Voces íntimas. Reina Roffé. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Reina Roffé
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9788418322501
Скачать книгу
se le ocurre una combinación así?, no tiene nada que ver. Y si uno quiere que en un restaurante le sirvan otra cosa, es muy difícil, son de menú fijo. En cambio, en Buenos Aires, uno puede pedir lo que quiera. Yo pido tortilla a la española y la preparan especialmente y en el momento. En fin, no hay por qué consultar la carta, le preparan lo que uno pide. Qué raro, uno piensa que Estados Unidos es un país organizado, pero los restaurantes no. Cuando yo le cuento a los norteamericanos que en Buenos Aires o en Montevideo no es necesario ir a un restaurante italiano para comer pastas, se asombran. ¿Se fijó que ahora Buenos Aires está lleno de restaurantes chinos? Son muy buenos. Hay uno enfrente de mi casa, en la calle Maipú, entre Charcas y Paraguay. Cantina china, se llama. Japoneses, existen varios. Hay uno excelente en la calle Independencia. Pero en Buenos Aires prefieren la comida china. En los chinos sirven diez, quince platos distintos, un poquito de cada cosa. Son una antología de sabores.

      A propósito, ¿cuál es su plato preferido?

      Hoy estoy a favor del pastel de carne.

      Volviendo a Capdevila, él decía que el idioma se estaba deformando en la Argentina. ¿No le gustaba el uso del «vos»?

      Es posible que el uso del «vos» desaparezca. En la República Oriental, yo tengo muchos parientes, más que en Buenos Aires, que ya casi no tengo ninguno, a excepción de una hermana. En Montevideo, tengo a los Lafinur, a los Haedo y a otros. En Montevideo, como le decía, se usan formas del verbo que corresponden al «vos», pero se dice «tú». De modo que la gente, dice: «Mirá tú, vení tú». Usar el «vos» es hablar en malevo. Ellos no dicen «lunfardo», dicen «hablar en malevo».

      ¿El lunfardo es una jerigonza carcelaria?

      Se supone que sí. ¿Yo le conté sobre Roberto Arlt? Roberto Arlt, Olivari, González Tuñón, gente del centro, digamos, conocían bien el lunfardo. Aunque Roberto Arlt, que era fácilmente iracundo, dijo: «Bueno, yo me he criado en Ciudadela, entre gente pobre, entre malevos y no he tenido tiempo de estudiar esas cosas», dando a entender que el lunfardo era una invención exclusivamente porteña.

      Evaristo Carriego sí que apreciaba el lunfardo, ¿verdad?

      Escribió algunas composiciones en lunfardo publicadas en una revista policial que se llamaba L.C., lo cual quiere decir ladrón conocido. Carriego era un muchacho de familia distinguida entrerriana, que se volvió pobre. La casita de él era muy modesta, la casita donde escribió El alma del suburbio estaba en Honduras y Coronel Díaz. Esos fueron los barrios de Muraña, de Jorge Chileno, de Paredes y de otro tipo de gente como Alfredo Palacios y mi primo Lafinur.

      ¿Conoció a Alfredo Palacios?

      Sí, venía todos los domingos a comer a mi casa.

      ¿Güiraldes también iba a su casa?

      Bueno, eso fue mucho después. Lo que le digo de Alfredo Palacios corresponde a 1910; a Güiraldes lo conocí en 1925, quince años después.

      ¿Le gusta el tango?

      Prefiero la milonga antigua y algunos tangos viejos como «El choclo», «El entrerriano», «Don Juan», «La Unión Cívica». Carlos Gardel era conservador. La mayoría de los cuchilleros que yo conocí eran conservadores. Por lo general, habían sido guardaespaldas de los caudillos conservadores.

      ¿Ricardo Güiraldes era buen guitarrista?

      Sí.

      ¿Y Macedonio Fernández?

      Macedonio creía saber tocar la guitarra; tenía el hábito de la guitarra, como tenía el hábito del mate y del cigarrillo. Pero yo nunca lo oí tocar nada. Se hizo retratar con una guitarra.

      Macedonio tenía una tertulia. ¿Usted la frecuentaba?

      La tertulia era los sábados en la esquina de Jujuy y Rivadavia.

      En la cafetería La Perla del Once. Yo viví un tiempo en esa zona de Buenos Aires. Ahora la calle Jujuy es una avenida.

