No se puede decir que el agotamiento verbal propio de la modernidad, el progresivo abandono del privilegio de lo escrito sobre la esfera de lo icónico, la sustitución del discurso por el conato del eslogan o el tampón del logo, sea un fenómeno que hayan descubierto los modernos críticos de la cultura: los Enzensberger, Finkielkraut, Bloom, Verdú..., ni siquiera el mismo Steiner. Goethe, Schiller, el propio Hegel que inauguraba nuestro tiempo como el de la «era mundial de la prosa», preludiaban hace más de doscientos años lo que más tarde Baudelaire se encargaría de corroborar: el canto del cisne de la palabra en su sentido clásico, en cierto modo lo que a nivel filosófico se habían encargado de certificar Descartes y Spinoza en el mismo momento en el que trataron de aprehender el mundo matemáticamente y arrinconaron a la palabra a las lindes del Arte. Pero es igualmente cierto que es George Steiner uno de los pensadores que con mayor profundidad y capacidad evocadora ha sabido conmovernos con sus reflexiones en torno al lenguaje y el silencio, en medio del estruendo verbal de nuestros días. «El verdadero problema radica no en el número de palabras disponibles, sino en el nivel en que utiliza el lenguaje el uso corriente actual». «El escritor de hoy –sigue diciendo Steiner– tiende cada vez a usar menos palabras y cada vez más simples, tanto porque la cultura de masas ha diluido el concepto de cultura literaria como porque la suma de realidades que el lenguaje podía expresar de forma necesaria y suficiente ha disminuido de manera alarmante». Y si esto sucede en el caso del escritor, no digamos en el del hablante medio en cualquiera de los idiomas en los que se exprese, sin contar con las decenas de lenguas que a lo largo de nuestro multicultural planeta se van extinguiendo cada año en beneficio de las cuatro o cinco «oficiales», comenzando, por un inglés que no es precisamente el de Shakespeare.
Ante esta situación, ni siquiera la cuarta parte de la población mundial que se encarga de absorber los millones de publicaciones que invaden el planeta cada día, ni siquiera esa «masa semianalfabeta» que es capaz de leer técnicamente a Kafka sin entender nada sobre el sentido íntimo del texto, es ya capaz de contener el ensordecedor torrente que mana del chorro que nos grita. La palabra, cuando abandona los reinos de la poesía, rápidamente se torna ruido. Su función instrumental también va deteriorándose a medida que nuestro corpus lingüístico se estrecha, los emoticonos sustituyen a la morfosintaxis y la gramática agoniza bajo un paquete de mensajes de móvil fabricado por las compañías telefónicas para felicitar por Navidad.
No es la prensa la principal, y me atrevería a sugerir que ni siquiera la mayor, amenaza que hoy coloca en la picota a los códigos escritos. El lenguaje periodístico muta, desvirtúa, malogra e incluso pervierte con asiduidad la rigidez de la norma pero, finalmente, y pese a sus múltiples vicios, sigue surtiendo de bellos vocablos y hasta enriqueciendo con sus torpezas y confusiones esa materia de bambú que es el idioma. La prensa, hija también de nuestro tiempo, no ha dejado aún de ser esa «bendición mañanera» que jubilosamente describiera Hegel, lo que no impide que convenga mantener aguzados los oídos para esa música del porvenir que anticipa nuestro presente: «Este mundo no terminará en llanto y crujir de dientes sino en un titular de periódico, en un eslogan, en un novelón soez más ancho que los cedros del Líbano. En el chorro abundante de la producción actual, ¿cuando se convierten las palabras en palabra? ¿Y dónde está el silencio necesario para escuchar esa metamorfosis?»
Contaba Alfonso Reyes: «Preguntado Lao-Tse sobre cuál sería su primera ley, si en él recayera el difícil honor de gobernar a los hombres, respondió tras una meditación: “la ley que estableciera el recto sentido de todas las palabras”». Y es que en el comienzo, fue el Verbo...
[9 de enero de 2004]
Catarsis de la basura
Dice el filósofo Gustavo Bueno que la telebasura es buena, o que no es mala, o que no existe, o que simplemente la basura está ahí fuera, en el mundo, y que la tele lo único que hace es procesarla, mostrarla como es. La televisión no sería, pues, basura, sino el espejo en el que esta se nos muestra, nuestro propio pestilente reflejo. O sea, que no «somos tiempo», como decía Agustín de Hipona. Sencillamente, lo que sin lugar a dudas en latín sonará mucho mejor, «somos basura».
