—¡Maldito demonio! —grité—. ¡Cállate, y no emponzoñes el aire con tus malvadas amenazas! ¡Ya te he dicho cuál es mi decisión, y no soy ningún cobarde para asustarme por unas palabras! ¡Déjame! ¡Está decidido!
—Muy bien —dijo—. Me iré. Pero recuerda: ¡estaré contigo en tu noche de bodas!
CAPÍTULO 13
Avancé decidido hacia él y grité:
—¡Miserable! ¡Antes de que firmes mi sentencia de muerte, asegúrate de que tú mismo estás vivo!
Lo habría atrapado, pero me esquivó, y abandonó la casa precipitadamente… unos instantes después lo vi subir a una barca, que cruzó las aguas con la suavidad de una saeta y pronto se perdió en medio de las olas.
Todo volvió a quedar en silencio; pero sus palabras resonaban en mis oídos. Ardía en deseos furiosos de perseguir al asesino de mi tranquilidad y hundirlo en el océano. Caminé arriba y abajo en mi habitación, nervioso y conmocionado; mi imaginación conjuraba ante mí miles de imágenes que solo conseguían atormentarme y zaherirme. ¿Por qué no lo había perseguido y había entablado con él una lucha a muerte? Bien al contrario, le había permitido escapar, y había dirigido sus pasos hacia tierra firme. Un escalofrío me recorrió el cuerpo cuando imaginé quién podría ser la siguiente víctima sacrificada a su insaciable venganza. Y entonces volví a pensar en sus palabras: «¡Estaré contigo en tu noche de bodas!» Así pues… ese era el plazo fijado para el cumplimiento de mi destino. En aquel momento, moriría y por fin aquel monstruo podría satisfacer y aplacar su maldad. Aquella perspectiva no me infundió temor; sin embargo, cuando pensé en mi amada Elizabeth… en sus lágrimas y en su infinita pena cuando comprobara que se le había arrebatado a su amante de un modo tan cruel… las lágrimas, las primeras que había derramado en muchos meses, anegaron mis ojos, y decidí no caer ante mi enemigo sin entablar una batalla feroz.
La noche pasó, y el sol asomó tras el océano. Mis sentimientos se calmaron, si puede llamarse calma a ese estado en que la furia violenta se hunde en las profundidades de la desesperación. Abandoné la casa, el espantoso escenario de la lucha de la noche anterior, y caminé por la playa junto al mar, y lo miré casi como la insuperable barrera que me separaba de mis semejantes. Más aún, cruzó mi mente el deseo de que semejante hecho se hiciera realidad; deseé poder pasar la vida en aquella roca yerma; desalentador, es cierto, pero al menos viviría ajeno a cualquier golpe fortuito de la desdicha. Si regresaba, era para ser sacrificado… o para ver morir a aquellos que más quería bajo la garra de un demonio que yo mismo había creado. Vagué por la isla como un alma en pena, lejos de todo lo que amaba y amargado por tal separación. A mediodía, cuando el sol ya estaba muy alto, me tumbé en la hierba y me venció un profundo sueño. Había estado despierto toda la noche anterior: tenía los nervios destrozados y los ojos inflamados por la vigilia y el dolor. El sueño en que me sumí me hizo bien; y cuando me desperté, sentí como si de nuevo perteneciera a la especie de los seres humanos, y comencé a reflexionar con más serenidad sobre lo que había ocurrido. Sin embargo, las palabras de aquel ser diabólico continuaban resonando en mis oídos, como una campana que tocara a muerto; aquellas palabras aparecían como un sueño, aunque claras y apremiantes como la realidad.
El sol estaba ya muy bajo, y yo aún permanecía sentado en la orilla, saciando mi apetito, que se había tornado voraz, con una galleta de avena, cuando vi que un barco de pescadores tocaba tierra cerca de donde yo me encontraba, y uno de los hombres me trajo un paquete; traía cartas de Ginebra, y otra de Clerval, instándome a reunirme con él. Me decía que ya había transcurrido casi un año desde que salimos de Suiza y aún no habíamos visitado Francia. Así pues, me pedía que abandonara mi isla solitaria y me reuniera con él en Perth al cabo de una semana, y entonces podríamos planear nuestros siguientes pasos. Aquella carta me devolvió de nuevo a la vida y decidí abandonar mi isla al cabo de dos días.
