Las huellas (se) borran, al igual que todo, pero pertenece a la estructura de la huella que no esté en poder de nadie borrarla ni sobre todo «juzgar» acerca de su borradura, menos todavía acerca de un poder constitutivo garantizado de borrar, performativamente, aquello que se borra. La distinción puede parecer sutil y frágil, pero esta fragilidad afecta a todas las oposiciones sólidas que estamos rastreando y despistando, comenzando por la de lo simbólico y lo imaginario en la que se apoya, finalmente, toda esta reinstitución antropocéntrica de la superioridad del orden humano sobre el orden animal, de la ley sobre el ser vivo, etc., allí donde esta forma sutil de falogocentrismo parece dar testimonio a su manera del pánico (p. 164).
Esa huella –el trazo de una ausencia originaria– puede ser una posibilidad para la apertura a la diferencia, un primer movimiento para comenzar a desligarnos de la visión dominante normativa del yo, reforzada por la imagen publicitaria y el discurso hegemónico que difunde. Asimismo, para encaminar una revolución poética de la imagen y la deconstrucción de su arquitectónica falogocéntrica.
Un ojo que mira sin ser visto
La construcción de una imagen, incluso mental, parte de una visión previa del mundo. La percepción consiste en integrar los estímulos visuales a ideas y experiencias previas para hacer sentido de ellos, de modo que pueda generarse una respuesta (todo saber se construye sobre un pre-saber, en términos cognitivos). La percepción visual da paso al procesamiento de las imágenes en el cerebro, lo que sucede a partir no solo de las funciones neuronales sino también de las experiencias singulares, influidas a su vez por un imaginario dominante; mnemónica despótica. Esto podría explicar a grandes rasgos las razones por las que la imposición del imaginario occidental-patriarcal-colonial fue dando paso, a su vez, a la construcción de una serie de valores estéticos particulares. El ojo occidental –blanco, masculino y racional– central a los procesos de colonización establece el punto desde el cual debe verse el mundo y con ello la noción misma de la representación como la capacidad de capturar algo tal cual es como estable o fijo, en su naturaleza, como se la mira. Se traza un umbral imaginario, la distinción entre una luz que ilumina la realidad y una sombra –cual caverna– bajo la cual queda todo aquello que no forma parte de esta. Ese lugar para la visualización se constituye como un punto fijo –el punto de fuga humanista como punto único de referencia. Como las líneas perspectivísticas, esa posición permite solo una percepción lineal y una representación lógica, calculada, de lo que se ve mientras que lo que no entra en ese cálculo sencillamente no puede verse y por ende no existe. La idealización del colonizador en la representación narrativa y pictográfica del mundo juega un papel central en la construcción del paradigma colonial –la justificación de su causa– una representación cristalizada con el paso de los siglos a fuerza de repetición que hoy sigue presente en el imaginario del capitalismo avanzado.
A inicios del siglo XIX, mientras que Latinoamérica atraviesa una etapa convulsa que lleva a sus guerras de independencia, Alexander von Humboldt desarrolla una obra amplia en la que describe sus exploraciones y observaciones del exotismo natural de sus territorios, convirtiéndose en el interlocutor más influyente del proceso de redefinición de la imagen de dicho contexto, celebrado tanto por Darwin como por Bolívar, quien declara que Humboldt es «un gran hombre que con sus ojos sacó a América de su ignorancia y con su pluma la representó tan hermosa como su naturaleza» (Pratt, 2003, p. 112). Esta percepción se suma a la imagen construida del continente, homogénea y desde la lógica de visualización occidental. Con la invención de la cámara fotográfica, el imaginario imperialista se populariza. La fotografía se convierte en una actividad emocionante para aquellos en el centro, cuyo propósito es el de la captura de imágenes que evidencien «el peso del hombre blanco». (5) Desde la mirada de la cultura imperialista, la fotografía posibilita la construcción de un mundo exótico, atractivo para el estudio y el turismo, una nueva curiosidad; la solidificación de la identidad europea. «¡La curiosidad se ha convertido en una pasión fatal, irresistible!», anota Baudelaire (1995). Como lo menciona Derrida (2008), existe una relación inesquivable entre la curiosidad y la autopsia, «el subjetil de un cadáver en algún teatro anfiteatral […] una tribuna en la que se expone, se diseca y se analiza la carne de un ser vivo que ya no es tal ser vivo» (p. 328) y, Susan Sontag (2003) agrega: «desde que se inventaron las cámaras en 1839, la fotografía ha acompañado a la muerte» (p. 32). Así, la captura fotográfica entra en juego en el movimiento del «devenir-objeto de un ser vivo» (Derrida, 2008, p. 328).
Como fotografía, el cine, enfoca en sus inicios topografías y culturas desconocidas y las encuadra como monstruosas para el ojo europeo; lo desconocido puede ser tan atractivo como repudiado. Lo que previamente no ha podido ser visto por la mayoría es percibido en muchos casos desde el terror. Y es que, si bien la alteridad americana se viene construyendo desde la representación pictórica del siglo XVI (basta recordar las representaciones de Theodor de Bry), es gracias al lente fotográfico y el auge del discurso científico que se retrata desde un ojo objetivo –la mirada conquistadora desde ninguna parte a la que se refiere Haraway (1995)–, fiel a la realidad, la prueba fehaciente de la existencia de los otros y de su otredad, su evidencia irrefutable. Como escribe Sontag:
Al emanciparse del trípode, la cámara se hizo en verdad portátil y, equipada con telémetro y diversas lentes que permitieron inauditas hazañas de observación próxima desde un lugar lejano, hacer fotos cobró una inmediatez y una autoridad mayor que la de cualquier relato verbal en cuanto a su transmisión de la horrible fabricación en serie de la muerte» (2003, p. 34).
Este es el instrumento central de la ciencia en la zoología, la antropología, la botánica, la entomología, la biología y la medicina, en la segunda mitad del siglo XIX e inicios del XX, un proceso que anatomiza todo aquello que no entra en la categoría de «Humano». Las inclinaciones ópticas del discurso antropológico occidental del siglo XIX se encuentran, aún hoy, en la base de la representación cinematográfica de territorios y culturas no occidentales. Walter Benjamin escribe ya en el primer cuarto del siglo XX que «en poco tiempo, todas las posibilidades del retrato dependían en la ausencia de contacto entre la fotografía y la realidad» (1972, p. 8). La fotografía es el instrumento –la técnica– por medio del cual se construye y refuerza el imaginario de la misión civilizatoria, como prótesis de la mismidad, un ojo que mira sin ser visto. «El observador es un príncipe que goza en todas partes de su incógnito, anota Baudelaire (1995, p. 87) mientras Haraway (1995) se pregunta: «¿con la sangre de quién se crearon mis ojos?» (p. 330).
El lazo que existe entre la fotografía y la industrialización también coloca a los cuerpos en una posición de pasividad, donde «el rostro humano fue rodeado de un silencio dentro del cual la mirada se encontraba en reposo» (Benjamin, 1972, p. 8). Mientras que el ojo europeo celebra la idea de capturar y congelar su propio tiempo (6) y los logros tecnológicos, científicos y de expansión evidencia el «progreso», la cristalización de los prejuicios y los estereotipos fija también el discurso hegemónico y consolida el capitalismo. Los instrumentos tecnológicos se convierten, en consecuencia, en prótesis necesarias para la expansión del discurso ideológico en general.