—Has prometido que os apartaréis de los lugares donde habitan los hombres —contesté— e iréis a vivir a las selvas desiertas donde las bestias del monte serán vuestra única compañía. ¿Cómo vas a poder mantener esa promesa de exilio, tú, que ansias tanto el cariño y la comprensión del hombre? Volverías, y buscarías su comprensión, y volverías a encontrarte con su desprecio; tus malvadas pasiones se reavivarían, y entonces contarías con una compañera que te ayudaría a cumplir tus deseos de destrucción. Apártate… No puedo aceptar.
El monstruo contestó con vehemencia:
—¡Qué inconstantes son vuestros sentimientos…! Solo hace un momento parecíais conmovido por mis súplicas: ¿por qué volvéis a endureceros ante mis quejas? Os juro, por la tierra que piso, y por vos, que me habéis creado, que con la compañera que me concedáis me alejaré de la presencia de los hombres y viviré, si es necesario, en los lugares más salvajes. Mis malas pasiones desaparecerán, porque habré encontrado la comprensión. Mi vida transcurrirá apaciblemente, alejada de todo, y en el momento de morir no maldeciré a mi hacedor.
Sus palabras tuvieron un extraño efecto en mí. Me compadecí de él y, por un momento, sentí el impulso de consolarlo; pero cuando lo miraba, cuando veía aquella masa inmunda que se movía y hablaba, mi corazón enfermaba y mis sentimientos se transformaban en horror y odio. Intenté sofocar esas emociones. Pensaba que, aunque no pudiera apreciarlo en absoluto, no tenía derecho a negarle la pequeña porción de felicidad que estaba en mi mano poder proporcionarle.
—Juras no hacer daño a nadie —dije—, pero ¿no has demostrado ya tu implacable maldad? ¿No debería desconfiar de ti? ¿No será esto una trampa para engrandecer tu victoria? ¿No estaré proporcionándote más ocasiones para tu venganza?
—¿Cómo…? —exclamó—. Pensaba que os habíais compadecido de mí y, sin embargo, aún os negáis a concederme el único bien que aplacaría mi corazón y me convertiría en un ser inofensivo. Si no tengo relaciones ni afectos, me entregaré al odio y a la maldad. El amor de otro ser destruirá la razón de mis crímenes y me convertiré en algo de cuya existencia nadie sabrá. Mis maldades son hijas de una soledad forzada que aborrezco, y mis virtudes florecerán necesariamente cuando reciba la comprensión de un igual. Sentiría el afecto de un ser vivo y me convertiría en un eslabón en la cadena del ser y de los acontecimientos de los que ahora estoy excluido.
Me detuve algún tiempo a reflexionar en todo lo que había dicho y a meditar los argumentos que había empleado. Pensé en las prometedoras virtudes que había mostrado al principio de su existencia; y en la subsiguiente ruina de todos aquellos amables sentimientos, por culpa del desprecio y el espanto que sus protectores habían manifestado hacia él. En mis cálculos no olvidé ni su fuerza ni sus amenazas: una criatura que podía vivir en las grutas de hielo de los glaciares y podía ocultarse de sus perseguidores en las aristas de precipicios inaccesibles era un ser que poseía facultades a las que era imposible hacer frente. Después de una larga pausa para meditar, concluí que la justicia debida tanto a él como a mis semejantes me obligaba a acceder a sus peticiones. Así pues, volviéndome hacia él, le dije:
—Accedo a tu petición, con la siguiente condición: que me prometas solemnemente que abandonarás Europa, y cualquier otro lugar donde haya seres humanos, tan pronto como ponga en tus manos la hembra que te acompañará en tu exilio.
—¡Lo juro —gritó—, por el sol y por los cielos azules del Paraíso, que mientras existan jamás volveréis a verme! Marchad, entonces, a vuestra casa y comenzad los trabajos. Observaré vuestros avances con incontenible ansiedad, y, descuidad, que cuando todo esté preparado, yo apareceré.