Sin embargo, antes de partir había una tarea que tenía que llevar a cabo, y en la cual me daba escalofríos pensar: debía embalar mi instrumental químico; y con ese propósito debía volver a entrar en la habitación que había sido el escenario de mi odioso trabajo; y debía manipular los utensilios, cuando la sola visión de los mismos me ponía enfermo. Al día siguiente, al amanecer, reuní el valor suficiente y abrí la puerta del taller. Los restos de la criatura a medio terminar, que yo había destruido, yacían dispersos por el suelo, y casi sentí como si hubiera destrozado la carne viva de un ser humano. Me detuve un instante para recobrarme y luego entré en la sala. Con manos temblorosas, fui sacando los aparatos fuera de la habitación; pero pensé que no debía dejar los restos de mi obra allí, porque aquello horrorizaría y haría sospechar a los campesinos, así que lo puse todo en una cesta, junto a una buena cantidad de piedras y, apartándola a un lado, decidí arrojarla al mar aquella misma noche; y, mientras tanto, volví a la playa y estuve limpiando y ordenando mi instrumental químico.
Nada podía ser más absoluto que el cambio que había tenido lugar en mis sentimientos desde la noche en que apareció el demonio. Antes había considerado mi promesa con una sombría desesperación, como algo que debía cumplirse, cualesquiera que fueran las consecuencias; pero ahora me sentía como si me hubieran quitado una venda de los ojos y, por vez primera, pudiera ver con claridad. La idea de volver a mi trabajo ni siquiera se me pasó un instante por la cabeza. La amenaza que había escuchado pesaba en mis pensamientos, pero no creía que pudiera hacer nada para apartarla de mi cabeza. Había decidido conscientemente que crear otro ser diabólico como aquel que ya había hecho sería un acto del más vil y atroz egoísmo, y aparté de mi mente cualquier pensamiento que pudiera conducirme a una conclusión diferente.
Entre las dos y las tres de la madrugada salió la luna, y entonces, colocando la cesta en el interior de un pequeño bote de vela, me adentré unas cuatro millas en el mar. El lugar estaba absolutamente solitario; solo algunas barcas regresaban a tierra, pero yo procuré alejarme de ellas. Me sentía como si fuera a cometer algún espantoso crimen y, con temblorosa ansiedad, evité cualquier encuentro con mis semejantes. Entonces, la luna, que hasta entonces había estado clara, se cubrió repentinamente con una espesa nube, y aproveché el momento de oscuridad para arrojar la cesta al mar. Escuché el burbujeo mientras se hundía y luego me aparté de aquel lugar. El cielo se había nublado; pero el aire era puro, aunque venía helado por la brisa del noreste que se estaba levantando. Pero me reanimó y me imbuyó de sensaciones tan agradables que decidí prolongar mi estancia en el agua y, fijando el timón, me tumbé en el fondo de la barca. Las nubes ocultaron la luna, todo estaba oscuro, y solo podía oír el sonido del barco cuando la quilla cortaba las olas. Aquel sonido me arrullaba y poco después me quedé profundamente dormido.
Yo no sé cuánto tiempo permanecí en esa situación, pero cuando me desperté, descubrí que el sol ya estaba muy alto. Se había desatado un fuerte viento y las olas constantemente amenazaban la seguridad de mi pequeño bote. Comprobé que el viento era del noreste y que debía de haberme alejado bastante de la costa en la que había embarcado. Intenté variar el rumbo, pero de inmediato supe que si volvía a intentarlo de nuevo, el barco se llenaría de agua al momento. En semejante situación, mi única solución era navegar a favor del viento. Confieso que sentí un poco de miedo. No llevaba brújula y estaba muy poco familiarizado con la geografía de aquella parte del mundo, así que el sol era lo único que podía ayudarme. El viento podría arrastrarme al Atlántico abierto y sucumbir a todas las penalidades de la inanición… o podrían tragarme las aguas insondables que rugían y se levantaban amenazantes a mi alrededor. Ya llevaba muchas horas en el bote y comenzaba a sentir las punzadas de una sed ardiente… un preludio de mayores sufrimientos. Miré a los cielos, que aparecían cubiertos con nubes que volaban con el viento solo para ser reemplazadas por otras. Observé el mar. Iba a ser mi tumba.
—¡Maldito demonio! —exclamé—. ¡Tu deseo se ha cumplido!
Pensé en Elizabeth, en mi padre, y en Clerval… y me sumí en una ensoñación tan desesperada y aterradora que incluso ahora, cuando el mundo está a punto de cerrarse