—¡Oh, lléveselo…! ¡No puedo verlo! ¡Por el amor de Dios, no le deje entrar…!
El señor Kirwin me miró con gesto contrariado. No pudo evitar pensar que mi exclamación podía entenderse como una confirmación de mi culpabilidad, y dijo en un tono bastante severo:
—Hubiera creído, joven, que la presencia de su padre sería bienvenida, en vez de producirle una aversión tan violenta.
—Mi padre… —dije, mientras cada rasgo y cada músculo de mi cuerpo pasaba de la angustia a la alegría—. ¿De verdad ha venido mi padre? ¡Mi buen padre, mi buen padre…! Pero… ¿dónde está? ¿Por qué no se apresura a venir…?
El cambio de mi comportamiento sorprendió y agradó al magistrado; quizá pensó que mi anterior exclamación era una momentánea recaída en el delirio. Y entonces, inmediatamente, volvió a su antigua benevolencia. Se levantó y abandonó la celda con la enfermera, y un instante después, entró mi padre.
En aquel momento, nada podría haberme alegrado tanto como la presencia de mi padre. Le tendí y le estreché la mano y exclamé:
—Entonces… ¿estás bien…? ¿Y Elizabeth…? ¿Y Ernest?
Mi padre me tranquilizó, asegurándome que todos estaban bien y diciéndome que no le había dicho a mi prima que yo estaba encarcelado; simplemente le había mencionado que estaba enfermo.
—¡En qué lugar estás, hijo mío…! —añadió, observando lúgubremente las ventanas enrejadas y el miserable aspecto de la celda—. Viajabas para buscar la felicidad, pero la fatalidad parece perseguirte a ti… y al pobre Clerval.
El nombre de mi desafortunado amigo asesinado me causó una agitación demasiado grande como para que mi debilidad pudiera soportarlo. Prorrumpí en llanto.
—Dios mío… sí, padre mío —dije—, algún espantoso destino pende sobre mí, y al parecer debo vivir para cumplirlo; de otro modo, habría muerto sobre el ataúd de Henry.
CAPÍTULO 15
No se nos permitió conversar durante mucho tiempo, dado que el precario estado de mi salud exigía tomar todas las precauciones necesarias que pudieran asegurar mi tranquilidad. El señor Kirwin entró e insistió en que mis fuerzas no deberían agotarse en demasiadas emociones. Pero la presencia de mi padre era para mí como la de un ángel bueno, y poco a poco recobré la salud. A medida que la enfermedad me abandonaba, me iba invadiendo una melancolía negra y lúgubre que nada podía disipar. Siempre tenía delante la imagen fantasmal de Clerval asesinado. En más de una ocasión, el nerviosismo al que me conducían aquellos recuerdos hizo temer a mis amigos que podría sufrir una peligrosa recaída.
¡Dios mío! ¿Por qué se empeñaron en conservar una vida tan mísera y detestable? Fue seguramente para que yo pudiera cumplir mi destino, del cual estoy ya tan cerca. Pronto, oh, muy pronto, la muerte acallará estos latidos de mi corazón y me liberará de esta pesada carga de angustia que me hunde en el cieno; y, cuando se haya ejecutado la sentencia de la justicia, yo también podré entregarme al descanso. En aquel entonces la presencia de la muerte aún me resultaba distante, aunque el deseo de morir siempre estaba presente en mis pensamientos; y a menudo permanecía durante horas enteras sin moverme y sin hablar, deseando que alguna descomunal catástrofe pudiera acabar conmigo y, en semejante destrucción, arrastrara también a la causa de mis desdichas.
