En 1359, el descaminado Pedro I el Cruel, rey de Castilla, intenta apoderarse del Can Tunis barcelonés para hecerse con sus riquezas humanas, esto es, los esclavos. El plan es citar de nuevo al genovés Egidio Bocanera, tal como hizo su padre, pero por motivos bien distintos, pues la de Pedro es una expedición inequívocamente pirata. Pero Montjüich se defendió con coraje, hundiendo varios barcos de los genoveses y castellanos a base de artillería, lo que produjo la retirada de sus enemigos.
Antes de continuar, desplacémonos por un momento al puerto de Nantes, en el estuario del Loira, donde encontramos una temprana historia de una mujer pirata; se trata de Jeanne de Belleville, conocida como la Leona de Clisson. Francia e Inglaterra se hallan inmersas en la Guerra de los Cien Años; los reyes ingleses eran súbditos del rey de Francia, y poseían reinos y comarcas en lo que hoy es terreno continental francés. Esta complicada entelequia producía notables conflictos y continuos puntos de fricción, no sólo entre franceses e ingleses, sino entre los propios franceses según pertenecieran a una u otra facción. El marido de Jeanne fue víctima de uno de ellos, traicionado y asesinado en la guerra de Blois y Montfort. Jeanne se exila a Inglaterra, y, al servicio del rey Eduardo, éste le confiará tres navíos, con los que piratea en el golfo de Vizcaya. Capturada por la flota de Felipe de Valois, escapa con sus dos hijos en una chalupa, en la que, antes de alcanzar tierra, muere uno de sus hijos. Jeanne será uno de los pocos piratas que se rehabiliten: después de su aventura, se casa con el hijo del condestable del rey de Francia, pasando el resto de sus días en una tranquila existencia.
Inglaterra tuvo un gran rey, Eduardo III, conquistador de Escocia, que había vencido en Sluys y Crécy, en territorio francés, añadiendo Calais a sus conquistas. Era una época de grandes guerreros, como el también Eduardo, el Príncipe Negro, que ayudó a Pedro el Cruel, al que acabó abandonando, completamente defraudado. Su hijo, Ricardo II, heredará el trono en 1377, con tan sólo diez años, quedando la regencia a cargo de Juan de Gante, duque de Lancáster, en un periodo de gran inestabilidad, por la interminable guerra con Francia, las revueltas campesinas de Wat Tyler, y el movimiento herético de John Wycliff (los bollardos). Castilla se verá implicada en la Guerra de los Cien Años, precisamente por el apoyo prestado a Pedro I por los ingleses; su rival, Enrique de Trastámara, finalmente rey de Castilla, y su hijo, Juan I, pasaron factura al duque de Lancáster aliándose con Francia, y enviando a la flota castellana para aprovechar el momento de debilidad inglés. Esta expedición pirática de la escuadra de Enrique y Juan de Castilla tiene lugar entre 1372 y 1380; el almirante Fernando Sánchez de Tovar derrota a la flota inglesa en La Rochelle, y, luego, asalta sucesivamente ocho puertos ingleses, entre ellos, Folkestone, Plymouth, Portsmouth, la isla de Wight penetrando por el Solent, y Hastings. Por último, dejando a babor el gigantesco estero de las arenas de Goodwin, penetra por el Támesis, asaltando y saqueando también Gravesend, y amenazando la propia city londinense. Este episodio, que recuerda el asalto de Constantinopla por los venecianos en 1204, ha quedado arrinconado en los anaqueles del olvido, puede que por su lejanía en el tiempo.
Pero la suerte no sonreirá siempre a Juan I de Castilla (reinó de 1378 a 1390). A la muerte del rey de Portugal, reclamará para su segunda esposa Beatriz, hija de aquél, el trono luso. Juan de Avis, ocupante del mismo, opone resistencia ayudado por el duque de Lancáster, y todo se decide en la legendaria –para los portugueses– batalla de Aljubarrota, no lejos de Lisboa, donde hoy se levanta un espléndido monasterio para conmemorar el evento. El ejército castellano naufraga en las trincheras portuguesas, y habrá que esperar doscientos años para que Felipe II de España, por vía materna, reclame y consiga la corona de Portugal. No obstante, la estirpe de Juan I lograría al fin la corona más insospechada: a través de Leonor de Aragón, primera esposa de Juan, su hijo, el regente Fernando de Trastámara, emergerá del confuso e imposible compromiso de Caspe como rey de Aragón; y su nieto, Alfonso V, conocido como el Magnánimo, será el encargado de revitalizar la potencia naval aragonesa a través del ataque pirático y en corso a sus más directos rivales, Francia y Génova. Con él entramos en el siglo XV, un siglo de transición a cuyo final se llegaría al evento que cambiaría el mundo, y, cómo no, también la piratería.
