La representación como borradura
A lo largo de la historia, el encuentro entre culturas diversas da paso a la interpretación del otro desde un imaginario ajeno, en algunos casos considerado su opuesto, constituido no solo por una realidad distinta sino también por mitos y utopías. Ese encuentro y el movimiento sucesivo de interpretación implican la traducción –el truco– de las imágenes percibidas a las propias categorías, borra aspectos propios de esa otra particularidad y construye una mitologización. De ahí que «toda interpretación es una traducción» (Derrida, 2008, p. 390). Esto es algo que puede verse en las imágenes construidas por los cronistas y los artistas en la corte de Carlos V, quienes plasmando lo que no conocían construyeron un imaginario. Las imágenes de aquella época –a pesar de su realismo– no retratan la realidad sino la construyen; nos muestran al otro desde el imaginario del colonizador. Por consiguiente, ese proceso de hacer sentido consiste en la operación de absorberlos –devorarlos–.
La representación es el resultado de la traducción, «cuestión de traducción entre lenguajes» (Derrida, 2008, p. 390). Desde esta lógica, mientras más radicalmente distinto sea el otro, más intraducible o incomprensible y para la razón colonial la comprensión es la condición para la negociación. Cuando Fray Bernardino de Sahagún ([1582] 2006) elabora una lectura de las costumbres de la cultura mexica, reflejó más de sí mismo que de aquella cultura. Mira a las mujeres mexicas desde su ojo occidental cuando escribe: «¡Oh hija mía muy amada, mi palomita!, si vivieres sobre la tierra, mira que en ninguna manera te conozca más que un varón; y esto que ahora te quiero decir, guárdalo como mandamiento estrecho» (p. 336). La misma lógica rige su lectura de las costumbres mesoamericanas. La pretensión del «Uno» no tolera la pluralidad.
En la actualidad, como escribe Derrida, «simplemente se ha cambiado de soberano […] Se destruyen los muros pero no se deconstruye el modelo arquitectural que […] va a seguir sirviendo de modelo, e incluso de modelo internacional» (2008, p. 333). La homogeneización –resultado del movimiento devorador civilizatorio– a la que aspira la publicidad depende de la anulación de la multiplicidad y la diferencia, de la diferencia de los demás y la diferencia dentro de cada cual, parafraseando a Karen Barad (2012), de toda interpelación, sorpresa o descubrimiento de un otro que no sea el propio reflejo o la diferencia cuantitativa –mera variedad en la oferta–. El mercado de las diferencias es la única democracia que realmente conocemos. La anulación de posibilidades de producción de conocimiento fuera del marco del capital y su máquina representacional están vedadas desde la mera concepción del imaginario. El conocimiento solo es tal cosa si es un medio para el lucro. María Lugones (2007) señala que:
La transformación civilizadora justificaba la colonización de la memoria, y por ende de los sentidos de las personas de sí mismas, de la relación intersubjetiva, de su relación con el mundo espiritual, con la tierra, con el mismo tejido de su concepción de la realidad, de su identidad, y de la organización social, ecológica y cosmológica (p. 108).
El capitalismo se apropia de los saberes tanto como los crea, hace saber como quien sabe, en ello radica su ejercicio político. «El orden del saber nunca es ajeno al del poder, ni el del poder al del ver, al del querer y al del tener» (Derrida, 2008, p. 330). La publicidad encarna y transmite los saberes del capitalismo avanzado a la vez que moldea los de la sociedad. De manera consecuente, Derrida (2008) escribe:
El relato o la representación no vienen aquí, posteriormente, a contar, narrar, describir, representar el poder providencial del soberano, sino que ese relato y esa representación forman estructuralmente parte de esa soberanía, que constituyen su estructura constitutiva, su esencia dinámica o enérgica, su fuerza, su dunamis, incluso su dinastía. Pero también su energeia, que significa el acto, la actualidad, y asimismo su enargeia, que significa cierto destello de la evidencia, cierto brillo (p. 340).
La publicidad también moldea la manera como nos aproximamos a las imágenes en general y cómo vemos al otro. Se nos ha enseñado, en las palabras de Rivera Cusicanqui (2015) a «individualizar a tal punto nuestra mirada, que sólo podemos mirarnos a nosotrxs mismxs, «mirando la pena de los demás» (p. 294). Cuando la alteridad parece presentarse en la imagen publicitaria esta no es más que una curiosidad; la curiositas banalizada como telón de fondo, mera estrategia de marketing para la exaltación de lo «Mismo», por contraste. El comercial de bebida carbonatada o el de computadoras portátiles no nos hablan de la dignidad de las vidas que han sido históricamente ignoradas, sino que reducen la lucha social al consumo de un producto y anulan las voces de sus protagonistas desde la ventriloquia. El movimiento de universalización –la globalización económica contemporánea como soberanía indivisible– que consolida la homogeneización de la representación es también, en su movimiento de idealización, un movimiento despoetizante. Cierra toda posibilidad de significación; habla por el otro, le quita su tiempo al otro. Se presenta como saber absoluto. Esta es su trampa.
Sin embargo, no hay presencia sin ausencia.
La diferencia posibilita la oposición de la presencia y de la ausencia. Sin la posibilidad de la diferencia, el deseo de la presencia como tal no hallaría su respiración. Esto quiere decir al mismo tiempo que ese deseo lleva en sí el destino de su insatisfacción. La deferencia produce lo que prohíbe, vuelve posible eso mismo que vuelve imposible (Derrida, 1986, p. 183).
La imagen desencarnada: Solidificación del sujeto
Otro cimiento de la arquitectura publicitaria es el de la banalización de la experiencia humana. En ella, la corporalidad está siempre desencarnada –marioneta, el devenir qué del quién. La borradura de la diferencia encuentra su cúspide en la anulación de la corporalidad, es una mirada desencarnada que desencarna lo que re-presenta, que le arranca, en el acto mismo de la representación, su singularidad (Deleuze, 1991) (9) y relacionalidad, convirtiéndolo en piedra, construyendo un tótem como modelo de rol: el estereotipo del «Hombre» (y la mujer concebida desde la mirada masculina) congelado en el tiempo. Es esta estatua de piedra a la que aspira parecerse el consumidor, es su «estilo de vida». Como lo plantea Haraway (1999), este es el relato del hiperproduccionismo y la ilustración, que gira alrededor de la reproducción de la imagen sacra de lo idéntico, «de la única copia verdadera, mediada por las tecnologías luminosas de la heterosexualidad obligatoria y la auto-procreación masculina» (p. 125). La prescripción de la representación es el mandato de la autenticidad; el gesto autoritario del falocentrismo.
Esa alternativa única de existencia se nos presenta hoy como en un bombardeo en nuestros dispositivos, aparatos cada vez más delgados y sencillos, más fáciles de sostener, como capaces de capturar nuestra atención cada vez más. Incluso cuando el mundo o los cuerpos parecen detenerse, el mundo virtual de nuestras pantallas le otorga el sentido de movimiento a nuestros cuerpos estancados. «La technê quizás sea siempre la invención de los límites», escribe Derrida (2008, p. 350). Ese movimiento de la imagen –su performatividad característica– es circular. Cual péndulo, la repetición de las imágenes nos hace entrar en un estado de hipnosis que nos vuelve a la vez inmunes a la representación y moldeables por sus efectos. Este es su doble movimiento, la manera como la imagen publicitaria opera: por medio del contenido y por medio de la repetición ad-infinitum de su mensaje. Repetición que, siguiendo el principio de Hebb (Page et al., 2006), consolida patrones neuronales haciendo