como un bagre.
Solo una cosa se podría esgrimir en su defensa:
Houdini descendía de una vieja estirpe
de misántropos de otra edad de la Tierra.
Tiresias en un tiempo remoto lo llevaba
en su sangre
y también algunos apóstoles de Cristo.
Todos los mártires del espectáculo
−solo no aquellos consumidos por el fuego−
anticiparon su venida al mundo.
Ya en la proa de los viejos galeones
los ojos de Houdini
auscultaban las hendiduras del mar,
y en la ceremonia bautismal
el maestro de la parodia
volaba junto a la paloma blanca.
Jamás se vio al apóstata adorar el fuego,
ni siquiera en sus formas domésticas.
Hay quien dice que lograba deshidratar su cuerpo
de tal modo,
que una simple contracción muscular lo convertía
en una ínfima partícula
capaz de atravesar el ojo de una aguja.
Pero es preciso apelar a la fe para dar crédito
al energúmeno de las ondas agua.
Recordad que en Karnak se disecaban los corazones
de los difuntos −y es más−
el Libro de los Muertos refiere un exorcismo para evaporar el alma y la materia. Escuchad ahora algo temible: las primeras sílabas de los dioses principales del Nilo (intentadlo, como tal vez lo hicieron los sumos sacerdotes) forman inexplicablemente el nombre Houdini, aparatoso jerarca de la transmigración de la energía.
II
Houdini, el taumaturgo, baja a golpes de brazos
por el curso del río.
Anuncia el rumbo de sus ondulantes movimientos
la próxima subida de las aguas.
Como un arco su cuerpo lanza ondas en la dirección
del vuelo de los ibis.
(Ved a los pájaros zancudos
llevando las burbujas en sus picos
perderse en el ocaso como manchas).
Houdini atisba en la noche como los anuros,
pega su boca leporina a la faz de la tierra ribereña
y examina el cielo sudando copiosamente.
(Ved sus escamas mojadas de sangre;
el impostor clavetea con su aleta cordial
un golpe acompasado en el agua
que llega mansamente a sus patas.
Croa horriblemente con la fijeza de sus ojos sin párpados
sufriendo un desastre cada vez más próximo).
III
¿Qué se sabe de la casa donde vivió Houdini?
Un cerco de altas rejas impide todo paso;
ruidos de cepos, cadenas y grilletes
se oyen desde la calle
y en el jardín una vegetación extraña
crece desmesuradamente;
plantas enormes arrastran sus faldones
por el légamo del suelo siempre húmedo
como en el fondo del mar.
Monte de Venus7 / Campo de amarte8
7 Editorial del Pacífico, 1979.
8 Editorial Cuarto Propio, 2006.
Invocación
Muerde ya la manzana
que los cielos depositan en tu mano.
Agota este minuto inagotable.
Bébelo de una vez.
Contén esta hemorragia,
antes que empalidezcan las mejillas
de una fenecida doncella.
Ya ves cómo la alondra va volando
y la saeta aún no sale despedida
de tu verso.
Primeras armas
Dulce joven bella,
ni aun los convencionalismos
de la fingida cortesía social
consiguen opacar por un instante
la transparencia de tu mirada
sobrecogedora.
Se me caen las armas de los brazos
de solo presentir
el cálido torrente de la sangre
bajo tu piel.
La promesa
pongo la mano en el vientre
de una núbil doncella pueblerina.
El viento trae gritos lejanos del campo,
los cazadores azuzan a los perros,
el sol abrasa.
Sin quitarme la vista, ella bebe de un golpe
un vaso de fresco vino blanco.
Pongo la mano en su vientre
y espero sin apuro.
Vástago de los dorados ardores,
yo sé que llegaremos con paso vacilante
como los forasteros.
Lo inconcebible
No olvidaré, jamás podré olvidar
ese mar que emergía de la niebla,
marisma espectral elongándose
desde no se sabía qué horizonte
en el silencio abisal
de su sosegado movimiento,
sin llegar nunca a nuestros pies,
sin avanzar ni un palmo,
portentosa irrupción de lo inconcebible
que tú y yo contemplamos
aquel amanecer imposible de olvido,
habitantes simultáneos
de un mismo y fosforescente sueño.
Sueño de amor
Mirándonos a los ojos nos envolvió,
sin darnos cuenta, un mismo sueño.
Fuiste cielo y yo nube arrebatada
de eléctrica tempestad.
Tu corazón, pulsando como un sol,
me disolvía en su bóveda ardiente.
Yacíamos unidos en cuerpo y alma
como una sola forma tallada por el rayo