—El delantal. La protagonista trabajaba en un palacio, ¿sabes? Y llevaba uno de esos ridículos trapitos de muselina. ¡Tan discretos! Por cierto, ¿tiene sirvienta esa gente de La Hacienda? ¿No? Bueno, no me sorprende. Mataron de hambre a la anterior, ¿lo sabías? Le daban…
—¡Por favor, tía Lin!
—Te lo aseguro. Para desayunar le daban las raspas del asado del día anterior. Y cuando había pudin de leche…
Robert no quiso escuchar la historia del pudin. A pesar de la deliciosa cena, se sintió repentinamente cansado y deprimido. Si ni siquiera la dulce y algo ingenua tía Lin era capaz de ver el daño que hacía al repetir esas absurdas historias, ¿qué llegarían a decir en Milford si tuvieran motivos reales para montar un escándalo?
—Y hablando de sirvientas… Oh, se ha terminado el azúcar moreno, querido, así que tendrás que tomar terrones por esta noche… Hablando de asistentas, la chiquilla de los Carley se ha metido en problemas.
—¿Quieres decir que alguien la ha metido en problemas?
—Así es. Arthur Wallis, el friegaplatos del White Hart.
—¿Quién? ¡Wallis, otra vez!
—Sí, la cosa ya pasa de castaño oscuro, ¿no te parece? No entiendo por qué ese hombre no se casa. Le saldría mucho más barato.
Pero Robert ya no escuchaba. De nuevo se encontró mentalmente en el salón de La Hacienda donde, sintiéndose completamente impotente, era objeto de burla de su propia intolerancia legal hacia la injusta divulgación de chismes absurdos. De nuevo en aquella destartalada habitación, rodeado de muebles sin encerar, de sillas invadidas por montones de cosas que nadie se preocupaba de ordenar…
Y donde, ahora que lo pensaba, nadie lo perseguía, cenicero en mano, para que apagase su cigarro.
5
Había transcurrido más de una semana cuando el señor Heseltine asomó su pequeña y encanecida cabeza por la puerta del despacho de Robert para decirle que el inspector Hallam estaba en la sala de espera y quería hablar con él un momento.
La habitación del otro lado del pasillo, en la que el señor Heseltine tiranizaba a los administrativos, era conocida como «la oficina». Aunque, tanto el cuarto que ocupaba Robert como el más pequeño al fondo del pasillo, utilizado por Nevil Bennet, eran igualmente —a pesar de sus alfombras y sus escritorios de caoba— oficinas al uso. Había una sala de espera oficial detrás de «la oficina», una pequeña estancia que debería haber ocupado el joven Bennet pero que, puesto que nunca había sido muy popular entre los clientes de Blair, Hayward y Bennet, se había decidido destinar a un fin más práctico. Por lo general, los clientes se colaban directamente en el despacho para anunciar su presencia y se dedicaban al comadreo hasta que Robert estaba libre para atenderlos. La pequeña «sala de espera» era, desde hacía tiempo, el feudo de la señorita Tuff. Allí solía transcribir las cartas de Robert, lejos de las distracciones de las visitas y del habitual fisgoneo de los recaderos.
En cuanto el señor Heseltine fue a buscar al inspector, Robert se dio cuenta, algo sorprendido, de que estaba inquieto como no lo había estado desde que, siendo un muchacho, llegaba el momento de acercarse al tablón de anuncios para ver las calificaciones de los exámenes. ¿Era su vida tan plácida que el contratiempo de unos extraños lo turbaba de ese modo? ¿O se debía a que, después de haber estado pensando en las Sharpe durante toda la semana, estas ya habían dejado de ser unas desconocidas para él?
Se preparó, pues, para lo que Hallam fuera a decirle y fue a encontrarse con él. Sin embargo, lo que Hallam expuso con sus habituales frases, siempre tan medidas y cuidadosamente formuladas, fue que Scotland Yard había dado a entender que no iba a tomar ninguna medida con las pruebas presentadas hasta el momento. Blair reparó en la expresión «pruebas presentadas» y calibró su verdadero significado. No abandonaban el caso. ¿Es que lo hacía Scotland Yard alguna vez? Sencillamente se limitarían a esperar sentados, a aguardar su momento.
