A finales del siglo XIX, Charles Baudelaire advierte que «si se le permite a la fotografía complementar el arte en alguna de sus funciones, el segundo pronto será expulsado y arruinado por ella, gracias a la confabulación natural que habrá crecido entre la fotografía y la multitud» (citado por Benjamin, 1972), a lo que Benjamin responde:
En estos días desafortunados ha aparecido una nueva industria que ha contribuido no poco a la confirmación de una estupidez vacía en su creencia […] que el arte es y puede ser nada más que la reproducción fiel de la naturaleza […] un dios vengador ha escuchado la voz de esta multitud (p. 25).
Desde su concepción eurocéntrica, el lente fotográfico captura al sujeto (Derrida, 1991) (7) convirtiéndolo en su objetivo. A su vez, la cámara se asume objetiva, ajena al ojo que mira a través de ella. Es ya ella misma una visión desencarnada. Re-produce a la vez que impone su punto de vista. Nos presenta la naturaleza de lo convenido como verosímil o, en las palabras de Derrida, «el ver autópsico del saber teórico» (2008, p. 348). Estas son las reglas del falogocentrismo, delineadas por la nostalgia de un mundo único y verdadero, como escribe Haraway (1995), quien también plantea que «la visión es siempre una cuestión del “poder de ver” y, quizás, de la violencia implícita en nuestras prácticas visualizadoras» (p. 330). La vida se subsume a la representación, lo verosímil se vuelve tiranía, «violencia de la luz» (Derrida, 2008, p. 342). El ojo, la mirada, la construcción de la imagen en el imaginario hegemónico, es capaz de dar la vida, como lo es de dar la muerte. Derrida (2000) cuestiona: «¿Cómo se da uno (la) muerte en este otro sentido en el que darse (la) muerte es también interpretar la muerte, representársela, figurársela, darle un significado, un destino?» (p. 21).
En el siglo XXI, la bestia parece reforzarse, nos devora desde dentro. Gracias al desarrollo tecnológico y la democratización de la cámara
–la «mundialización del modelo autópsico» (Derrida, 2008, p. 347)–, comenzamos pronto a construir nuestras propias imágenes, a concebirnos, nosotros mismos como imagen, siguiendo las normas establecidas para ello. Nos miramos desde un ojo que nos anula –al concebirnos desde el individualismo– en el proceso de construirnos artificialmente, que nos moldea de acuerdo con criterios estéticos únicos (los de la falsificación), que nos impone filtros. Nos miramos a nosotros mismos desde ninguna parte. Nos vemos sumergidos en la «estructura de este dispositivo de saber-poder, de poder-saber, de saber ver y de poder-ver soberano» (Derrida, 2008, p. 333).
En la creación compulsiva de imágenes del yo nos auto-afirmamos como individuos-fetiche; reflexión, solidificación de lo «Mismo». Como apunta Haraway (1995) «la vista en esta fiesta tecnológica se ha convertido en una glotonería incontenible» (p. 325). Así, todo lo que estas imágenes nos muestran, y la manera como nos moldean, nos reducen a la representación, y la representación da cuenta de lo que existe en el mundo. Mientras que el movimiento del capitalismo es el de la autopsia, «el devenir qué del quien», el «devenir objeto de un ser vivo» (Derrida, 2008, p. 328), la transformación de todo lo vivo en mercancía, la imagen publicitaria es su anfiteatro y el escalpelo. Como escribe Haraway (1995) «como truco divino, este ojo viola al mundo para engendrar monstruos tecnológicos […] El ojo caníbal de los proyectos masculinistas extraterrestres para un segundo parto excrementicio» (p. 325). Queda ya solo una marioneta, resultado de la renuncia (el intento de su aniquilación) a la corporalidad.
