Cada día le pedía a Dios que me llenara de nuevo con su amor y compasión por los demás. Invitaba a gente no creyente a hacer cosas conmigo. Les hacía preguntas para entender mejor quiénes eran y cuáles eran los obstáculos que les mantenían alejados de la fe. Comencé a mencionar a Dios si venía a cuento para ver si eso despertaba su curiosidad por la fe, como había visto hacer a Jesús. Oraba para que Dios me usara. Sobre todo, le pedía a Dios que les abriera los ojos y les hiciera ver la belleza y el asombro del evangelio.
En poco tiempo había entablado amistades auténticas con escépticos que compartían sus vidas conmigo, al igual que yo compartía la mía con ellos. Gracias a las muchas conversaciones, descubrí sus puntos de vista sobre diversos temas, lo que me permitió entender mejor sus creencias. Poco a poco, comenzaron a preguntarme sobre mis creencias. Les expliqué por qué Jesús era tan irresistiblemente atractivo y cómo había llegado a creer que el cristianismo era verdad.
Cuando me preparaba para ir a casa por Navidad, tres estudiantes de mi residencia se me acercaron y me dijeron: “Becky, la forma en que hablas de la fe nos provoca mucha curiosidad. Ninguno de nosotros ha leído la Biblia antes. ¿Estarías dispuesta a leer la Biblia con nosotros? Queremos entender qué viste que cambió tanto tu vida”.
Les dije que ni hablar.
En contra de lo que predico ahora, les dije que era muy nueva en la fe e incapaz de dirigir un estudio bíblico. “¡Yo misma sé tan poco sobre la Biblia!”, les comenté. A lo que respondieron: “¡Entonces aprenderemos juntos!”. Después de que me lo pidieran tres veces, acepté a regañadientes.
Durante las vacaciones de Navidad estuve muy preocupada y oré mucho. La única conclusión a la que pude llegar fue que Dios había provocado aquello. Ya de regreso en la universidad, esa misma semana nos reunimos los cuatro para leer una historia sobre Jesús.
Decir que yo era inepta como líder de estudios bíblicos sería quedarse corto. Nunca había estado en un estudio bíblico, ¡mucho menos dirigido uno! Escoger los pasajes ya fue todo un desafío para mí. Para mi asombro, ellos lo disfrutaron… ¡y yo también! La segunda semana un estudiante más se unió a nosotros y la tercera semana éramos seis.
Si me hubieran preguntado entonces qué pensaba de la evangelización, habría dicho: “Me sorprende decir esto, ¡pero la evangelización no es tan difícil! Si oras, si eres auténtico y te preocupas de verdad por las personas, y si escuchas respetuosamente y tratas de entender sus preguntas y dificultades con la fe y estás dispuesto a compartir tus creencias... ¡descubrirás que tener conversaciones espirituales es algo que ambos disfrutáis! ¡La verdad es que la evangelización es mucho más fácil de lo que pensaba!”.
Todavía lo creo. Incluso hoy, cuando nuestra cultura occidental es cada vez más hostil a la fe y los desafíos en la evangelización son mayores, creo que compartir nuestra fe es más fácil de lo que solemos pensar. Por lo general, los escépticos responden de forma positiva al amor genuino y aprecian nuestro deseo de mantener un diálogo respetuoso. La verdad es que la gente está sedienta de algo a lo que no le acaban de poner nombre, pero que está ahí.
Entonces llegó la segunda experiencia. Las cosas iban a ponerse más difíciles.
Experimentar la hostilidad
La noche de nuestro tercer estudio bíblico regresaba a mi habitación y oí, al igual que todos los demás, un anuncio por los altavoces pidiéndome que fuera inmediatamente a la oficina de la encargada de la residencia. La encargada de la residencia era una mujer de mediana edad que vivía en un apartamento en la planta baja. Cuando entré en su oficina y vi su cara, supe que fuera lo que fuera, era algo serio.
“Becky, ¿es verdad que diriges un estudio bíblico en la residencia?”, preguntó.
“Sí”.
