Hasta aquel verano de 1975, no se puede decir que la relación entre Orantes y el US Open fuera buena. Algo lógico, en todo caso, al disputarse sobre una superficie tan poco favorable para él como la hierba. Su mejor guarismo habían sido los cuartos de final. Y aquel episodio quedaba ya lejos, en el año 1971, cuando cayó ante Arthur Ashe sin ofrecer excesiva resistencia, 1-6 2-6 6-7. Pero el hecho de que en aquella edición pasara a disputarse sobre tierra batida cambiaba radicalmente las cosas. Los números estaban ahí. Ese año, catapultado por la recuperación física de la espalda, Manuel había disputado diez finales sobre tierra, anotándose siete títulos. Era, sin duda, el gran dominador de esa superficie.
El US Open se disputó en 1975 en Forest Hills, nombre del barrio neoyorquino donde se encuentra el West Side Tennis Club. La historia del torneo se remonta a 1881, año de los primeros campeones masculinos, mientras que las chicas se estrenarían en 1887. Pero hasta el inicio de la Era Abierta (Open Era), en 1968, cuando el torneo recibió el nombre de US Open, no acogió en una misma sede y de modo simultáneo las pruebas masculinas y femeninas. Esa primera sede oficial fue la mencionada de Forest Hills, y ese año 1968 el torneo admitió por primera vez la participación de profesionales. El periplo de Forest Hills concluyó en 1978, cuando el US Open se trasladó definitivamente al emplazamiento vecino de Flushing Meadows, concluyendo así la fase de tres años, desde 1975 a 1977, en que el torneo se disputó sobre tierra batida.
Nueva York es la ciudad por excelencia. Ahora y siempre. Si hoy en día es uno de los lugares más carismáticos y magnéticos del mundo, cuesta poco imaginar lo fascinante que debía resultar a mediados de los años setenta. En una época mucho menos globalizada que la actual, el germen neoyorquino, con su energía arrolladora, su mestizaje racial, su espíritu transgresor, su mentalidad abierta, su cotidianidad disparatada, sus proporciones gigantescas, su sensibilidad artística y sus ganas de ir siempre más allá de lo establecido… todo aquello tenía que ser realmente embriagador e hipnótico en el año 1975. Infinitamente más interesante, innovador y estimulante que lo que cualquier español podía tener a su alcance en aquellos últimos meses del franquismo.
Manuel se había casado a finales de 1973, con solo 24 años, con su primera mujer, Virginia, una chica valenciana:
Nos conocimos en el torneo de Valencia, en el Circuito del Mediterráneo, en 1973. Fue un primer encuentro agradable, pero se quedó en eso. Y un día, semanas más tarde, yo había acabado de jugar, estaba comiendo y me dijeron que tenía una llamada telefónica. Resultó ser ella, que me confesó que era una fan y que yo le había caído muy bien. Tampoco entonces pasó nada porque empecé a viajar a los torneos, por lo que vivía casi todo el tiempo fuera, y perdimos el hilo. Pero ella me volvió a llamar muchas veces, hasta que nos conocimos más el verano de ese año 1973. Fuimos a jugar una exhibición a Castellón y coincidió que ella veraneaba en Benicàssim. Y fue ahí cuando nos conocimos más y empezamos a salir juntos.
Desde entonces empezó a viajar conmigo, me acompañaba en todos los torneos. Tener una persona que te acompañara siempre, poder hablar de tus cosas, de tus problemas, me ayudaba mucho. Yo di un salto bastante grande en ese aspecto porque necesitaba esa compañía y esa estabilidad. La prueba es que todos mis grandes triunfos los conseguí después de casado. El mundo del tenis es bastante ficticio, vives como en una nube: juegas, sales, todo el mundo te rodea, te agobia, vives en un estado de excitación y no acabas de relajarte. Para mí fue esencial tener al lado una persona como Virginia que me apoyaba y sabía cómo levantarme el ánimo.
Hay que pensar que hasta entonces Manuel viajaba por todo el mundo con otros tenistas españoles, “pero, claro, ellos a lo mejor perdían en el primer o segundo partido y se iban, y si tú te quedabas, porque ganabas, pues te ibas quedando solo. En cambio, si estaba con Virginia me quedaba con ella, podía hablar de temas personales, y eso me fue muy bien”. El aspecto sereno, elegante, contemporizador e imprevisible que distinguió siempre al juego de Manuel en la pista tenía su correspondencia, con esas mismas virtudes, en su forma de ser.