La imagen publicitaria como promesa de un mundo por-venir
La imagen publicitaria se sostiene de las mismas estructuras que configuran la representación desde la expansión de la razón colonial. Su arquitectónica, que establece el umbral como mandato y como comienzo, es «la figura de una hegemonía forzada» (Derrida, 2008, p. 397). Como lo plantea Derrida:
No habría soberanía sin esa representación […] La soberanía es esa ficción narrativa o ese efecto de representación. La soberanía saca todo su poder, toda su potencia, es decir, toda su omnipotencia, de este efecto de simulacro, de este efecto de ficción o de representación que le es inherente y congénito, co-originario en cierto modo. Lo que hace que –paradoja– al transmitirle al sujeto lector o espectador de la representación narrativa la ilusión de que él mismo mueve soberanamente los hilos de la historia o de la marioneta, la mistificación de la representación está constituida por este simulacro de un auténtico traspaso de soberanía (2008, p. 341).
Creadas desde ese ojo que mira sin ser visto, estas imágenes son el resultado de los mismos mecanismos bestiales de visualización colonialista, acaso la cúspide de su ipseidad. No obstante, en la época del llamado Antropoceno, (8) la de la cuarta era industrial y la sexta gran extinción, en pleno avance de la economía del conocimiento (la cual perpetúa patrones históricos de exclusión) ante la amenaza de la devastación del cambio climático, la publicidad también está cargada de promesas.
El capitalismo actual, al que Rosi Braidotti (2018) se refiere como capitalismo cognitivo, depende de las tecnologías avanzadas, la financiarización de la economía y el poder exorbitante de los medios y los sectores culturales, donde el trabajo es concebido de manera simultánea como algo sofisticado y no regulado y por lo tanto descaradamente explotador. Además, mientras que el capitalismo avanzado promueve la «proliferación cuantitativa de múltiples opciones de bienes para el consumo y activamente produce diferencias desterritorializadas en nombre de la mercantilización» (Braidotti, 2018, p. 11), la imagen publicitaria se aprovecha del sentimiento de inadecuación resultante para ofrecer alternativas.
De ese modo, la publicidad enfoca todos sus esfuerzos en la construcción de un futuro, concebido desde una noción de tiempo lineal y progresivo que no deja de ser moneda falsa. Su sentido radica precisamente en que no exista dicho progreso (al menos no uno que pueda librar al potencial consumidor de ese sentimiento que lo lleva a aspirar a un mejor futuro –representado por un labial, un auto o un viaje–, sin importar sus circunstancias reales). Ser consumidor implica la renuncia al devenir. Una vez convertido en consumidor, el sujeto permanece en un estado fijo (no necesita participar activamente o incluso moverse de su espacio íntimo) mientras las mercancías están en movimiento: son estas las que progresan. Nuevos modelos sustituyen anteriores, son abundantes y se reproducen y mejoran permanentemente; nos hacen volver por más, nos otorgan agencia (su ilusión) de acuerdo con sus reglas. Como lo plantea Massumi (citado por Baidotti, 2018), la rapidez con que los productos cambian acorta la carga virtual del presente, lo infectan con la temporalidad internamente contradictoria de los fetichismos de la mercancía. La imagen publicitaria ejecuta el mandato soberano, expuesto así por Derrida (1995, 2008), de darle o quitarle su tiempo al otro. Esta demanda atención permanente a la vez que siembra un sentimiento perenne de anhelo por el por-venir, concebido como hedonismo, uno que nunca llega.
El gozo (cínico e individualista) no es más que el consumo desenfrenado, nunca satisfecho; acumulación de objetos y experiencias que no son más que la satisfacción de un imaginario, que quedará registrada en las imágenes que integran la pantalla-vitrina de cada uno –su timeline–, el registro de vidas conquistadas desde la posesión, el lugar donde el ser es tener o, al menos, su apariencia, como «exceso o… una hubris del más, del más que» (Derrida, 2008, p. 330). El discurso publicitario es siempre una promesa y la promesa del progreso por-venir es la «bobada testaruda» (Derrida, 2008, p. 358) que establece la relación poder-saber-ver-deber. Así, toda posibilidad real de agencia queda, de entrada, prohibida –fuera de vista–. Como escribe Derrida, no nos queda más que «contentarnos con soñar con el paraíso y que, al mismo tiempo, la promesa o la memoria del