Al centro del mensaje de Jesús está el Dios hebreo, con un fuerte acento ético en su predicación. Cada uno debe elegir ante la oferta del Reino de los pobres, ganarse o perderse. Jesús se encuentra en comunión con los publicanos y pecadores. Tiene tal capacidad de persuasión que levanta la adhesión de las masas gracias a su manera de hablar en parábolas, haciendo muy asequible su mensaje. Al mismo tiempo, es un curandero carismático que realiza signos indicativos de la cercanía del reino de Dios. Tiene una aproximación liberal a la Torá y acentúa sus grandes líneas, especialmente el mandamiento del amor a Dios y a los demás, radicalizado con la invitación al amor también a los enemigos y a los extranjeros. Relativiza el sábado y el reino de Dios aparece abierto a judíos y paganos. Critica fuertemente el Templo, que ya había sido deslegitimado indirectamente por el Bautista, con el agravante de que Jesús afirma que Dios lo destruirá. De esta manera, provoca a la clase aristócrata. En los últimos días de su vida sustituye el culto del Templo por la cena. En el huerto aparece un Jesús inseguro que oscila entre la esperanza de que su Padre actúe y el miedo a la muerte. Judas, uno de sus discípulos, lo delata y Jesús es arrestado por los aristócratas que arguyen como acusación su crítica al Templo. Esta acusación, ante la autoridad romana, se convierte en política. Frente a Pilato, Jesús no toma distancia de sus acusaciones y es condenado como agitador político en abril del año 30. Sus discípulos lo abandonan, excepto algunos que acuden a la crucifixión desde la lejanía. Después los discípulos aparecen convencidos de que Jesús está vivo y refuerzan la esperaza de que Dios ha actuado. De esta manera, los seguidores interpretan toda la historia anterior y ven en Él la encarnación de un mesianismo de sufrimiento. Durante el primer siglo, este nuevo movimiento se separa de la religión madre.
5. Conclusión: ¿El Jesús histórico, el Cristo de la fe o el Jesucristo real?
La monumental obra de J. P. Meier, Un judío marginal, comienza su cabalgadura con una constatación metodológica fundamental: «El Jesús histórico no es el Jesús real. El Jesús real no es el Jesús histórico»[40]. La distinción entre «histórico» y «real» se presenta al autor norteamericano como fundamental para establecer los límites por los que tiene que discurrir el debate. El Jesús real nunca podrá quedar reducido al Jesús histórico porque, como para cualquier individuo del pasado, la ciencia histórica está imposibilitada para agotar la riqueza de una persona. Esto se hace especialmente dificultoso para un personaje que vivió en la Palestina del siglo I y que mantuvo la mayor parte de su vida en la cotidianidad de una aldea, innominada para la historia universal, llamada Nazaret. De ahí que los pocos datos que nos son conocidos de la vida pública de Jesús hagan de las sucesivas investigaciones histórico-críticas reconstrucciones abstractas.
Ahora bien, aunque nos parece acertada la distinción entre histórico y real, Meier no llega a establecer unas conclusiones que nos resulten enteramente satisfactorias. En efecto, dicha distinción parece que se mueve en el ámbito cuantitativo, es decir, el Jesús real no es accesible porque es imposible históricamente recomponer la totalidad de sus dichos y obras. Sin embargo, el problema fundamental de toda la investigación histórica sobre Jesús tiene su clave de bóveda no en el ámbito cuantitativo, sino específicamente cualitativo. O de otra manera, la razón y los diversos instrumentales que ella reelabore para su justo uso nunca podrán agotar la totalidad del conocimiento. En este sentido, reivindicamos las posibilidades cognitivas del amor o de la fe[41]. Por ello, y al contrario de lo que opina Meier[42], los evangelios sí pretenden presentarnos al Jesús real porque ellos no interpretan esa realidad como acumulación cuantitativa de datos, sino como una experiencia vital que ha ganado el corazón y que es reconocible sólo en la fe. Creemos que aquí Meier confunde al Jesús real con el Jesús total. Indudablemente que el Jesús real no equivale al Jesús total que, por estar inserto en el ámbito del misterio, siempre mantendrá una infinita distancia del sujeto creyente.