      Es ancha, sí, claro... Cuando mi madre era chica, la edificación concluía en Jujuy o en Pueyrredón. Después había quintas, hornos de ladrillo, la laguna Guadalupe, donde ahora está la Iglesia de Guadalupe. Pero cuando yo era chico la edificación concluía en lo que hoy es la Juan B. Justo, y lo que antes era el famoso Arroyo Maldonado. ¿De qué estábamos hablando?

      De Macedonio.

      Ah, sí... en la tertulia de Macedonio nos reuníamos Santiago Dabove, César Dabove, Carlos Pérez Ruiz, un amigo mío que se llamaba Guillermo Juan, Manuel Peyrou, Enrique Fernández Latour...

      Dicen que Macedonio tenía un gran sentido del humor.

      Cierto. Decía, por ejemplo: «Los gauchos son una diversión que tienen las estancias para los caballos». Además, le gustaba hacer bromas. Una vez le preguntaron qué pensaba de Góngora, contestó: «Yo no duermo de ese lado, Quevedo y Mark Twain me mantienen despierto». Mejor, más redondo, hubiera quedado: «¿Qué le parece Góngora? No duermo de ese lado». Y punto, para qué agregar otros nombres.

      ¿Y usted, Borges, de qué lado duerme con respecto a la literatura española?

      Diría que del lado de Cervantes y Quevedo. Le cuento algo: conocí a Gerardo Diego en 1920. Él hablaba de Góngora y yo de Quevedo. Lo volví a ver muchos años después y seguía hablando de Góngora. Bueno, no teníamos por qué cambiar de tema, así que retomamos la misma conversación. Me acuerdo de que coincidimos en una reunión y él me mandó de obsequio un verso de Quevedo sobre el Duque de Osuna. Me lo envió como si fuese un dulce, un bombón. El último verso es este: «Murió en prisión, muerto estuvo preso». Pensándolo bien, imposible que sea un verso más chato, ¿no? Porque una persona que muere está libre de todo. La idea de que el muerto está preso es una idea rarísima. Se supone que si está muerto...

      ¿Macedonio Fernández le temía a la muerte?

      Sí, pero al mismo tiempo decía que era insignificante.

      ¿Fue a raíz de la revista Proa que usted conoció a Güiraldes?

      Esa revista la fundó Brandán Caraffa que, para fundarla, se valió de un truco. El truco fue este: yo había vuelto de Europa, ya había escrito algo; Brandán me dijo: «Quiero fundar una revista que represente a la nueva generación literaria. Ya nos hemos reunido con Güiraldes, Rojas Paz y pensamos que la revista sería imperfecta si usted no fuera uno de los directores». Entonces, yo me sentí muy halagado. Qué bien, me dije, han pensado en mí y yo no soy nadie. Luego, Brandán Caraffa y yo nos encontramos con Güiraldes en un hotel de la calle San Martín y Córdoba. Ahí, Güiraldes, mientras esperábamos a Rojas Paz, comentó: «Ustedes son más jóvenes y yo un hombre mayor, me sentí muy halagado cuando Caraffa me dijo que pensaron en mí para fundar la revista, porque una revista de jóvenes no podía prescindir de mí». Llegó Rojas Paz, y yo le dije: «Brandán le habrá contado que nos reunimos Güiraldes, él y yo y resolvimos que una revista de jóvenes no podía prescindir de usted». Lo miré a Brandán y se rio. Cada uno de nosotros puso cincuenta pesos, a mí me los dio mi padre. Reunimos doscientos pesos y con ese dinero sacamos el primer número de Proa, de trescientos ejemplares. La revista tenía ciento veinte páginas en papel pluma. Doscientos pesos, aún entonces tenía que haber costado más de esa cantidad. ¿Qué hace ahora con doscientos pesos en Buenos Aires?

      ¿Usted también escribió en el periódico literario Martín Fierro?

      Sí, pero muy poco. Habré colaborado un par de veces. Yo no pertenecía a ese grupo. Era una revista de Evar Méndez, Oliverio Girondo, Jacobo Fijman...

      ¿También estuvo vinculado a la revista mural Prisma?

      A esa, sí. La concebimos mural por razones económicas, no teníamos dinero. Yo me fijé en los avisos que había en las paredes de las calles y pensé: «¿Cuánto puede costar una hoja impresa de este modo?». Fuimos a una imprenta en la calle Balcarce, cerca de Plaza de Mayo, y nos dijeron que quinientas páginas salían unos noventa pesos. Así que reunimos el dinero necesario y la sacamos.

      Duró poco, nada más que dos números.