Marion los había acompañado hasta la entrada, dejando a Blair a solas en el salón. Cuando regresó sostenía una bandeja con una botella de jerez y dos copitas.
—No espero que se quede a cenar —dijo mientras dejaba la bandeja sobre la mesilla y llenaba las copas—, en parte porque nuestras «cenas» son simples y frugales; algo a lo que no creo que esté usted acostumbrado. ¿Sabía usted que las comidas de su tía son famosas en Milford? Incluso yo he oído hablar de ellas. Por otro lado, bueno, como bien dijo mi madre, imagino que Broadmoor está muy lejos de su línea de trabajo, si no me equivoco.
—En cuanto a eso —dijo Robert—, ¿se da usted cuenta de que esa joven tiene una enorme ventaja sobre ustedes? En lo que se refiere a las pruebas, quiero decir. Es libre de describir cualquier objeto que le plazca como parte de su casa. Si por casualidad está, será una prueba a favor de ella. Si no aparece, tampoco será una prueba a favor de ustedes; pues se inferirá que se han deshecho de él. Si las maletas, por ejemplo, no hubieran estado, ella podría haber argumentado que usted las ha tirado, ya que —siempre según su versión— las había visto en el ático y podían ser descritas.
—Pero el hecho es que ha podido describirlas, sin haberlas visto nunca.
—Ha descrito dos maletas. Si sus cuatro maletas fueran parte de un mismo juego tan solo habría tenido una posibilidad, quizá entre cinco, de acertar. Sin embargo tiene usted una de cada clase y de las más comunes, lo que ha hecho que jugase con ventaja.
Cogió la copa de jerez que ella había dejado a su lado, tomó un trago y se sorprendió al encontrarlo delicioso.
Ella le sonrió y dijo:
—Nos vemos obligadas a ahorrar, pero no escatimamos con el vino.
Y él se ruborizó ligeramente, preguntándose si su sorpresa había sido tan obvia.
—Y también está la rueda del coche. ¿Cómo ha podido saberlo? Toda esta situación me resulta extraordinaria. ¿Cómo nos conocía a mi madre y a mí o cómo ha podido saber cómo es nuestra casa? Las puertas nunca están abiertas. Incluso en el caso de que hubiera podido entrar… Aun así, sigo sin comprender qué estaría haciendo ella a solas en esta apartada carretera… Aunque hubiera conseguido abrirlas y entrar a la casa, ¿qué podía saber de mi madre y de mí? ¡Nada!
—¿No es posible que conociera a alguna de las sirvientas? ¿O al jardinero?
—Nunca hemos tenido jardinero. Aquí solo crece la hierba. Y hace más de un año que no tenemos asistenta. Ahora suele venir a limpiar una vez a la semana una chica de la granja.
—Es una casa muy grande para que una sola persona se haga cargo de ella —dijo Robert, empáticamente.
—Cierto, aunque hay dos cosas que ayudan. No soy de esas mujeres que se enorgullecen de su casa. Además, me sigue pareciendo tan maravilloso tener de nuevo un hogar que las desventajas quedan en un segundo plano. El viejo señor Crowle era primo de mi padre, aunque no sabíamos de su existencia hasta que murió. Mi madre y yo siempre hemos vivido en una pensión en Kensington —dijo. Y esbozando una seca sonrisa, continuó—: Se puede imaginar la popularidad de mi madre entre el resto de inquilinos. —La sonrisa se había esfumado de su cara—. Mi padre murió cuando yo era muy pequeña. Era uno de esos optimistas que viven con la esperanza de que van a hacerse ricos al día siguiente. Cuando descubrió que sus especulaciones no le habían dejado dinero suficiente ni para comprar una barra de pan, se suicidó y dejó a mi madre sola a cargo de todo.
Robert pensó que aquello explicaba, en cierto modo, el carácter de la señora Sharpe.
—Nunca pude prepararme para ejercer una profesión y a lo largo de mi vida he pasado por todo tipo de trabajos. No domésticos, claro está —aborrezco las tareas domésticas—, pero sí de ayudante en ese tipo de negocios femeninos que tanto abundan en Kensington. Tiendas de lámparas, flores, baratijas. He trabajado hasta de informadora turística. Cuando murió el anciano señor Crowle yo estaba empleada en un salón de té. Uno de esos lugares donde las chismosas se reúnen cada mañana, desde bien temprano. Lo sé, es algo difícil…
—¿A qué se refiere?
—Imaginarme entre tazas de té.
Robert, que no estaba acostumbrado a que le leyeran el pensamiento —a la tía Lin le resultaba complicado incluso seguir el curso de sus propios pensamientos—, se sintió algo desconcertado. Pero ella no se refería a él en ese momento.
—Empezábamos a acostumbrarnos a este lugar, a sentirnos en casa, seguras. ¡Y ahora esto!
Por primera vez desde que le había pedido ayuda, Robert percibió entre ellos cierta camaradería.
—Y todo a causa del desliz de una chiquilla que necesitaba una coartada para cubrir sus desmanes —dijo él—. Debemos averiguar todo lo que podamos sobre Betty Kane.
—Una cosa sí le puedo decir. Esa chiquilla es una lujuriosa.
—¿Es eso simple intuición femenina?
—No. No soy muy femenina que digamos y carezco de intuición. Pero nunca he conocido a nadie con ese color de ojos que no lo fuera. Ese azul oscuro casi opaco, como un azul marino desvaído. Nunca falla.
Robert le sonrió con indulgencia. Después de todo, era una mujer muy femenina.
—Y no vaya usted a sentirse superior solo porque esta certeza mía no sea fruto de una lógica más propia de leguleyos —añadió—. No tiene usted más que observar con cierto detenimiento a sus propios amigos y lo comprobará.
Antes de poder evitarlo pensó en Gerald Blunt y en el escándalo de Milford. Cierto, Gerald tenía los ojos azul pizarra. Y también Arthur Wallis, el friegaplatos del White Hart, que pagaba semanalmente nada menos que tres pensiones alimenticias. Y también… ¡Dichosa mujer! ¡No tenía ningún derecho a hacer una ridícula generalización como esa y además estar en lo cierto!
—Resulta fascinante especular con lo que habrá estado haciendo durante todo un mes —dijo Marion—. Me complace pensar que alguien le zurró lo suficiente como para dejarle el cuerpo lleno de moratones. Al menos hay una persona en este mundo que ha llegado a tomarle la medida. Espero conocerlo algún día y estrecharle la mano.
—¿Conocerlo?
—Con esos ojos, estoy segura de que se trata de un hombre.
—Bueno —dijo Robert, mientras se disponía a marcharse—, dudo que Grant tenga aún caso suficiente como para llevarlo ante un tribunal. Sería la palabra de ella contra la de usted, sin nada concreto que respalde la versión de ninguna de las partes. Contra usted estaría su declaración jurada: tan detallada como circunstancial. Contra ella, lo inherentemente improbable de su historia. No creo que consiguiera un veredicto.
—Pero aún en ese caso el asunto no desaparecerá, llegue o no al juzgado. Y no me refiero solamente a los archivos de Scotland Yard. Tarde o temprano, algo así trascenderá y la gente empezará a chismorrear. No estaremos tranquilas hasta que todo quede completamente aclarado.
—Oh, todo se solucionará si está de mi mano. Sin embargo, creo que lo mejor será esperar un día o dos para ver qué decide Scotland Yard. Poseen más y mejores recursos que nadie para llegar a la verdad. Desde luego, muchos más que los que nosotros tendremos nunca.
—Viniendo de un abogado, lo que acaba de decir es todo un tributo a la honestidad de la policía.
—Créame, quizá la verdad sea una virtud, pero en el caso de Scotland Yard hace tiempo que se ha convertido en un activo comercial más. No quedarán satisfechos con otra cosa que no sea la verdad.
—Si finalmente fuéramos a juicio —dijo ella, mientras lo acompañaba hasta la puerta—, y obtuviéramos un veredicto, ¿qué consecuencias tendría eso para nosotras?