Llegaron con diez días de antelación a Australia para entrenar a fondo sobre hierba. Ambos eran consumados especialistas en tierra batida y necesitaban dedicar horas extra para adaptarse a una superficie tan distinta, tanto más rápida. “Estuvimos varios días trabajando muy intensamente en sesiones de mañana y tarde, con un preparador físico argentino que había contratado él y que era una gran persona y un gran profesional. Recuerdo que al principio yo le pegaba unas palizas increíbles, lo que probablemente le ayudó. El caso es que acabó ganando el Masters. Yo, en cambio, perdí ante Raúl Ramírez e Ilie Nastase en la fase de grupos y no me clasifiqué para las semifinales”.
Entonces, cuando estaba a punto de arrancar el Masters, se produjo otra de las situaciones que acabarían por enterrar la amistad que habían mantenido Manuel y Guillermo. “Cuando llegaron Connors y Borg a Australia, en una rueda de prensa Vilas dijo: ‘Yo el año que viene quiero jugar el dobles con Borg, soy un admirador suyo y quiero jugar con él’. Y claro, yo había estado jugando con él cuando era mejor jugador que él y de repente dice esto sin decirme nada antes. Esto me dolió un poco”. Como indica Manuel con su sinceridad transparente, la base de todos esos comportamientos estaba en su deficiente gestión del éxito personal. “El problema fue cuando se creyó mejor que yo. Porque podría haberme dicho ‘Oye, voy a jugar el dobles con otro, muchas gracias por haber jugado conmigo’…”.
Tras completar una segunda mitad del año 1974 impresionante en lo deportivo, con nada menos que siete títulos y con el sensacional y muy meritorio broche de oro que suponía esa victoria sobre hierba y frente a los mejores en el Masters, Vilas también había completado en esos seis meses una transformación humana notable. En este caso, como pudo comprobar Orantes, no tan positiva.
Cinco ‘match-balls’ salvados
Orantes resume toda aquella etapa de desencuentros con Vilas con meridiana claridad: “Empezó a hacer cosas que a mí no me gustaron. En 1975, cuando volvimos a vernos, la relación ya fue más distante. Y en vez de recuperar la amistad que teníamos fue al contrario. Todo lo que había pasado hacía que le tuviera más ganas en la pista”. Trasladando todo aquello a lo que nos ocupa, a la histórica remontada, Manuel aclara: “Por eso en la semifinal, cuando iba 5 a 0 en contra en el cuarto set, me seguí agarrando. A lo mejor si hubiera sido contra otra persona hubiera claudicado, pero no contra él”.
De hecho, Orantes confiesa que aquella experiencia de amistad y posterior distanciamiento con Vilas marcó para siempre sus posteriores enfrentamientos en pista. “Desde entonces todos los partidos que jugué con él fueron para mí muy intensos. Cuando una persona no me caía bien me agarraba más al partido. En cambio perder con un amigo, como por ejemplo en Roma me pasó una vez con Nastase, era otra cosa. Él había jugado las semifinales con Bertolucci, y el público italiano lo trató a matar. Al día siguiente yo jugué la final con él y, claro, el público estaba en su contra. Yo me sentí fatal, porque a mí Nastase me caía bien. Recuerdo que me ganó y casi me sentó bien. Es decir que a mí, cuando una persona me caía bien, no me importaba tanto perder. Pero cuando no me llevaba bien era distinto”.
Puestos a analizar esos cinco match-balls salvados, vale la pena reflexionar antes sobre la inusual y exclusiva forma de contar en el tenis. Desde que a finales del siglo XIX los ingleses inventaron este deporte, se ha convertido en uno de los más célebres del mundo. Cuenta con millones de practicantes y también se cuentan por millones los apasionados seguidores de los circuitos profesionales. Y si en fútbol, por citar a su primo hermano más poderoso, todo el mundo sabe a las claras lo que quiere decir 1 a 0, 0 a 3 o 12 a 1 (¡qué alegría aquella victoria agónica de España contra Malta para entrar en la Eurocopa de 1984!), la inmensa mayoría de los practicantes o aficionados al tenis no saben por qué se dice 15 a 0, 30 iguales o 40 a 30.