“Pues va en contra de la política de la residencia, y un estudiante ya ha presentado una queja”, dijo.
Me quedé atónita. “Pero yo no he coaccionado a nadie a que viniera. De hecho, ¡otros me pidieron que lo dirigiera!”.
“Becky, ya he tenido reuniones sobre esto con mis colegas de otras residencias. Te lo advierto: ¡Cancélalo AHORA!”.
“¿Pero por qué? ¿Es una violación de la política de la residencia dirigir un estudio bíblico que los propios estudiantes han pedido?”. No estaba siendo arrogante. Estaba aterrorizada, pero también sorprendida.
“Escucha, Becky”, dijo. “Eres joven. No sé cómo te has metido en esta cosa religiosa. Me caes muy bien, pero podrías tener serios problemas. De hecho, si persistes en ello, podrían echarte de la universidad. Así que, por tu propio bien, ¡déjalo estar!”.
“¿Podrían expulsarme de la universidad?”, pregunté incrédula.
“Eso es”, respondió.
Enseguida me vinieron a la mente dos cosas. Primero, mi padre no era cristiano. De hecho, en ese momento, aparte de mi hermana, yo era la única cristiana comprometida en mi familia. La vergüenza que iba a sentir si llegaba a casa de esa manera era insoportable.
Segundo, me di cuenta de que no había orado. Así que clamé en silencio al Señor pidiéndole ayuda. Nunca olvidaré la paz que me inundó de repente. Entonces dije unas palabras que sabía que venían de Dios.
“Quiero honrar a esta universidad y obedecer sus reglas. Realmente quiero ser respetuosa. Pero no puedo detener este estudio bíblico. Debo hacer lo que siento que Dios me ha llevado a hacer. ¿Cómo puedo no hablar de lo que sé que es verdad?”.
“Siento mucho oír eso, Becky”, respondió la encargada de la residencia. “Ahora tendré que llevar esto a mis superiores. Me pondré en contacto contigo pronto. Pero estás siendo una insensata. ¿Me aseguras que no invitarás a ningún estudiante más hasta que volvamos a hablar?”.
“Recuerda que nunca he invitado a nadie. Pero, sí, te lo aseguro”, dije.
Volví a mi habitación, me tiré en la cama y empecé a llorar. Recuerdo haberle dicho al Señor: “¡Señor, eres invisible! La gente no puede verte, pero pueden verme a mí. Y si me expulsan de la universidad, ¡tendrás que ser tú quien se lo explique a mi padre!”.
Una amiga, Paula, vino a mi habitación porque quería saber por qué me había llamado la encargada de la residencia. Se lo conté y, viendo mi angustia, me dijo: “Becky, mi padre es anciano de nuestra iglesia. Ven a casa conmigo este fin de semana y coméntalo con él”.
Ese fin de semana su padre escuchó mi historia con gran compasión y dijo: “Becky, no creo que puedan expulsarte. Pero te lo han hecho pasar bien mal. Esta tarde quiero que leas el libro de Hechos de principio a fin. Te ayudará. Y luego lo comentamos”.
Dejando de llorar, anoté obedientemente el título y le pregunté dónde podía comprar ese libro.
“Esto... Becky, el libro de Hechos está en la Biblia, justo después de los Evangelios”, dijo. Luego, con una sonrisa irónica, añadió, “¡Menudo debe ser el estudio bíblico que estás dirigiendo!”.
Esa tarde, por primera vez en mi vida, leí el libro de Hechos. Nunca olvidaré el momento en que leí Hechos 4:18-21, cuando Pedro y Juan fueron arrastrados ante las autoridades judías y amenazados por predicar el evangelio:
Los llamaron y les ordenaron terminantemente que dejaran de hablar y enseñar acerca del nombre de Jesús. Pero Pedro y Juan replicaron:
—¿Es justo delante de Dios obedeceros a vosotros en vez de obedecerle a él? ¡Juzgadlo vosotros mismos! Nosotros no podemos dejar de hablar de lo que hemos visto y oído.
Después de nuevas amenazas, los dejaron irse.
Cuando leí