Declarada la guerra pirática en el Mediterráneo, todos los actores en juego, aragoneses, franceses, genoveses, pisanos, venecianos, bizantinos y musulmanes irrumpirán en todos los frentes mudando las alianzas según cada necesidad particular. Génova había visto con agrado el predominio de Aragón en Cerdeña, pues anulaba el de su rival más feroz, la vecina Pisa. Pero cuando Aragón ocupó la isla, Génova no dudó en lanzar sus barcos contra los aragoneses; éstos respondieron aliándose con los venecianos, a lo que los genoveses replicaron firmando un tratado con Castilla (1356), y azuzando el corso norteafricano para que depredara los barcos catalanes y mallorquines. De resultas de todo este embarullado entramado mediterráneo, un barco mercante que navegara del estrecho de Gibraltar al canal de Sicilia, o viceversa, podía ser atacado por cualquiera y de cualquier nacionalidad sin previo aviso, en cualquier momento, e izara el pabellón que izase.
Los monarcas y sultanes de las riberas mediterráneas, lejos de erradicar este estado de cosas, lo estimularon y alentaron aún más; uno de los más destacados promotores del corso y la piratería catalana, valenciana y balear fue precisamente Alfonso V el Magnánimo, lo que produciría, para ciudades como Barcelona, Valencia y Palma de Mallorca, una inusitada riqueza y prosperidad. Las víctimas eran los barcos de Marsella, Pisa y Génova, que, con ricos cargamentos en sus bodegas, trataban de atravesar indemnes las aguas del Mediterráneo occidental. A este lucrativo negocio, los catalanes y aragoneses atrajeron a los marinos castellanos, tanto andaluces como gallegos y cántabros, que se estrenaron así en la depredación marítima.
Alfonso V no sólo promovió la piratería, sino que también la practicó él mismo, pues tenía una flota particular armada con las peligrosísimas bombardas, cañones cortos de gran calibre antecedentes de las famosas carronadas nelsonianas, tipo éste de artillería con la que no contaba ningún barco de entonces. La trascendencia de este hecho es notable: con el rey-pirata, probablemente rey-pirata por excelencia, el concepto de corso carecía de sentido, pues él mismo era la garantía de patente. Se permitía atacar y saquear los barcos que consideraba enemigos, y, sin línea divisoria alguna, también reprimía la piratería ajena, pues, para él, todo eran enemigos, y, en este caso, competencia. Llegado a este punto, no puede extrañar que atacara a sus propios súbditos, en un aquelarre pirático que le llevaba a usar la piratería como instrumento de dominación, atacando incluso poblaciones ¡de su propio reino! Ciertamente, lo de Alfonso no tenía igual. Aún más sorprendente, el consentir y consentirse a sí mismo todo tipo de inescrupulosas liberalidades piráticas, no le impidió redactar un código de comportamiento en los mares, algo parecido al vigente Código de Circulación para vehículos, pero aplicado a los barcos, llamado el Llibre del Consolat de Mar, que mostraba a los embajadores extranjeros cuando venían a pedirle medidas contra la piratería.
Numerosos fueron los protagonistas de esta “época dorada” de la piratería catalana. Uno de los más famosos, Romeu de Corbera, auténtica mano derecha del rey Alfonso. Corbera era un templario clandestino; la Orden del Temple había sido abolida en 1312 por el papa Clemente V, después de un terrible proceso en Francia que mandó a muchos de ellos a la hoguera. Otros de estos monjes guerreros tuvieron que buscar refugio en diferentes órdenes, como la catalana de Montesa. Corbera ingresó en la corte de Aragón de la mano del rey Martín el Humano, se consolidó con Fernando de Trastámara (o de Antequera), rey de Aragón, y le llegó a Alfonso como gran experto y estratega de la mar, para tomar el testigo dejado en su día por Roger de Lauria. Justo lo que necesitaba el rey, que lo convirtió en un verdadero azote contra Francia y Génova.