Y diciendo aquello, rápidamente se alejó de mí, temeroso quizá de que cambiara de opinión. Le vi descender la montaña más veloz que el vuelo del águila y rápidamente lo perdí de vista entre las ondulaciones del mar de hielo.
Su relato había durado todo el día, y el sol ya estaba sobre la línea del horizonte cuando él partió. Yo sabía que debía comenzar a descender inmediatamente hacia el valle, pues muy pronto me vería envuelto en una completa oscuridad. Pero mi corazón estaba apesadumbrado, y avanzaba con pasos lentos. El esfuerzo de ir serpenteando por los pequeños senderos, y fijando mis pies firmemente mientras avanzaba, me agotaba, absorto como estaba en las emociones que los acontecimientos de aquel día habían despertado en mí. Ya era muy de noche cuando llegué a un lugar de descanso que hay a mitad de camino y me senté junto a la fuente. Las estrellas brillaban de tanto en tanto, a medida que las nubes pasaban por delante de ellas. Los pinos oscuros se elevaban frente a mí, y por todas partes, aquí y allá, los árboles quebrados yacían en tierra; era un paisaje de maravillosa solemnidad que encendió extraños pensamientos en mi interior. Lloré amargamente y, retorciéndome las manos de dolor, exclamé:
—¡Oh, estrellas, y nubes, y viento… todos os burláis de mí! ¡Si realmente tenéis piedad de mí, aplastadme y destruidme! ¡Y si no, alejaos; alejaos y dejadme en la oscuridad!
Eran pensamientos enloquecidos y desesperados, pero no puedo describir hasta qué punto el eterno centellear de las estrellas me abrumaba, y cómo esperaba cada ráfaga de viento como si fuera un espantoso y turbio viento del sur dispuesto a consumirme.
Ya había amanecido cuando llegué a la aldea de Chamonix; pero mi aspecto, macilento y extraño, apenas pudo calmar los temores de mi familia, que había estado angustiada toda la noche, esperando mi regreso.
Al día siguiente regresamos a Ginebra. La intención de mi padre con aquel viaje había sido distraer mi mente y restaurar mi tranquilidad perdida. Pero la medicina había resultado fatal; e, incapaz de comprender aquella tristeza excesiva que yo parecía estar sufriendo, se apresuró a regresar a casa, esperando que la tranquilidad y la calma de la vida familiar aliviara poco a poco mis sufrimientos, cualquiera que fuera su causa.
Por mi parte, apenas participé en todos sus preparativos, y el amable cariño de mi amada Elizabeth no servía para arrancarme de las profundidades de mi desesperación. La promesa que le había hecho a aquel demonio pesaba en mi espíritu como las capas de hierro que llevaban los infernales hipócritas de Dante. Todos los placeres de la tierra y del cielo pasaban ante mí como en un sueño, y solo aquel único pensamiento poseía la capacidad para mostrarse como la verdadera realidad de la vida. ¿Es que alguien puede admirarse de que en ocasiones sufriera una especie de locura, o de que viera en torno a mí una multitud de espantosas bestias infligiéndome incesantes heridas que a menudo me hacían proferir gritos y amargos lamentos?
Sin embargo, poco a poco, aquellos sentimientos se calmaron. Volví a adentrarme en la vida cotidiana, si no con interés, al menos con un tanto de tranquilidad.
CAPÍTULO 10
Día tras día, semana tras semana fueron transcurriendo tras mi regreso a Ginebra, y no reuní el valor suficiente para comenzar el trabajo. Temía la venganza del demonio si lo defraudaba, sin embargo, era incapaz de vencer mi repugnancia a emprender la tarea. También descubrí que era incapaz de componer una mujer sin volver a dedicarle muchos meses de estudio y laboriosas pruebas. Había oído que un filósofo inglés había hecho algunos descubrimientos, cuyo conocimiento me sería de mucha utilidad, y en ocasiones pensaba pedirle permiso a mi padre para visitar Inglaterra con esa intención; pero me aferraba a cualquier excusa para retrasarlo y no me decidí a interrumpir mi tranquilidad recuperada. Mi salud, que hasta entonces se había resentido, había mejorado mucho; y, cuando no lo impedía