, que odiaba a los ricos y a los esnobs, un placer difícil de justificar. Lucio no había tratado personalmente a Catón, aunque había estado a su servicio a finales de la guerra contra Cartago. Catón había sido cuestor en Sicilia y África y el auténtico organizador de las infraestructuras de Escipión. El joven general era experto en colgarse las condecoraciones que habían ganado otros. No le resultó difícil a Lucio imaginarse a Catón cargando con el peso del trabajo que llevó a la victoria de Zama y al Báculo de Roma recogiendo los triunfos que en realidad había sudado el tusculano.
─ Ya se sabe. Unos golpean el árbol y otros recogen la fruta.
Por otra parte, el campesino había luchado, como legionario, en el Metauro, y eso siempre merecía un respeto. Tras la elección de Catón y Flaco, los escipiónicos pasaron al contraataque y la pugna sobre la Ley oppia se convirtió en una prueba de fuerza política. Finalmente la ley fue derogada, Catón resultó derrotado, se envainó el revés y, sólo entonces, se percibió un cierto interés por los asuntos militares pendientes de solucionar. Pero había pasado dos meses perdiendo el tiempo con la tontería del lujo femenino, sesenta días que hubieran sido muy útiles para preparar una expedición a Hispania, Grecia o Cartago. De hecho, el ejército estaba listo. Los Comicios Tributos se habían reunido, en el Campo de Marte, a principios de martius, y se habían movilizado todos los contingentes estipulados por el Senado. Pero preparar una expedición no era fácil, Catón ya no tendría tiempo suficiente para intervenir, ni en Hispania, ni en Tracia, y el partido de Escipión daba por aniquilado a su peor enemigo.
Los últimos días del invierno y los primeros de la primavera transcurrieron tranquilos. Lucio vegetaba en su apartamento del Aventino. Al volver de Hispania se había reincorporado a su nicho romano, su amada y pequeña cámara y su minúscula terraza, en la ínsula que se levantaba en el cruce de la calle de las Grullas y de las Fullonicas. La cama, el baúl, el brasero, el cajón con carbón vegetal, el armario y las estanterías componían su discreto mobiliario que se complementaba con un ánfora de vino griego y anforiscos con aceite y aceitunas. La cocina se reducía a una estantería de la cual colgaban embutidos mohosos, una mesita con un queso seco y el fogón de barro. Situado directamente bajo las tejas, Lucio disponía de un apartamento climatizado, tórrido en verano y gélido en invierno. Pero allí en su cueva aérea estaba a gusto. El armario contenía su tesoro: un desordenado montón de rollos de papiro. Lucio solía devorar literatura de todo tipo y tendía a gastar, de manera desproporcionada, en copias de clásicos y de autores del momento.
En su mercadeo por el Foro había adquirido, en los últimos días, algunas obras, y a precios módicos: una copia de Los Argonautas de Apolonio de Rodas, que regaló a su amiga Valentina, y una traducción latina de la Odisea de Lucio Livio Andrónico, que leyó con fruición. Un sentimiento morboso le empujó a comprar, también, el poema La Guerra Púnica, escrito, en versos saturios, por Cneo Nevio, un campaniano que, según decía, había luchado en las dos guerras contra Cartago. Fue un mal negocio, el texto era indigerible y estaba además repleto de errores. Una falta de respeto a sus compañeros muertos. Compensó el disgusto con la adquisición de valores seguros: las poesías de Safo y Alceo, que tanto le gustaban, y que tanto apreciaba Friné.
La oferta cultural de aquel invierno fue raquítica. Roma era todavía una capital provinciana, y más en aquellos momentos con el pueblerino de Catón. Las representaciones teatrales habían disminuido con el regreso de la tradición al poder. La cartelera había dado poco de sí, apenas una buena representación de Las Troyanas de Eurípides, en griego, interpretada por una compañía de Capua. También vio, con Valentina, un par de obras del ya achacoso Plauto, el ídolo de la chusma romana. Lucio no sabía cómo valorar las populacheras obras de Plauto pero se habían reído, a gusto, con la reposición de un Miles Gloriosus, que le recordó a Nevio. Las discusiones con Valentina sobre Plauto eran, por otra parte, recurrentes.