“Yo soy muy tranquilo, no me gustaba ir a una discoteca ni meterme en líos. No. A mí me gustaba estar con ella, dar un paseo, ir al cine, hacer alguna visita cultural, ver un poco la ciudad, visitar museos”. Esa inquietud intelectual, esas ganas saludables de trascender la obsesión deportiva por el tenis que es tan habitual en la gran mayoría de tenistas profesionales, eran sin duda aspectos distintivos y positivos de la personalidad de Orantes. Y no podía haber mejor escenario para satisfacer esa inquietud que la ciudad de Nueva York. “Entonces se jugaba un día sí y un día no, y el día que no jugabas te lo montabas para entrenar a primera hora y te dejabas el resto del día libre. Y piensa que entonces los países eran muy diferentes entre sí. Hoy en día aquí tenemos lo mismo que en todos los sitios. Pero entonces era otra cosa: la música, la ropa… todo era completamente diferente. A mí me gustaba mucho la música, comprar cositas…”, recuerda con cierta nostalgia.
Durante el torneo, la ubicación de los jugadores en pleno corazón de la isla de Manhattan facilitaba esas escapadas culturales. “Estábamos en el hotel Roosevelt, el hotel oficial que nos hacía precio especial a los jugadores”. Desde ahí Manuel y Virginia aprovechaban cada momento de descanso para salir a recorrer la ciudad como dos turistas más. “Hoy día también encuentras cosas diferentes pero entonces era otra cosa… la música, las obras de teatro, los museos… y todo aquello lo aprovechábamos, aunque es cierto que lo disfruté mucho más luego… Siendo ya veterano, me invitaban cada año, e íbamos con los niños (los tuvo con su mujer actual, Rosa). Entonces sí que íbamos a pasárnoslo bien y descubríamos más la ciudad”.
Manuel relata con entusiasmo las vivencias que acumuló en la década de los setenta mientras recorría el mundo entero con la raqueta. “Entonces los países eran muy diferentes. Veías cosas que te gustaban e impresionaban porque eran desconocidas. Si íbamos de compras había cosas para mi mujer que eran imposibles de encontrar en España, abrigos, chaquetas… Y siempre alguien te recomendaba algún lugar especial… ‘vete a esa fábrica de no sé qué’. De hecho, la primera televisión pequeña que tuve la traje de Hong Kong la primera vez que fuimos a jugar la Copa Davis. Es decir que ibas por el mundo y en cada lugar te encontrabas cosas diferentes”.
Y volviendo a Nueva York, destaca: “Recuerdo que además del privilegio de acceder a los mejores museos, obras de teatro o discos de música, nos quedamos impactados al descubrir el primer mall, un centro comercial gigante con tiendas de todas las marcas, donde pasabas el día, comías… al estilo de lo que es hoy L’Illa de Barcelona”. Desde el prisma de dos jóvenes que procedían de un país sometido a la austeridad franquista, un país en el que una proporción demasiado amplia de la población todavía sufría los rigores del hambre, y en el que el máximo exponente de modernidad eran los antiguos ultramarinos, antecesores de los supermercados que aún estaban por llegar, esos enormes centros comerciales eran percibidos casi como elementos futuristas de ciencia ficción. El contraste entre la modernidad de Nueva York y la paupérrima realidad social española era, a mediados de los setenta, abismal.
También recuerdo que en aquella época íbamos a los torneos en metro. Así era en Nueva York, pero también en Londres, en París y en todos los sitios. No estaban todavía las cosas organizadas como lo están ahora. Los torneos no tenían tanto dinero como para disponer de sponsors de marcas de coches que hicieran de chófers para los jugadores. Así que en aquellos años tenías que ir en metro, como todo el mundo (ríe). Con la bolsa y las raquetas colgadas al hombro. Piensa que como entonces el tenis estaba arrancando y la televisión no tenía tanto impacto, la gente de la calle no nos conocía. Luego poco a poco, cuando el tenis empezó a ser más popular y empezó a retransmitirse más en la televisión, ya fue cambiando.
Pero regresemos a la competición. Como era previsible, los primeros compromisos fueron sencillos para Orantes. Hay que pensar que entonces no existía la igualdad competitiva que hay ahora.
No había tanta dedicación profesional. Para hacerse una idea, en aquella época nadie tenía entrenador, ni preparador físico, ni por supuesto psicólogo o dietista. Ahora cualquiera de los cien primeros jugadores te puede complicar la vida a un partido, pero entonces las diferencias eran