Las sesiones judiciales de la región se aproximaban. Ya llevaba tres meses en prisión; y, aunque aún estaba débil y corría un permanente peligro de recaída, me obligaron a viajar casi cien millas hasta la capital del condado, donde tenía la sede el tribunal. El señor Kirwin se encargó de reunir con mucho cuidado a todos los testigos y organizar mi defensa. Me evitaron la vergüenza de aparecer públicamente como un criminal, puesto que el caso no se presentó ante el tribunal que decide la pena de muerte. El gran jurado rechazó la acusación pues quedó probado que yo me encontraba en las islas Orcadas a la hora en que se descubrió el cuerpo de mi amigo. Y solo quince días después de mi traslado, me sacaron de prisión. Mi padre se emocionó mucho al verme absuelto de los humillantes cargos de asesinato y al comprobar que nuevamente se me permitía respirar el aire puro y regresar a mi país natal. Yo no compartía aquellos sentimientos, porque para mí los muros de una mazmorra o los de un palacio eran igualmente odiosos. El cáliz de la vida estaba envenenado para siempre; y aunque el sol brillaba sobre mí, y sobre aquellos de corazón alegre y feliz, yo no veía a mi alrededor más que una densa y aterradora oscuridad que ningún resplandor podía penetrar, salvo la luz de dos ojos clavados sobre mí… A veces eran los alegres ojos de Henry, languideciendo en la muerte, con las negras pupilas casi cubiertas por los párpados y las largas pestañas que los ribeteaban. En otras ocasiones eran los ojos turbios y acuosos del monstruo, tal y como lo vi por vez primera en mis aposentos de Ingolstadt.
Mi padre intentó despertar en mí sentimientos de afecto. Hablaba de Ginebra, a la que pronto volveríamos… de Elizabeth, de Ernest. Pero sus palabras solo conseguían arrancarme profundos suspiros. Algunas veces, en realidad, tenía deseos de ser feliz, de volver junto a mi adorada prima y regresar al lago azul que me había sido tan querido desde mis primeros años; pero el estado habitual de mis emociones era la apatía, para la cual una prisión es lo mismo que un palacio en el paisaje más hermoso que pueda pintar la naturaleza; y semejante estado a menudo se veía interrumpido por ataques de angustia y desesperación. En esos momentos, a menudo intenté poner fin a la existencia que detestaba, y ello hizo precisas una constante atención y vigilancia, para impedir que cometiera algún horrible acto de violencia. Recuerdo que, cuando me sacaron de la prisión, oí a un hombre decir: «Puede que sea inocente de asesinato, pero lo que es seguro es que tiene mala conciencia.»
Aquellas palabras me conmocionaron. ¡Mala conciencia! Sí, con toda seguridad: tenía mala conciencia.
William, Justine y Clerval habían muerto debido a mis infernales maquinaciones.
—¿Y qué muerte pondrá fin a esta tragedia? —clamaba—. ¡Ah, padre…! ¡Salgamos de este maldito país! ¡Llévame donde pueda olvidarme de mí mismo, donde pueda olvidar mi existencia y a todo el mundo…!
Mi padre de inmediato accedió a mis deseos; y, después de habernos despedido del señor Kirwin, nos encaminamos rápidamente a Dublín. Cuando el carguero partió de Irlanda con viento favorable y abandoné para siempre aquel país que había sido para mí el escenario de tanto dolor, me sentí como si me hubieran quitado de encima una pesada carga. Era medianoche, mi padre dormía abajo, en el camarote, y yo permanecía en cubierta mirando las estrellas y escuchando el rumor de las olas. Agradecí la presencia de aquella oscuridad que apartaba a Irlanda de mi vista, y mi pulso latió con febril alegría cuando pensé que pronto volvería a ver Ginebra. El pasado me pareció entonces una espantosa pesadilla; sin embargo, el barco en el que me encontraba, el viento que soplaba desde las odiosas costas de Irlanda y el mar que me rodeaba me aseguraban, ciertamente, que no había sufrido visiones engañosas y que Clerval, mi amigo y mi más querido compañero, había muerto, víctima de mis actos y del monstruo que yo había creado.
Hice memoria de toda mi vida: la apacible felicidad cuando vivía con mi familia en Ginebra, la muerte de mi madre, y mi partida hacia Ingolstadt. Recordé con un escalofrío el enloquecido entusiasmo que me había impulsado a la creación de mi odioso enemigo, y traje a mi mente la noche en la cual recibió la vida. Fui incapaz de seguir el hilo de mis razonamientos. Mil emociones me embargaron, y rompí a llorar amargamente.
Desde que me recuperé de las fiebres, había adquirido la costumbre de tomar todas las noches una pequeña cantidad de láudano, porque solo gracias a esta droga era capaz de descansar lo suficiente para seguir viviendo. Angustiado por el recuerdo de mis desgracias, tomé una dosis doble y pronto caí dormido profundamente. Pero, Dios mío, el sueño no consiguió liberarme de la memoria y del dolor; mis sueños se poblaban de mil cosas que me aterrorizaban. Hacia el amanecer tuve una