O el propio Hölderlin, todavía optimista, en Grecia:
Tanto vale el hombre y tanto vale el esplendor de la vida,
Los hombres a menudo son amos de la naturaleza,
Para ellos la tierra hermosa no está escondida,
Sino que con dulzura se desnuda mañana y tarde.
Los campos abiertos son como los días de la siega,
Alrededor se extiende espiritual la vieja Leyenda,
Una vida nueva vuelve siempre a nuestra humanidad,
Y el año se inclina aún una vez silenciosamente.
(Versión de Vicente Huidobro)
17 Todavía peor: Kant de “nihilismo” por Jacobi, que tuvo que inventar el famoso término aposta para ello.
18 O no tan para siempre. Heidegger lo que intentará será pensar tal substancia en el interior de esas mediaciones históricas, atravesando todas ellas pero sin quedar fijada o presa en ninguna, y para ello apela precisamente a Hölderlin.
De Auschwitz como reducción al absurdo
Una tradición ya con cierta raigambre histórica y oriunda de las altas esferas de la cultura judía (Theodor Adorno, por ejemplo, era judío) obliga a aquel que roza el tema de Auschwitz o, más en general, del Holocausto, a algo así como la mudez por decreto, ya que se entiende que lo que allí sucedió no tiene parangón en los Anales de la Humanidad y representa algo así como la epifanía pavorosa del Mal Absoluto. Naturalmente, esto no sólo no es así, sino que es imposible que sea así. Los seres humanos, condicionados o amparados –cada uno distinga en este punto según su humor, yo prefiero pensar lo primero19, pero seguramente sucedan las dos cosas– por los constructos abstractos de los que se ha dotado, han cometido atrocidades igual de radicales desde tiempos inmemoriales, sin ir más lejos Leopoldo de Bélgica aniquiló casi a título personal (puesto que la compañía de explotación era propiedad suya y no de su reino) a una mayor cantidad de gente que la Alemania nazi en sus peores años de exterminio calculado y no bajo unas formas menos crueles precisamente. El horror es el horror, y no viene al caso ponerse a medir un mayor o menor grado de horror en diferentes momentos de la historia o en diversos sujetos nacionales de carnicerías; cuando un pueblo determinado se ha visto en la posibilidad de ejercer una fuerza desmesurada sobre otro para lograr un objetivo material concreto y ha logrado persuadir a sus miembros de que tal cruzada era justa, pocos se han puesto límites éticos en lo que a destruir al prójimo se trata, y, lo que es aún más horrible: probablemente las víctimas hubieran hecho lo mismo de haber tenido la ocasión. El periplo del hombre sobre la tierra no ha sido ningún camino de rosas precisamente, y si hoy pensamos que hemos alcanzado cierta cota de civilidad, o eso nos parece a la zona rica del mundo, es debido a que esa cota está muy bien protegida por armas otrora inimaginables y por campañas de propaganda audiovisual cuyo alcance y penetración jamás hubieran podido concebirse en el pasado (en comparación, el pobre Augusto, primer emperador de Roma, creía el hombre que para ser querido bastaba con poner su cara en las monedas, promover juegos en el Coliseo y repartir trigo…).
La diferencia, pues, entre el complejo de Auschwitz y los crímenes masivos anteriores que ha registrado la historia no reside en el horror, ni en la cantidad, ni en la vileza del régimen nazi, ni en nociones religiosas como la del Mal Absoluto. Reside, en mi opinión, en el carácter industrial, fabril, del exterminio. Eso es, creo, lo tremendo. Los nazis cogieron a polacos, rusos, bielorrusos, romanís, homosexuales y poco más tarde judíos y los sometieron a un proceso enteramente racional de aprovechamiento humano. Quiero decir que sí, que se les asesinaba de modo horrendo, a hombres, mujeres y niños considerados no arios o anti-arios, como los judíos, pero no sin antes robarles hasta las muelas de oro, vender su ropa y pertrechos, ponerles a trabajar hasta la extenuación, experimentar con ellos como cobayas y, aunque muy minoritariamente, obtener jabón de sus cadáveres. Las SS llegaron a cobrar a los judíos por el viaje en tren hasta los campos, a administrar sedantes a los recién llegados para que no gritasen o escuchasen los gritos, y a poner en marcha potentes motores mientras funcionaban las cámaras de gas para tapar el sonido de los estertores de la muerte. Se oye muchas veces decir que todo esto, todas estas técnicas puestas al servicio de los fines megalómanos del Reich constituyen la mayor irracionalidad de la historia del mundo, y por eso ante ellas sólo cabe la reacción del silencio. Pero en realidad es un poco al contrario: desde la misma construcción de Auschwitz, pasando por la Conferencia de Wannsee donde se decidió la Solución Final (existe una excelente película alemana sobre aquello que es obligatorio ver), y hasta el mismísimo momento del abandono nazi de los campos, todo fue de una racionalidad extraordinaria, si es que lo que deseas es exprimir hasta el fondo a unos prisioneros a los que vas a acabar gaseando. Para cuando el último paso se hace ineludible –lo que los gerentes de los campos llamaban un “musulmán”: un hecho polvo o un enfermo–, la lógica de la sobreexplotación del hombre por el hombre ha llegado tan hondo que lo que lo que ejecutas ya no es nadie, ya no es nada, sólo un desecho corporal esquelético que arrojar a una fosa común y que posee menos valor que el simple jabón.
Por eso me parece que Adorno y Horkheimer, después de todo, tenían razón en ese aspecto. Auschwitz fue algo así como –lo digo con mis palabras– la reducción al absurdo más espantosa y bestial del Occidente moderno. Capitalismo tanto como estajanovismo han exigido por igual del ser humano que dé todo lo que pueda de sí mismo en beneficio de su empresa, o de su negocio, o de su Estado, o de su país. “Trabajar duro” es un orgullo del que aún se jactaba George W. Bush, el lema de cualquier marca o asociación que presuma bien sea de competitividad o bien de altruismo. Debes deslomarte por lo que sueñas, hijo mío, a mí nadie me ha regalado nada. Veo esta mañana a la hora del telediario el anuncio de un programa que por lo visto vuelve esta noche, Maestros de la costura, donde los concursantes corren de un lado para otro a toda mecha para terminar antes, hacerlo mejor, ser seleccionados y lograr colocarse en donde sea. Arbeit macht frei, “el trabajo os hará libres”: esta era la leyenda que estaba inscrita en el forjado de la entrada de Auschwitz. Menos mal que es universalmente conocida como divisa de la infamia, porque si no montones de corporaciones la querrían para sí mismas. El ejemplo, o contraejemplo, de Auschwitz siempre nos sirve para recordar el crimen descomunal que no puede volver a ocurrir (en Alemania, de hecho, conservan alambradas y torretas que se pueden ver desde la autopistas; los alemanes son un pueblo profundamente arrepentido20, y no es para menos), pero también, a mi juicio, de que el trabajo no nos hace nada, ni libres ni felices, si es otro el que te coacciona a hacerlo y si no encuentras satisfacción alguna en ello. Hace dos meses, un compañero mío se jubiló, y dejó escrita una cosa graciosa, algo así como: “¡ay,