Este modo de contar proviene del sistema sexagesimal. Antiguamente el tanteo de cada juego se llevaba con la esfera redonda de un reloj, de modo que por cada punto obtenido se movía la aguja un cuarto de vuelta. Así, con el primer punto la aguja se desplazaba al 15, con el segundo al 30, con el tercero al 45 y con el cuarto se cerraba el círculo y se concluía el juego. Con el tiempo, por mera economía de lenguaje, el parcial 45 se convirtió en 40, propiciando la actual secuencia de 15, 30, 40 y juego. Esa puntuación para completar un juego y la consiguiente de los seis juegos que completan un set procede de la astronomía antigua, en la que se usaba un sextante para medir la elevación del Sol.
El sextante es un instrumento que permite medir la separación angular entre dos objetos, tales como dos puntos de una costa o un astro, generalmente el Sol, y el horizonte. Es un instrumento común en la navegación clásica. El nombre sextante proviene de la escala del instrumento, que abarca un ángulo de 60º, o sea una sexta parte de un círculo completo. En resumen, cada sextante se divide en cuatro partes (15º-30º-45º-60º equivalentes al tanteo 15-30-40-juego), y a su vez es la sexta parte de una circunferencia de 360º: si cada juego son 60º, con seis juegos se completa la circunferencia de 360º, es decir el set. Esta forma de puntuar corresponde a unas mediciones que a finales del siglo XIX eran tan usuales como para nosotros ahora el sistema decimal.
Llevado a la práctica del tenis, lo que este tipo de tanteo permite es que sea un deporte justo. Hay partidos de fútbol, por seguir con el ejemplo anterior, que se ganan con un gol en propia puerta en el tiempo añadido, con un penalti simulado o por un fuera de juego equivocado. En el tenis la compartimentación progresiva entre juego, set y partido contribuye a la justicia del juego. Cada escalón hay que ganarlo a pulso. Cada etapa hay que concluirla y derribar la puerta de entrada a la siguiente con un último golpe de gracia. Eso requiere valor, esfuerzo, creer en uno mismo. Este mecanismo propicia que los partidos de tenis puedan tener desenlaces tan imprevisibles como, a la postre, justos.
El hecho de requerir tres sets para ganar un partido de un torneo del Grand Slam, como es el caso que nos ocupa, ofrece siempre una opción nítida de remontar al que, tras perder un set, va por detrás. Si uno se entretiene en observar resultados del circuito profesional, se lleva la sorpresa de ver la cantidad de veces que a un 6-1 le sucede un 2-6, a un 6-2 un 1-6, a un 6-0 un 1-6…. Cada nuevo set es un borrón y cuenta nueva. Una etapa distinta que mide desde cero, de nuevo, las energías y propósitos de los contendientes. Y, al margen de la técnica, cada vez que se aborda un nuevo set, el físico y sobre todo la cabeza van siendo más y más importantes.
En el tenis el elemento suerte queda minimizado por el sistema compartimentado del tanteo. Porque no se cierra un juego sin sumar cuatro puntos, o más si se llega al deuce y las ventajas. No se gana un set sin ganar seis o siete o 70 juegos (caso del John Isner-Nicolas Mahut de primera ronda de Wimbledon 2010, el partido más largo de la historia del tenis, que duró 11 horas y seis minutos jugadas a lo largo de tres días y cayó del lado del norteamericano por 6-4 3-6 6-7(7) 7-6(3) 70-68. Ni se gana un partido sin anotarse dos o tres sets. Sucede también en cualquier proyecto que se acometa en la vida. Si no se llega hasta el final, si algo queda inconcluso, no sirve.
Eso llevado a la situación que nos compete, la semifinal del US Open de 1975 contra Vilas y el marcador de 0-5 15-40 en el cuarto set que desemboca en el primero de los cinco match-balls, da la dimensión de la hazaña de Orantes: todo lo que debía remar para ganar, y de hecho remó, al lado del breve pasito que le quedaba a Vilas, un solo punto en cinco ocasiones distintas, para presentarse en la final. Si contamos aproximadamente los puntos que se jugaron hasta el final tendremos la proporción de la hazaña. Suponiendo que disputaran una media de seis puntos en los 17 juegos restantes, salen 102 puntos. Orantes levantó cinco match-balls, esquivó cinco guillotinazos que amenazaban con apearle del torneo, para seguir peleando otros cien puntos hasta ser él, entonces ya definitivamente, finalista del US Open.
Parte de la belleza del tenis es que plantea una lucha despiadada. Dos energías opuestas pelean por un mismo objetivo. Es una guerra. La vida es un conflicto constante. Está llena de confrontaciones sin medias tintas. Lo vemos entre los animales en las violentas persecuciones de los depredadores a sus presas: