—¿Ves cómo eres un quisquilloso? Tío, –se pone sentimental– sabes bien que... –la conversación se termina porque Atalanta entra por la puerta con la sonrisa más dulce pintada. Y es que son comprensibles los sentimientos de Víctor hacia ella, pues la chica tiene algo especial.
—¡Ata! –Víctor se apresuró hacia la entrada y ésta lo recibió con los brazos abiertos, ambos se abrazaron durante unos cuantos segundos.
—Cómo me alegro de estar aquí –dice ella con los ojos acuosos.
—¡Ya era hora!, ¿tus padres han llegado?
—¡Qué va! Están esperando unos papeles para el traslado de mi madre a la Embajada, pero ya les dije que me venía antes sí o sí.
—¿Y tu padre?
—Se ha esperado con ella –sonríe–. Total, él trabaja desde casa.
—Ese es mi trabajo ideal... Bueno, si se me diera bien escribir, claro.
—No hay nada como ganar dinero en pijama –se ríen. Ata mira a Alberto.
—¡Alberto! –se le acerca y éste se levanta para recibir su afectivo abrazo–. Cuánta barba –le toca la cara.
—Junto a los pelos de loco que tiene, ya parece un auténtico conspiranoico –Víctor se ríe, pero a Alberto no le hace mucha gracia.
—A mí me parece que le queda muy bien –Atalanta lo mira con sincera aprobación, Alberto se sonroja–. Bueno, ¿cuál es el plan?
—¿Dónde están tus cosas?
—Solo he traído esto, –señala una maleta pequeña que sigue en la puerta– esperaré a que vengan mis padres con el resto de cosas.
—¿Y el piso?
—Si me acogéis estos tres días antes de que vengan, bien, si no me busco un hotel, es lo que me dijo mi madre que hiciera, tiene que estar ella para las llaves y demás.
—¡Claro, aquí puedes quedarte sin problema!, –mira a Alberto buscando su aprobación– ¿verdad?
—¿Hoy qué es?, –pregunta Alberto– día de la semana, me refiero.
—Jajaja, es jueves, tío.
—Vesta no vuelve hasta la semana que viene, no sabemos día, así que te puedes quedar aquí, aunque mejor que no uses su habitación, es bastante..., ¿cómo era? –mira a Víctor y hace una pausa esperando a éste.
—¡Quisquillosa!, pero no pasa nada, –prosigue Víctor muy contento– te hago hueco en mi cuarto, es bastante grande.
—Bueno, ¿y qué plan tenéis? –pregunta ella.
—Oh, dulce Atalanta, –Víctor pone cara de éxtasis, preparado para soltar una de sus frases– dulzor entre dulzores, hoy es... ¡jueves electrónico! La crème de la crème –dice con perfecto acento francés– de Mandril salen con sus mejores galas; vestidos sedosos, cueros sintéticos –alza las manos mirando a Alberto– zapatitos con plataforma, bolsitos minúsculos llenos de pollos y billetes enrollados preparados para la acción; el mundo es nuestro y la noche nuestra herramienta... –suspira, Atalanta y Alberto se ríen y aquella hace un gesto de reverencia con la mano. Los tres se acomodan en el piso.
Después de fumar y jugar un rato más a la consola, decidieron pedir una pizza de quesos y otra barbacoa, con lo que, después de acabarlas, la siesta fue inminente. Atalanta se tumbó en la cama de Víctor con éste y cayó rendida, aunque Víctor tardó un poco más por el nerviosismo de tenerla tan cerca. Alberto, sin embargo, se quedó trabajando con el ordenador, puesto que tenía otros planes muy distintos para el fin de semana. En su habitación, la mesa altar donde reposaba su pc era un lugar despejado a excepción de una lámpara verde y otra naranja, ambas de lava. Montones de cables y dispositivos externos se agolpaban allí. Pero Alberto necesitaba lo mejor de lo mejor, puesto que llevaba una pequeña vida secreta al margen de la mayoría de las personas que lo conocían en su día a día. Activista, realmente le quitaba el sueño el maltrato que rastreaba y perseguía. Por suerte, tras meses en la reciente investigación, para lo cual se valía de la web profunda, al fin su grupo estaba listo para asaltar un laboratorio de experimentación animal. Así que trabajó un buen rato, hasta que la pizza se le hizo un nudo en el estómago por forzarse a ver algunas de las imágenes que un auténtico ninja fotógrafo había realizado colándose en el lugar. Después de un buen rato, acabó durmiéndose como el resto.
—Agh... –Víctor, el último en levantarse, apareció en el salón. Atalanta y Alberto estaban charlando frente al portátil de éste jugando a un life simulator, haciendo una pequeña casita moderna rodeada de árboles frondosos.
—¡Hombre! –alza la voz Alberto.
—¡Buenos días, princesa! –Atalanta se levanta para darle un beso en la mejilla, visiblemente a gusto de verlo somnoliento.
—Me podíais haber dicho algo... –se sentó mientras se masajeaba la cara.
—Bueno, esta noche hay fiesta, te viene bien dormir –le explica Alberto sin mirarlo mientras quita un par de muros en el juego para editarlos.
—Pero tú sales hoy, ¿no?
—Sí, es el sábado cuando marcho.
—¿A dónde te vas? –pregunta Atalanta, ajena al motivo. Alberto se pone nervioso.
—He quedado con unos amigos del instituto –miente, pero de una forma muy natural. Víctor lo mira de reojo, siempre le molestó que se le diera tan bien ocultar información. Y más recién levantado.
Entre bromas, duchas y batallas de beat box en loopstation, llegaron a las nueve de la noche. Temiendo quedarse sin reservas a mitad de la fiesta, llamaron a “El Pato”. Cuando llegó, éste parecía que había regresado de una fiesta de dos semanas. Olía a speed y tabaco, tenía los ojos con unas venas rojas ramificadas y la mandíbula iba a su propio ritmo; el corazón en arritmia. Vestía ancho de pantalón, ajustado de camiseta y, a pesar de todo, su ropa olía a perfume. Y no era un perfume desagradable, una vez que las capas del olor químico permitían su paso. Cuando subió al piso se sentó en el sofá y comenzó a sacarse bolsas herméticas pequeñas de los bolsillos mientras se sorbía la nariz constantemente. Si cerraba los ojos, Víctor estaba seguro de que podía identificar al Pato en cualquier lugar a menos de cinco metros de distancia. Lo conocía, más o menos. Seguía el lema de “el camello de mis amigos es mi camello”. Al final, ¿de dónde salen los traficantes?, pensaba él para sí mismo cada vez que lo observaba con discreción. No conocía a ningún traficante de grandes ligas que se fuera promocionando por las calles. Recordaba la escena de La Vida de Brian, pero en lugar de “¿crucifixión?, bien, una cruz por persona”, se imaginaba a el Pato en la cola de la discoteca y que al llegar éste estuviera esperando para decirle ¿cocaína, speed, pastis? Bien, pase por esa puerta, un pollo por persona”.
—Bueno, ¿qué? –salía de la obnubilación de su mente cuando se fijó en que el Pato estaba esperando su respuesta.
—Perdona tío, –dijo con vergüenza– me he empanado.
—Para mí nada –soltó Atalanta.
—No sé, ¿qué tienes? –preguntó Víctor mientras el Pato arqueaba una ceja. Quedó claro que el trabajo de cara al público, fuera el que fuera, es tedioso. Y es que podía parecer el tipo más pasado de rosca, pero era diligente en su trabajo y no le gustaba perder el tiempo en las casas a las que vendía a domicilio. Al fin y al cabo, cada día de fiesta era un día de trabajo para él, eso se traducía en muchos días de currar sin descanso y sin dormir, probablemente.
—Pues..., lo de siempre –dijo molesto mirando todo el género que había dejado en la mesa para tener que explicarse lo mínimo posible–. A ver, de todo –hizo una pausa y se sacó otra bolsa de un bolsillo interno del pantalón–. Tengo