[20 de mayo de 2005]
Historia de un exilio
La guerra obligó al señor Lihn a huir con lo único que tenía, su pequeña nieta y una maleta con sus escasas pertenencias. Atrás quedaban su pueblo, su pasado, sus muertos, sus viejas certidumbres.
Tras un largo viaje en barco, el anciano, sujetando siempre a la nietecilla contra su pecho, divisó por primera vez el país de acogida, las altas grúas, las bandadas de gaviotas, el humo de las chimeneas, el bullir frenético. Nada que ver con la tierra de promisión: simplemente el destierro.
Era una tierra sin olor.
En el albergue en el que es acogido comparte techo con dos familias de su país. Son jóvenes e irascibles. Y no sienten el menor respeto por el viejo, del que se ríen sin mucho disimulo. Pero, es lo único que lo ata a su pasado. A él y a su nieta. Esa lengua familiar, tan distinta de esta otra irreconocible que todo el mundo se empeña en arrojarle a los oídos.
Hasta que cierto día, el señor Lihn, aterido de frío con su nieta en brazos, conoce a un nativo en uno de sus temerosos paseos por la manzana. Podría ser un francés, un norteamericano, o, por qué no, un español. Es un hombre afable, triste pero que no puede esconder sus inmensos deseos de comunicarse con alguien, de tejer con palabras un paño con el que enjugar su soledad. El señor B habla y habla, pero Lihn no entiende una palabra.
Mas, a pesar de ello, en las inflexiones de su voz, en los gestos que acompañan a cada frase, en el brillo de los ojos que escudriñan al emigrado, y se posan sobre la nieta del anciano, el señor Lihn advierte la calidez familiar del que muy pronto habrá de convertirse en su amigo.
Así, poco más o menos, se desarrollan las primeras páginas de La nieta del señor Lihn, la última novela de Philippe Claudel, el autor de Almas grises. Se trata de una novelita escrita con sencillez que aborda cuestiones tan profundas y complejas como la emigración, vista, o más bien insinuada ahora a través de la figura de un viejo ¿chino?, ¿vietnamita?, ¿camboyano? –es lo de menos– que se ve obligado a dejar su aldea, rumbo al llamado primer mundo, para salvar a su pequeña nieta del dolor, el hambre, y en último término, la muerte.
La historia de este hombre –al igual que la de millones de personas hoy en todo el mundo– daría para una gran epopeya. La guerra, la desaparición del hijo y la nuera, la desolación, la huída, el viaje transoceánico, la inminencia de lo desconocido, el desarraigo... Cabe imaginar pocas experiencias más desalentadoras.
Pero Claudel huye de lo épico para adentrarse, pese a la aparente simplicidad, en los cercados de una historia entrañable que se alimenta de la amenaza que le permite avanzar. Algo, percibe el lector, tiene que ocurrir que convertirá a la guerra, el destierro y la indiferencia de un mundo deshumanizado en meras anécdotas. El futuro del señor Lihn y de su nieta pende de repente del débil hilo que une al anciano con un hombre al que no entiende y cuyo nombre ni siquiera conoce.
La nieta del señor Lihn es un cuento moderno sobre el exilio. Y un grito mucho más elocuente que cualquiera de las crudas imágenes que nos ofrecen a diario los informativos sobre la necesidad de convertir en habitable un mundo superpoblado, según feliz expresión de Mariano Picón Salas, de «cuerpos ocupados y almas vacías».
[27 de octubre de 2006]
América: realidad y ficción
Antes de su muerte, de su patética última etapa de guiñapo real y de enfermo imaginario, la vida de Pinochet ya había sido innumerables veces escrita.
Porque su historia forma parte de la mitología hispanoamericana, tristemente constelada de caciques, caudillos y gamonales. La sempiterna historia del dictador latinoamericano.
Carpentier, García Márquez, Roa Bastos, Uslar Pietri, Fuentes, Asturias o Vargas Llosa –algunos de manera simbólica, otros con nombres y apellidos– la relataron genialmente, tratando de apresar entre sus páginas la mil veces repetida fábula del patriarca inmortal, del jefe supremo, del señor presidente eterno.