Sin embargo, la mera idea de que Scotland Yard adoptara dicha actitud no era algo particularmente tranquilizador en las actuales circunstancias.
—Entiendo que carecen de pruebas contrastables, de testigos que puedan corroborarlas —dijo.
—No han podido encontrar al camionero que la recogió —respondió Hallam.
—Algo así no los pillaría de sorpresa.
—No —reconoció Hallam—. Ningún camionero va a arriesgar su pellejo confesando que recogió a alguien en la carretera a horas intempestivas. Especialmente a una chiquilla. Los patrones en el sector del transporte son muy estrictos con ese tipo de cosas. Y si se trata de una joven que se ha metido en problemas y es la policía quien hace las preguntas, ningún hombre en su sano juicio estaría dispuesto a reconocer ni tan siquiera haberla visto.
Cogió un cigarrillo que Blair le ofrecía y continuó:
—Necesitaban a ese camionero —dijo Hallam—. O algo semejante.
—Sí —dijo Blair, pensativo—. ¿Qué piensas de ella?
—¿La muchacha? No lo sé. Una buena chica. Me ha parecido sincera. Podría haber sido una de las mías.
Eso, pensó Blair entonces, era un buen ejemplo de lo que les esperaba si el caso seguía adelante. Para todo hombre de buen corazón, la chiquilla en el estrado de los testigos sería como la propia hija de cualquiera. No porque fuera una niña abandonada, sino precisamente porque no lo era. El decente uniforme escolar, su pelo castaño claro, su joven cara de rasgos aún por definir, con esos atractivos hoyuelos bajo los pómulos y esa mirada cándida. Sin duda era la víctima soñada por cualquier fiscal.
—Como cualquier otra chica de su edad —añadió Hallam, considerando el asunto—. No tengo nada en contra suya.
—De modo que tú no juzgas a la gente por el color de sus ojos —dijo Robert distraídamente, pensando aún en la muchacha.
—¡Oh! ¡Y tanto que sí! —respondió Hallam, pillándolo por sorpresa—. Créeme, hay especialmente un tono azul bebé que para mí siempre es sinónimo de culpabilidad en un hombre. Antes incluso de que haya abierto la boca. Mentirosos casi con plena seguridad, todos ellos. —Hizo una pausa para darle una larga chupada a su cigarrillo—. Y lo mismo ocurre en caso de asesinato, ahora que lo pienso. Aunque no me he topado con demasiados asesinos a lo largo de mi carrera.
—Me sorprendes —dijo Robert—. En el futuro daré más importancia a los ojos de color azul bebé.
Hallam hizo una mueca parecida a una sonrisa.
—Mientras tengas la cartera controlada no habrá problemas. Todas las mentiras de los de ojos azul bebé son por dinero. Solo matan si llegan a verse demasiado enredados en sus propios embustes. El rasgo distintivo de los asesinos no es el color de ojos sino su disposición en el rostro.
—¿Su disposición?
—Así es. Están colocados de un modo especial. Los dos ojos, quiero decir. Al mirarlos, uno tiene la sensación de que pertenecen a caras diferentes.
—Pensé que no habías conocido a muchos.
—No, pero he leído historiales y examinado muchas fotografías. Siempre me ha sorprendido que la cuestión no se mencione en ningún libro especializado. Esa particularidad fisonómica, quiero decir.
—De modo que es una teoría tuya.
—Resultado de la observación, así es. Deberías intentarlo alguna vez. Es fascinante. Yo me encuentro casos allí donde miro.
—¿Por las calles, quieres decir?
—No, aún no he llegado a tanto. Pero sí me fijo en cada nuevo caso de asesinato que nos entra. Espero las fotografías, y cuando las veo me digo: «¡Ahí está! ¡Justo como había pensado!».
—¿Y