De hecho, la proliferación de espacios dedicados al corazón, a los testimonios, al espectáculo de la realidad ni siquiera tendría por qué soportar un componente negativo. Es la basura limpiadora, la mugre que da esplendor. Nuestras miserias se exponen a la vista y como en la tragedia aristotélica nos sentimos purificados al verlas con tal nitidez. Salsas rosas, grandes hermanos y demás corazones empotingados no son como algunos quieren mostrarnos la quintaesencia del mal gusto, sino espacios de libertad con que el ser humano se dota para expandirse y refocilarse ante la visión de su propia hediondez.
La pitonisa Lola –la real y su clon marciano–, Karmele Marchante, Tamara ‘la mala’, o el despojo con patas de cualquier gloria devenida a nada no forman ninguna galería de los horrores. Son como nosotros, solo que revestidos con las trazas épicas de la reproducción multimedia. El famoso, convertido en ens televissivum, nos produce la admiración que despertaban en otro tiempo regentes, aristócratas y artistas bohemios. Ciertamente, no vivimos «tiempos de indigencia» espiritual, que dijera Höldelin, sino una fase de una creatividad nunca vista en la historia de la Humanidad. A nuestro lado, el Renacimiento o la Atenas de Pericles no son sino sombras aburridas y funestas. Esto lo saben los jóvenes ingleses que no han titubeado al situar a David Beckham como el personaje de la Historia al que más admiran. ¿Por su vasta mirada sobre la cultura occidental? ¿Por su pericia al piano? ¿Por su conocimiento de la cultura mesopotámica, de los últimos avances en cardiología, del genoma humano? Son los mismos jóvenes que han relegado a Jesucristo a un honroso puesto número 123 en dura liza con el presidente de Estados Unidos, George W. Bush.
En Estados Unidos y en latitudes menos masacradas por la ácida crítica anti-sistema, se han televisado ya –es decir, se han purificado– operaciones a corazón abierto, ejecuciones e incluso putrefacciones en vivo de cadáveres dentro de sus ataúdes. Pero no hay que escandalizarse. Así es como somos.
Tiene además la telebasura la virtud de reciclarse, de efectuar una retroalimentación, incluso de generarse ex nihilo a su mera evocación. De este modo, un programa sobre la telebasura puede convertirse a su vez en telebasura. Hablamos ahora de una basura algo distinta y perfumada pero incapaz de ocultar su verdadera naturaleza pordiosera. La demagogia, y sus hermanas Hipocresía y Sofisma corren alegremente por el plató, de tal modo que los pensadores de la libertad –que no son, vaya a pensarse, Stuart Mill, Adam Smith, Sartre ni ninguno de los adláteres, predecesores o seguidores–, pueden permitirse elogiar la soberana capacidad de elección del espectador sin que se les cortocircuite el cerebro. Así, mientras un alto directivo del «audiovisual» aboga por convertir la televisión en asunto de Estado y porque en los colegios se enseñe a ver «bien» la televisión, la telebasura es denigrada, casualmente, por la representante de una asociación de telespectadores que defienden la moralidad televisiva en igual medida que el derecho a la vida. Hasta es posible –gracias a sabios jefes de producción defensores a ultranza de la libertad de expresión– ver izado a categoría de filósofo mediático, en razón de su carácter estrafalario y pintoresco, que no de su real y profunda erudición, a alguien dispuesto a liberarse del «esfuerzo del pensar» para ensalzar lo inaltecible.
O el ultraje o la prohibición. Cuando se invita de entrada a elegir entre polos extremos es que la batalla por la dignidad se encuentra perdida de antemano.
[30 de enero de 2004]
Ante el dolor de los demás
¿Cómo conciliar el derecho a estar informados con la salvaguarda de nuestra propia sensibilidad? O, dicho de otro modo, ¿cómo conjugar la necesidad que sentimos de estar en el mundo sin perder la capacidad de sentirnos implicados, responsables e impelidos a actuar? Algunas de estas preguntas cruzan Ante el dolor de los demás, uno de los últimos trabajos de la escritora y activista estadounidense Susan Sontag, quien regresa al ensayo, uno de los géneros que con mayor éxito ha cultivado, para hacer lo que todo intelectual, hoy más que nunca, está obligado a realizar: inquietar al lector, remover la crema de sus percepciones