Así termina la carrera exhaustiva, del diestro y feroz almirante Roger de Lauria, que, retirado a sus dominios valencianos, fallecería cinco años después (1305). Se trató, sin duda, del primer almirante de su época, el mejor de su tiempo, y uno de los más notables y olvidados de la historia naval. Sin duda que era un hombre de su tiempo, y también el más notable pirata del Mediterráneo del siglo XIII, en un período en que política y piratería eran acción e instrumento, tanto más en una monarquía de amplio horizonte marítimo como fue la Corona de Aragón, que necesitaba recurrir periódicamente a la piratería para dotar de medios a su escuadra, y poder pagar a los mercenarios almogávares. Los escasos escrúpulos que pudiera imponer la época a estos métodos quedaron descartados al ser el reino declarado pirata, como su rey, que fue excomulgado por un papa tendencioso y muy lejos de su papel de referencia moral de la cristiandad. En otras palabras, si el papa había utilizado la excomunión como arma contra sus enemigos en el campo de batalla ¿quién tenía autoridad moral para decir que la piratería fuera algo ilícito?
Vivió Roger, pues, en una época difícil, plagada de conflictos y con nulas o escasas referencias morales o éticas, por lo que el juicio a su papel de pirata se hace complejo, y sólo cabe criticar abiertamente su comportamiento cruel y vengativo contra prisioneros desarmados. De su valor, destreza y pericia no puede haber duda, así como de su fidelidad a la causa de la Corona de Aragón. Personaje sin duda interesante, y cuya memoria ha mantenido la Armada española, que, hasta muy recientemente, ha bautizado potentes buques de guerra con su nombre. Marcó, con su impronta característica, una fase de la historia de la piratería en que ésta y la guerra naval prácticamente no se diferenciaban, lo que nos ayudará a comprender mucho más los acontecimientos posteriores.
La piratería como arma política: Evolución de la piratería mediterránea y atlántica. El renacimiento: Colón ¿pirata?
Hemos visto cómo repúblicas comerciales –Venecia–, almirantes –Roger de Lauria– e incluso reinos enteros –Aragón– podían convertirse en piratas de la Antigüedad. Castilla no les iría a la zaga, abriéndose finalmente a los horizontes marítimos, y no precisamente en la época de los Reyes Católicos, como se suele creer, sino mucho antes, con un rey que comenzó a serlo de niño, Alfonso XI, al inicio de cuyo reinado la situación del reino era la siguiente:
“Todos los ricos-omes et los caballeros vivían de robos et de tomas que facían en la tierra, et los tutores consentíanselo por los aver cada uno de ellos en su ayuda. Et en ninguna parte del regno non se facía justicia con derecho; et llegaron la tierra a tal estado, que non osaban andar los omes por los caminos sinon armados et muchos en una compaña (…) et los logares que eran cercados manteníanse los más dellos de los robos et furtos que facían”.
En esta situación, cabe suponer razonablemente que aquel monarca de quince años tuviera una idea muy clara acerca de los ladrones y saqueadores; lo que había que hacer con ellos lo puso de manifiesto muy pronto, al tomar el castillo de Valdenebro, refugio de hidalgos bandidos asaltadores de caminos, a los que hizo ejecutar al completo. Alfonso fue un rey de carácter y sin escrúpulos, no se habría llevado mal con Roger de Lauria. Durante su reinado se enfrentó a Portugal (el rey portugués era su suegro), con Navarra, y con todo bicho viviente, pero mantuvo una tácita solidaridad con Aragón para combatir el peligro común, es decir, el islámico, que iba llegando de África con las sucesivas invasiones magrebíes. Castilla tenía ya salida a la mar a través de Santander y Sevilla; pronto adquiriría una tercera puerta al Mediterráneo, Cartagena, lo que le permitiría mantener diferentes escuadras en pie de guerra. A partir de entonces, Aragón se vería obligada a tener presente este hecho, optando por una política de conciliación con su vecina para mantener un firme dominio del estrecho.
