«Habrá que pensar en una comunidad joven que, entusiasmada con su fundador, tanto más lo honra cuanto más inesperada y trágicamente le ha sido arrebatado, una comunidad llena de nuevas ideas…, que no se las adueña ni las expresa como ideas abstractas o conceptos, sino sólo en forma de fantasías concretas: en tales circunstancias tuvo que surgir lo que surgió, una serie de narraciones sacras, a través de las cuales una gran cantidad de nuevas ideas, unas alimentadas por Jesús, otras más antiguas, le fueron atribuidas como momentos de su vida»[8].
También aquí podemos individuar los presupuestos filosóficos que subyacen a tal postura. El siglo XIX, como respuesta a un racionalismo que tiene el peligro de reducir la verdad integral del hombre, reacciona con el movimiento romántico. El Romanticismo descubre el pasado de los pueblos en sus leyendas y tradiciones y aporta una comprensión de la realidad que el racionalismo había olvidado: las sagas y narraciones populares transmiten un conocimiento de la realidad que hace referencia a experiencias humanas dignas de ser revividas. La constatación de que existe en todo pueblo un espíritu creativo poético que se manifiesta en las fábulas y en las canciones populares empieza a proyectarse en Jesús como resultado espontáneo anónimo de este espíritu de la humanidad. Así, el mito concentra e ilustra la verdad eterna a través de una figura concreta porque el absoluto no se puede encarnar en una persona singular, sino sólo en la historia como totalidad. Sólo ahí se puede encontrar a Dios.
O de otra manera, Jesús es esa figura concreta donde la comunidad ha proyectado y depositado los sueños acumulados en la historia del espíritu humano como correspondientes a la verdad más honda del hombre. En este sentido, Jesús es el lugar donde se encuentran los deseos más puros que habitan en el corazón de los hombres, pueblos y culturas de todos los tiempos.
De esta manera, Strauss se presenta aquí como un deudor de F. W. G. Hegel ya que, como hemos afirmado, para el filósofo idealista sólo la historia como totalidad es manifestación del absoluto. En efecto, el proceso de desenvolvimiento de la idea es el generador de la entera historia de la humanidad y en esa historia, como calvario del espíritu absoluto, cada momento particular del proceso se presenta como necesario para la reapropiación en una síntesis final[9]. Esta postura romántica niega la radicación en la historia del acontecimiento Cristo aunque no niega que Jesús existiera en una época concreta. La verdad histórica de Jesús consiste en que todo es un mito donde se proyectan los sueños de la humanidad.
En segundo lugar, queremos poner de manifiesto una reacción conservadora opuesta que tiende al fideísmo y que tendrá una importancia determinante en la teología de R. Bultmann. En 1892, M. Kähler da una conferencia con el significativo título de El pretendido Jesús de la historia y el Cristo real de la Biblia. Ya el título ofrece certeramente la orientación de esta reflexión al distinguir entre un pretendido Jesús histórico y el Cristo real de la Biblia. Comienza esta obra con el interrogante acerca de qué puede ser considerado algo histórico. Así, una persona histórica es una persona influyente para alguien, es decir, el sujeto determinante que produce una serie de efectos e interviene en el curso de las cosas. Para Kähler, desde el punto de vista histórico, se trata de una figura significativa que tiene un valor real en su hacer y que, por tanto, continua perceptible. El efecto determinante de Jesús es la fe de sus discípulos, la convicción de que él ha lavado el pecado y ha vencido a la muerte, expresado en la afirmación «Jesús es el Señor». Jesús es un alguien histórico porque ha conquistado la fe de sus discípulos y esta fe continua siendo profesada. De esta manera, para Kähler, el Cristo real es justamente el Cristo predicado.
Esta visión es interesante porque, según él, lo histórico no es un evento puntual del pasado, sino los efectos que ha tenido este acontecimiento a lo largo de la historia. El evento no puede ser reconocido de modo estático, sino sólo en el efecto que ha tenido. También se puede decir esto de hechos profanos. El paso de un río, cosa bastante anodina, en el caso de César pasando el Rubicón tiene efectos enormes para toda la historia de Roma y de Europa.
Por tanto, no puedo encontrar al verdadero Jesús histórico si no lo considero desde el efecto que ha producido en la historia. Y este efecto es la Iglesia que da testimonio. Así, el Cristo verdadero es el de la Sagrada Escritura donde se contiene el anuncio de la comunidad, es decir, el Cristo de la Iglesia. En consecuencia, Kähler considera inútil toda la investigación histórica y su fe en Jesús se fundamenta a sí misma de manera tendente al fideísmo.
En tercer lugar, otro desenvolvimiento del problema toma cuerpo en la respuesta de la imagen liberal de Jesús. La teología liberal pone el dedo en la llaga al denunciar que la reducción racionalista ilustrada del problema partía más de prejuicios antidogmáticos que de un serio y detallado análisis de los textos. El programa ilustrado tenía su objetivo marcado en el ideal de la emancipación de toda autoridad y aquí la Iglesia, con su pesada historia y su batería de dogmas y creencias, era uno de los principales enemigos a batir. Así pues, el escepticismo histórico y las precomprensiones teóricas son sustituidas por el trabajo directo sobre los evangelios como obras literarias y fuentes históricas documentales.
Ahora, el problema sinóptico alcanza el protagonismo absoluto y, después de las investigaciones de Ch. G. Wilke y Ch. H. Weisse, J. Holtzmann (1832-1910) eleva a axioma la hipótesis de la teoría de las dos fuentes en su obra Los evangelios sinópticos. Su origen y su carácter histórico. Con esta herramienta se confía poder reconstruir con seguridad la vida de Jesús más allá de los ropajes dogmáticos con que fue revestida por la Iglesia primitiva.
Los máximos artífices de esta nueva orientación son F. Schleiermacher y A. Harnack, que, valiéndose de la investigación histórica, no pretenden anular los dogmas eclesiales, sino hacerlos comprensibles al espíritu del tiempo. De esta manera y casi de modo imperceptible, se va produciendo un progresivo desplazamiento desde la ontología de Cristo hasta su psicología. La vida anímica y el vigor de Jesús son una transparencia del amor infinito de Dios y de su religación con el hombre. Lo que en el fondo realizan estos autores es una reducción de la especificidad cristiana y de su escándalo a los límites que imponen los nuevos tiempos. Así, una deshistorización de la vida de Jesús junto a una pretendida desescatologización de su mensaje nos transmiten a un Jesús inofensivo, reducido a maestro de moral y entendido desde una relación intimista entre Dios y el alma. Esta visión toma cuerpo en una obra cumbre de la historia de la teología: La esencia del cristianismo (1901) de Harnack. Así la sintetiza J. J. Bartolomé:
«Jesús sería un maestro de religión y un eximio moralizador, que predicó la paternidad universal de Dios, el amor fraterno como justicia mayor y el valor inalienable de la persona humana; su evangelio, que tenía al Padre como tema y no al Hijo, se separaba netamente del mundo del A. T., cuya exclusión del canon eclesial postulaba; el reino por él anunciado poco tenía que ver con las expectativas de Israel, pues se resolvía en una íntima relación con Dios Padre y la renovación espiritual del creyente»[10].
Los presupuestos de una teología tal encuentran también en el pensamiento hegeliano su clave de comprensión. Una empresa como la del idealismo alemán había llegado a un esclarecimiento total de la dinámica histórica en su continuo hacerse. La filosofía