─ Por todos los dioses, Lucio. ¿Cómo puedes ser tan necio? ─Valentina podía llegar a ser muy dura con Lucio─. Al parecer tu sensibilidad no va más allá de la punta del fascinus. ¿Cómo lo puedes ignorar? Plauto es quien auténticamente anuncia el nuevo período que, para la humanidad, significa el auge de Roma: un tiempo en el que la dimensión humana será la hegemónica. Esto es Plauto: un desafío de humanidad, y tú ni siquiera consideras su trabajo. Eres increíble Lucio... No sé... no sé cómo puedo estar con alguien tan zafio.
Lucio, que desconfiaba del brillante papel de Plauto, tartamudeaba argumentos entre dientes para no exacerbar a Valentina.
─ Me cuesta admitir que este experto en tabernas y burdeles sea el precursor de la tormenta cultural con la que Roma debe revolucionar el mundo. Sin embargo, me gusta su simplista fuerza, es un individuo que no copia a los griegos, conoce a la gente y provoca la ira de puritanos y esnobs. Todos los políticos odian a Plauto y esto es un indicador de su valía. Pero no quiero discutir contigo Valentina. Tú, de esto y de otras cosas, sabes más que yo... y como dices, mi sensibilidad tiene limitaciones...
Valentina y Lucio eran amantes desde hacía años. Una amante peligrosa Valentina, no en vano su marido, Antonino Varrón, era el jefe de la milicia urbana, la policía de Roma. Ella era experta en arte, asesoraba a sus amigos y a los de su marido en la compra de copias griegas y en el diseño y ejecución de mosaicos. Gracias a Valentina numerosos hogares patricios, o de nuevos ricos, lucían las prestigiosas esculturas clásicas. Valentina impulsaba talleres de escultores y musivaras y se había convertido en una pieza clave de la promoción del arte en Roma. Cualquier encargo de mosaico, escultura o pintura pasaba por sus manos. Consideraba positivamente a Lucio. A diferencia de su marido, y de algún otro amigo era atento, culto y buen conversador, estaba al día de las novedades artísticas y literarias, sobre las que mantenía un sano escepticismo. Pero, además, era un buen amante. No había nada igual en su círculo de pedantes y nobles amistades. Para Valentina, el chico era un salvaje singular, de cabeza y cuerpo, con una fuerza primitiva pero, además, con criterio para discutir, opinar... y amar. La suma de sus cualidades no tenía precio. La suya era una relación especial basada en la confianza, con él incluso era posible prescindir de la faja en el pecho. Como en Los Argonautas, Lucio era su Jasón, a menudo envuelto en lejanas misiones, y ella era la Medea que esperaba su regreso. A su vez, Lucio admiraba a Valentina; leal y discreta, siempre podía contar con ella.
El ojo de Aníbal
Residencia de Aníbal Barca, sufete de Qart-Hadast (Cartago), december, año 557 (diciembre del 196 a. C.).
El ejército íbero pasaba el invierno frente a Emporion y esperaba con calma la primavera. Por el momento, no podía atacar la ciudad, pero con el buen tiempo pasarían cosas. Si había oportunidad, los jefes volverían a intentar el asalto. El problema principal era que nadie sabía qué harían los romanos, quizás vendrían a reclamar sus dominios o quizás olvidarían para siempre sus intereses en tierras hispanas. Sin embargo, la espera se hacía larga. Pero allí estaban los guerreros íberos bloqueando Emporion, la única puerta que los romanos tenían para entrar en Hispania.
Tildok, el cosetano, y su compañera Melk llegaron al campamento íbero de Emporion con tres talentos de plata que habían obtenido en la expedición a Tibissi, y que quedaron bajo la custodia de los tesoreros del ejército confederado. Decidieron instalarse en el campamento, estaba claro que en aquella historia que se avecinaba iban a tener protagonismo. Himilcón, confirmado como jefe militar de la heterogénea tropa, dedicó los meses de invierno a optimizar las fortificaciones del campamento. La empalizada de circunvalación se extendió hasta la Paleápolis y el Ticer. Emporion quedaba prácticamente cerrada. El paso del Ticer, junto a la playa y el camino hacia las Escalas de Aníbal eran la única vía que no estaba directamente cortada por la fortificación íbera.
El comercio de la ciudad acusaba los cambios, pues los emporitanos sólo controlaban