Aun así, los comienzos fueron difíciles. El primer pacto entre Castilla y Aragón se verifica en 1339, por Alfonso XI y Pedro IV respectivamente, remitiendo al estrecho doce galeras al mando de Gilabert de Cruilles para evitar el paso de la horda de benimerines al mando del príncipe Abdelmalic, con la pretensión de instalar en Granada una nueva dinastía merinida marroquí. La flota castellana del prior Alfonso Ortiz Calderón es deshecha por una tempestad, Cruilles pierde la vida en el desembarco, y el sustituto, Jofre Tenorio, es derrotado en Gibraltar. Alfonso XI se ve obligado a pedir socorro al dux de Génova, Simón de Bocanera, que remite quince galeras comandadas por su hermano Egidio, y toma personalmente el mando de la tropa para frenar la invasión. La batalla se da el 30 de octubre, no lejos del río Salado; la hueste de Alfonso, aliado con los portugueses, embiste al contingente marroquí, que es, a la vez, acometido de revés por la guarnición de Tarifa. Los benimerines son completamente derrotados, y se logra un fabuloso botín. Explotando al máximo su victoria, Alfonso conquistará Algeciras en 1344, pero, tan sólo seis años después, fallecerá de peste en campaña. El ascenso al trono de Pedro I, llamado El Cruel, desencadenará en Castilla una terrible guerra civil con el bastardo Enrique de Trastámara, que acabará venciendo más por los excesos y errores de Pedro que por méritos propios.
Por su parte, el Reino de Aragón había firmado, en 1302, la paz de Caltabellota, que significó el fin de la guerra por conquistar Sicilia. El temible ejército pirata mercenario de los almogávares quedaba sin trabajo; aunque pronto les saldría un nuevo encargo. Reclamados por el basileus de Constantinopla, Andrónico II Paleólogo, se forma un nutrido grupo de aventureros conocidos con el nombre de La Compañía, bajo el mando de un halconero de Federico II Hohenstauffen, llamado Roger de Flor, y Berenguer de Entenza. En 1303, ya estaban en el Cuerno de Oro los 6.500 almogávares embarcados en Mesina para iniciar una serie ininterrumpida de victorias, que llevaron a los propios bizantinos a traicionar y asesinar a Roger, lo que provocó la ira de los temibles almogávares en el episodio conocido como la venganza catalana. Con el duque de Atenas como jefe, los almogávares finalmente fundarían un país en suelo griego, al que llamaron Neopatria, al sur de Tesalia, y que mantendrían durante setenta años.
La paz no significó el fin de la piratería aragonesa en el Mediterráneo occidental; durante la primera mitad del siglo XIV arrecia la ofensiva pirática, a pesar de los esfuerzos de los reyes Jaime II y Pedro III y sus diplomáticos para aplacar la indignación de los tunecinos. Sin guerras que librar, los catalanes, valencianos y mallorquines, con sus saetas y leños, se convirtieron en el azote de Tremecén y Túnez, la tierra que, a la vuelta de los siglos, acabaría siendo Berbería. Son asaltados Xaual, Bujía, Sfax (en Túnez), y, ya en el colmo de la osadía, el mismo puerto de La Goleta, el legendario puerto de Cartago. ¿Cómo era posible que los piratas aragoneses llegaran tan lejos? Inevitablemente, tenía que haber una base en el canal de Sicilia desde la que se desplegaran sus naves. La consiguiente investigación concluyó que era en la perdida isla de Djerba donde se guarecían los catalanes. Y ¿quién estaba al mando de esta guarida? Pues ni más ni menos que el hijo de Roger de Lauria. En 1310, Aragón envía al futuro cronista Ramón Muntaner para expugnar dicha isla, pero no lo consiguió; todo lo más, los piratas escapaban, esperando a que se retiraran sus perseguidores para regresar al refugio. Los nombres de los piratas de esta época son Pere Ribalta, Jaume Castelló, Guerau de Canyelles, Ferrán Assolit, Jaume de Tortosa, e incluso un noble, el vizconde de Castellnou.
Se sospecha que al final hubo un pacto entre los piratas y los monarcas de Aragón y Túnez, pues, de 1336 en adelante, cesan los ataques contra este sultanato, y arrecian en Argel y Marruecos, lo que a los reyes de Aragón les parecía una forma excelente de debilitar a este último reino para evitar nuevas invasiones de la Península a través del estrecho. El acuerdo con Túnez revitalizó el Can Tunis barcelonés, que se recicló para el detestable comercio de esclavos; el rey Pedro el Ceremonioso fomentó el liderazgo catalán en el comercio de esclavos, convirtiendo la ladera del Montjüich en centro europeo de la distribución