Así pues, la polémica ilustrada acerca de la continuidad o discontinuidad entre el Jesús de la historia y el Cristo de la fe sólo puede ser «superada» en la medida en que el discurso teológico rechace las condiciones previas que se imponen a dicho debate. Desde este presupuesto, la ciencia histórica no puede reducir la realidad en virtud del purismo del método, sino que tendrá que estar continuamente en un tentativo de búsqueda que no acabe reduciendo la inabarcable riqueza de la vida[43]. Por ejemplo, si preguntáramos si ha existido alguna vez en la historia un hombre que haya amado sin reservas, de modo incondicional y universal… el historiador se vería sobrepasado por la naturaleza misma de la pregunta. Pero, al mismo tiempo, la certeza de un amor que se haya manifestado realmente sólo podrá ser percibida a través de un hecho verificable en la historia y, en este sentido, entra en el campo de los objetos propios de esta disciplina. Ahora bien, la naturaleza del objeto propuesto impondrá a la ciencia histórica una reubicación de su método. Así, la pregunta por la existencia de un amor incondicionado tropieza con la imposibilidad de una verificación objetiva del mismo y empuja a la investigación histórica a un cambio de perspectiva.
El amor sólo es reconocible a través de aquellos que se han visto provocados existencialmente por él, que han sentido su influjo y han visto su vida envuelta en una dinámica de amor que superaba sus propias expectativas y previsiones. O de otro modo, hay acontecimientos vitales que sólo pueden ser objetivados o verificados en el interior de una corriente de tradición que es capaz de mantener vivo el influjo primero de tal evento. Y tal tradición se media inevitablemente en unos testigos que se han dejado transfigurar por el influjo primero:
«Así también, en el campo del conocimiento histórico existen hechos de cuya realidad es imposible juzgar acumulando probabilidades; se parecen a un relámpago que, independientemente de dónde se verifique, sacude de modo incondicionado. Este carácter de no equiparabilidad con la restante experiencia empírica es el que tiene el evento al que se refieren como fundamento de su propia existencia los que creen en Jesucristo»[44].
Desde esta óptica, el terrible foso del que hablaba Lessing tiene unas connotaciones muy distintas. Porque el amor sólo es verificable en la medida en que la persona es alcanzada por su influjo vital. O de otro modo, sólo se sabe del amor sintiéndose amado. El problema del Jesús de la historia y el Cristo de la fe se redimensiona si la teología reivindica la peculiaridad del objeto con el que trabaja y solicita métodos adecuados a dicho objeto[45]. Así, «la perspectiva teológica es la única justa al enfrentarse con la persona y la causa de Jesús»[46].
No obstante, queda una pregunta que no podemos obviar: ¿Cuál es la utilidad del Jesús histórico para la vida creyente? En palabras de Meier:
«Mi respuesta es clara: ninguna, si se pregunta sólo por el objeto directo de la fe cristiana: Jesucristo, crucificado, resucitado y ahora reinante en su Iglesia. Este Señor ahora reinante es accesible a todos los creyentes, incluidos los que nunca, ni un solo día de su vida, estudiaran historia o teología. Sin embargo, mantengo que la búsqueda del Jesús histórico puede ser muy útil si aquello por lo que se pregunta es la fe que trata de entender; o sea, la teología, en un contexto contemporáneo»[47].
En efecto, la utilidad de la investigación crítica sobre el Jesús histórico tiene un interés dialogal en el actual contexto posilustrado. De esta manera, la teología trata de mostrar con credibilidad, ante los interrogantes del hombre contemporáneo, que el fundamento del cristianismo no se cifra en un mito o en un arquetipo ideal de humanidad. Al origen de la fe pascual encontramos la provocación de un hombre