El dictador latinoamericano ha encarnado en la ficción de estos maestros la figura de un semidiós absoluto, con frecuencia pintoresco y supersticioso hasta la caricatura, siempre retórico y carismático, y por supuesto, de una crueldad extrema.
Pero como ocurre con frecuencia en la esfera de la literatura hispanoamericana no hay mejor manera de apresar la realidad mágica del continente que tratando de imitar fielmente a la vida.
Y las ex-colonias españolas han dado personajes «reales» como el general Andrés Santa Cruz, amante de los títulos pomposos, y que se hacía llamar Gran Ciudadano, Restaurador de Bolivia, Gran Mariscal y Pacificador del Perú y otras muchas cosas más que incluían Invencible y Supremo Protector de los Estados Peruanos del Norte y del Sur; o como Porfirio Díaz, al que le gustaba vestir con casacas ramadas plagadas de condecoraciones y bicornios emplumados; o como Rodríguez de Francia, admirador de Robespierre, que al final de su gobierno exigía que las calles por donde iba a transitar estuviesen completamente desiertas.
Desconocemos si a Pinochet lo unía con sus colegas la lujuria que enfermizamente intentaban satisfacer el patriarca de García Márquez en la ficción y el «chivo» Trujillo en la realidad que novela Vargas Llosa, a modo de modernos y desalmados donjuanes. Pero, sí, sin duda, la enfermiza obsesión por salvar a la patria. Al fin y al cabo, pese al grado de las ignominias cometidas, el dictador latinoamericano se muestra arbitrario hasta el delirio y no conoce –pese a utilizar generalmente a la Iglesia para sus fines y mostrarse profundamente cristiano, si no directamente caudillo por la gracia del altísimo–, el arrepentimiento.
Afortunadamente, este espeluznante personaje parece quedar paulatinamente relegado al ámbito de la ficción. Como otras muchas jóvenes democracias americanas, Chile trata de abrirse paso reconciliándose con un pasado en forma de agujero negro que es mejor esquivar. Pablo Neruda, al que la Historia ha desmentido en tantas cosas, dejó escrito, proféticamente, mucho tiempo antes de la muerte de su amigo, el presidente Allende. «Yo estoy errante, vivo la angustia de estar lejos/del preso y de la flor, del hombre y de la tierra/pero tú lucharás para cambiar la mancha/de estiércol sobre el mapa, tú lucharás sin duda/para que la vergüenza del tiempo termine/y se abran las prisiones del pueblo y se levanten/ las alas de la victoria traicionada».
Hoy, América, gracias al esfuerzo de políticos como Michelle Bachelet, víctima de carne y hueso de la opresión, lucha para que nadie tenga que volver a expresar el exilio en un poema. Mandando a lo más hondo de la literatura a los dictadores. Eso sí, con la sola palabra.
[15 de diciembre de 2006]
Los cuñados
Lo reconozco. Nunca he sentido erizárseme los vellos al ver ondear la verdiblanca. Ni llevarme instintivamente la mano al corazón al escuchar el Himno de Andalucía.
Será porque era demasiado niño cuando el referéndum del 81. O porque Carlos Cano nunca estuvo entre mis preferidos. O, más posiblemente, porque a mí las banderas y los himnos –si exceptuamos La Marsellesa en una tan irreal y patriotera como mágica secuencia de Casablanca– nunca me han puesto demasiado. Pero estos días sentí, no diré por primera vez, pero sí de una manera muy nítida un legítimo y bobalicón sentimiento de orgullo por ser andaluz.
La culpa la tuvo Saramago, en el primer discurso improvisado de la historia de la entrega de medallas de oro de Andalucía que la Junta otorga cada 28 de febrero. El Premio Nobel de Literatura de 1998 era nombrado en esta ceremonia Hijo Predilecto de la comunidad, y lejos de acometer un discurso grandioso, retórico, rimbombante, tan del gusto de este tipo de actos, explicó su vínculo con Andalucía en primer término a través de su relación, que se extiende durante más de 20 años, con la periodista granadina Pilar del Río (a la sazón traductora de sus obras), demostrando que no hay más ni mejor patria que el cuerpo y el alma del ser al que se ama.
Pero,