11 Si Voltaire fue, en el s. XVIII, el filósofo no sistemático ni metafísico al que alguien calificó de “un caos de ideas claras”, Foucault fue el Voltaire del s. XX, ese hombre ilustrado pero pesimista cuyo enemigo no fue la Iglesia, la Monarquía o la simple necedad humana, sino la forma de Estado que salió reconstituida de Mayo del 68, y un filósofo ni sistemático ni metafísico tampoco al que yo calificaría como “el orden riguroso y metódico de las ideas confusas”…
12 No confundir con la compasión colectiva representada por las cabezas visibles que vemos en los informativos estos días, o con la compasión de las ayudas al Tercer Mundo, menos aún con la de las donaciones de los milmillonarios a la americana. Mientras que la primera es pura liturgia de reafirmación del poder tras el revuelo, las segundas no son más que realizaciones varias de la máxima que dice que “cuando el mercado no tiene compasión, la compasión tiene mercado”... (Curiosamente, por cierto, el liberalismo siempre pensó que el ser humano es malo y rapaz hasta la médula, pero creó un espacio de economía política propicio a dar salida a ese egoísmo e insolidaridad –con la excepción de la filantropía eventual de los ricos–, mientras que el marxismo siempre confió en la bondad última del hombre, muy al modo anarquista, y sin embargo dio lugar a sistemas sociales donde esa generosidad y espíritu comunal eran draconianamente vigilados y controlados, por si acaso… Es por eso, en general, que ser sabio en Geología o en Astrofísica es incomparablemente más fácil que serlo en cosas humanas, ya que el hombre como tal es el tema de estudio más retorcido del universo).
¿Y si el mundo (no) fuera una simulación?
No existe sino esta vida que nos mata.
Proverbio uruguayo
Hasta en los dibujos animados para niños he visto formulada la que parece ser la pregunta metafísica por excelencia del s. XXI: ¿y si el mundo fuera todo él una enorme simulación, como en Matrix? Está tematizada en clips científicos simulados de YouTube, se la hacen filósofos simulados en el aula delante de sus alumnos o en un congreso repleto de espectadores simulados, y lo cierto es que cualquier persona simulada, sola en su cuarto y reflexionando sobre las rugosidades del techo –eso le ha ocurrido hasta al gran Joan Manuel Serrat…–, da en hacérsela a sí mismo a ver si así se libra de los problemas reales que le aguardan en cuanto cruce la puerta. Es tal el poder taumatúrgico que ha adquirido la tecnología desde que tenemos dispositivos móviles (cuando hubiese sido mucho mejor desarrollar la energía de fusión), que ya todos creemos que los chismes lo pueden todo, que no hay límite a lo que los ingenieros y los programadores podrían construir para nosotros o incluso contra nosotros. Si eso lo ensamblamos además con cierto narcisismo fracasado del individuo cableado del Primer Mundo (intentamos querernos más que nada en el mundo, como nos vende la publicidad, de verdad que lo hacemos, pero no lo conseguimos, maldita sea, y entonces nos pasamos al consumo de los placebos de la felicidad), la duda cartesiana está servida: ¿no será toda esta porquería de vida mía una gigantesca simulación por ordenador y yo el único sujeto realmente existente? ¿O estaremos todos enchufados a un Gran Bluff, como los cerebros en la cubeta de Hilary Putnam, víctimas cortazarianas de la imposibilidad estética y lírica de asomarnos al Otro Lado? Yo, que nunca me he hecho esa pregunta, siendo sincero, tal vez porque desde muy temprano tuve un hermano pequeño e incordión que tome en el acto por real, o porque tengo pocas luces, creo sin embargo que no, que es una hipótesis más que falsa, inútil, escapista y absurda, e intentaré explicar sucintamente el porqué.
Primero, porque si todo fuese una Simulación Cósmica, automática como en Matrix, u orquestada en tiempo real como en El show de Truman, habría que señalar antes que nada simulación de qué. En la película de Peter Weir está claro: se simula una correcta vida americana en una edge city, pero esto no es una simulación en el sentido de la interrogación metafísica del friki, es sencillamente una impostura, una tomadura de pelo y seguramente un delito muy grave en la persona inocente y cándida de Jim Carrey. En Matrix, lo que se simula es el Nueva York de finales del s. XX, y lo que se busca con ello es convertir nuestros cuerpos en baterías vivientes bulbosas, de un modo muy poco creíble, porque si eso pudiera hacerse ya se habría esclavizado a todos los animales y de paso a todos los desgraciados habitantes del Tercer Mundo, que soñarían vivir unos en La Arcadia y los otros en Park Avenue. Los barrios de casas sin tiendas ni plaza central de los suburbios de las ciudades norteamericanas existen, y Nueva York también, o existió, y tenía kitschies Trump Towers diseminadas por ahí (por cierto… ¿y si fue él quien planeó el 11-S para acabar con sus competidores?), así que esa no es cuestión metafísica alguna, ni está a la altura siquiera de La vida es sueño de nuestro Calderón de la Barca. La verdadera incertidumbre es, por tanto, si esta vida mía y la de mis parientes y amigos que parece tan fácil, tan rodada (en Siria nadie se ha preguntado los últimos diez años si los bombarderos son reales ontológicamente o sólo epifenoménicamente: son reales y punto…), pero a la vez tan falta de expectativas y tan poco ilusionante ya13, no será, ¡la diosa lo quiera!, una extraña simulación, simulación de nada, que tenga un oportuno interruptor de apagado, un botón de “escape”, una caída de telón o lo que fuera que nos saque de aquí14. Y eso es lo que no tiene sentido, porque una simulación que no simula nada equivale a decir una realidad, puesto que la realidad o no de algo se mide no por lo que esconde detrás, como los operadores de un teatro de guiñol, sino por lo que es capaz de hacer, por su comportamiento posible. Si la CIA, un suponer, tuviera un aparato como el de la obertura de Dune, una caja del dolor en la que metes la mano y te la abrasa, pero sólo mentalmente, eso no dejaría de ser considerado tortura por Amnistía Internacional. O si en un interrogatorio al sospechoso se le hace creer que han cogido a su hijo y le ha clavado un cigarrillo en la piel en la habitación contigua, su declaración ulterior no valdría legalmente un pimiento.
Es real lo que obra, decía Unamuno, no lo que es. Lo que es o no es no lo sabremos nunca a ciencia cierta, ni incierta, a decir verdad15. Como se ha señalado mil veces con otros ejemplos, de la misma manera que una hormiga es constitucionalmente ciega a lo que pueda significar coger un taxi, yo puedo no hacerme cargo en absoluto de realidades que superan por completo mi entendimiento y modo de existencia. Pero sí sé una cosa, y es que cuando yo necesito coger un taxi para llegar urgentemente al aeropuerto, o la hormiga transportar un grano de arroz al hormiguero para beneficio de la comunidad, mi creencia en que aquello que tengo entre manos existe es totalmente real, y la inercia de la hormiga en sacrificarse por el bien de sus congéneres también. No quiero decir que el curso de mi creencia sea real, pero lo creído tal vez no, a la manera de Descartes, sino justamente al revés. Que exista fehacientemente el negocio que me lleva a Texas por avión es lo que origina mi acción de coger el taxi, y que exista el procomún del hormiguero es lo que justifica el esfuerzo que se está tomando Antz. Los efectos no pueden ser más reales que sus causas, y si un científico listillo quiere convencernos de que