Una centella, de esas que vienen de lejos, ya sin trueno, en época de verano en la sierra, le vació las entrañas a la noche. Volví restregándome los párpados a Ángel. Y ni él ni la linterna, ni el poyo, ni nada estaba allí. Tampoco oí ya nada. Sentíme como ausente de todos los sentidos y reducido tan sólo a pensamiento. Sentíme como en una tumba... (p. 51)
La visión de la centella ocurre cuando ambos hermanos se sientan sobre uno de los poyos de la casa. Tal como afirma el narrador, el poyo señala un umbral junto a la puerta, pero, en este caso, simbólicamente el límite que separa a dos mundos o espacios contrapuestos: el de lo racional y el de lo irracional. A pesar de tratarse de un poyo “inmemorial [...] rellenado y enlucido incontables veces”, es decir, absolutamente familiar, la presencia de este elemento, casi imperceptible por su pertenencia a la esfera de lo cotidiano, servirá para anunciar la llegada de lo sobrenatural. La escena, además, añade a esta superposición un cierto tono de tristeza y patetismo que constituye un elemento innovador; el acompañamiento de estas notas subraya la confusión del narrador, pues a la intensidad del sentimiento de orfandad compartido con el hermano se unirá una absoluta falta de explicación para lo que luego sucede: aquel sentirse como muerto expresado por el narrador al final del pasaje. La aparición de la centella se ve también revestida por una característica que comparte con los personajes, pues –así como estos han perdido a la madre– ella también ha sido despojada de lo que le es connatural: el sonido del trueno.
En la escena siguiente, lo sobrenatural nuevamente se manifiesta, pero con una intensidad aún mayor: “Volví restregándome los párpados a Ángel. Y ni él ni la linterna, ni el poyo, ni nada estaba allí. Tampoco oí nada. Sentíme como ausente de todos los sentidos y reducido tan sólo a pensamiento. Sentíme como en una tumba...” (p. 51). El narrador confiesa haber perdido por un instante toda noción de aquello que se entiende por “lo real”, pues la percepción del mundo que lo rodea da paso a la captación de un agujero absolutamente vacío de la realidad (“nada estaba allí”), experiencia en la que desaparece por completo no sólo lo tangible, sino la posibilidad de hallar una explicación a través de una instancia superior o espiritual –que podrían, por ejemplo, proporcionar la religión o la mitología–. De este modo, desprovisto de toda capacidad para ensayar una explicación racional o incluso religiosa del suceso, el narrador se enfrenta a la absoluta aniquilación –la muerte– desprotegido tanto a nivel de su conciencia como de su espíritu.
La experiencia genera momentáneamente una transformación de la apariencia del hermano, aun cuando el narrador confiesa su duda acerca de la exactitud de sus percepciones:
Después volví a ver a mi hermano, la linterna, el poyo. Pero creía notarle ahora a Ángel el semblante como refrescado, apacible y –quizás me equivocaba– diríase restablecido de su aflicción y flaqueza anteriores. Tal vez, repito, esto era error de visión de mi parte, ya que tal cambio no se puede ni siquiera concebir. (p. 51)
Esta incertidumbre se ve ratificada poco después al referirse al retorno de los rasgos de quebrantamiento en el hermano: “Al término de la velada de dolor, Ángel parecióme de nuevo muy quebrantado, y, como antes de la centella, asombrosamente descarnado” (p. 51). Es interesante notar cómo el narrador describe la escena como una “velada de dolor”, es decir, incide nuevamente en el carácter patético que acompaña a lo sobrenatural, lo cual confirma esta tendencia a asociar el ámbito de lo extraordinario con el de la tristeza y la nostalgia y que plantea un distanciamiento frente a los procesos de racionalización que, generalmente, se presentan en la literatura fantástica24.
El relato y el viaje del narrador hacia la hacienda en donde se encuentra la familia, se reanudan y dan paso a la segunda parte del texto. Al final de esta, ocurre nuevamente un evento extraordinario: “Finada la primera jornada del camino, acontecióme algo inaudito. En la posada hallábame reclinado en un poyo descansando, y he aquí que una anciana del bohío, de pronto mirándome asustada preguntóme lastimera: —¿Qué le ha pasado señor, en la cara? ¡Parece que la tiene usted ensangrentada, Dios mío!...” (p. 52). El evento aparece enmarcado en un contexto temporal y espacial muy preciso y similar al que rodea la primera aparición de lo sobrenatural: al final de otra jornada de viaje, en el momento en que el narrador se dispone a descansar, significativamente, “reclinado en un poyo”. Estas dos coincidencias crean un patrón recurrente en el relato, dialogan entre sí y facilitan la coherencia interna del mismo a través del mecanismo de la autorreferencia. La pregunta acerca del origen de la sangre (“¿De dónde era esa sangre?”) y el completo desconcierto que genera en el narrador deriva en otro motivo de lo fantástico que reside en la incapacidad del lenguaje para aprehender la experiencia de lo sobrenatural: “Comprenderase el terror y el alarma que anudaron en mi pecho mil presentimientos. Nada es comparable con aquella sacudida de mi corazón. No habrán palabras tampoco para expresarla ahora ni nunca” (p. 52). La incapacidad expresiva está ligada al hecho de que el narrador –a través del testimonio de la “anciana del bohío”– presiente que la sangre que lleva adherida en el rostro pertenece a su madre y que, retrospectivamente, lo ha estado desde el momento en que creyó consolar a su hermano la noche anterior cuando estaban sentados en el poyo de la casa natal (“Al advertirle así en tal instante, le acaricié y colmé de ósculos sus barbadas y severas mejillas que volvieron a empaparse de lágrimas”). Así, solo en este segundo momento, el narrador toma conciencia de lo que ocurrió en la casa natal, lo cual obliga al lector, a su vez, a revaluar las circunstancias en que ocurrió el evento. Esta necesidad de reinterpretar algo ocurrido antes en el relato es también un rasgo anotado en la literatura fantástica25, pues coloca en un primer plano la materialidad del texto en tanto artefacto de invención pura y revela su rigurosa estructuración.
Como ya se ha dicho, la parte culminante del relato se escenifica en la hacienda situada en la selva, en la que el narrador se encuentra con su familia. Los acontecimientos producidos anteriormente contribuyen a crear un efecto de intensificación en la lectura que preparan al lector para este momento:
Una voz que llamaba y contenía desde adentro a los mastines, entre el alerta gárrulo de las aves domésticas alborotadas, pareció ser olfateada extrañamente por el fatigado y tembloroso solípedo que estornudó repetidas veces, enristró casi horizontalmente las orejas hacia adelante, y, encabritándose, probó a quitarme los frenos de la mano en son de escape. La enorme portada estaba cerrada. Diríase que toquéla de manera casi maquinal. Luego aquella misma voz siguió vibrando muros adentro; y llegó instante en que, al desplegarse, con medroso restallido, las gigantescas hojas del portón, ese timbre bucal vino a pararse en mis propios veintiséis años totales y me dejó de punta a la Eternidad. Las puertas se hicieron a ambos lados. (pp. 52-53)
Progresivamente, el narrador va develando el carácter sobrenatural de la escena a partir de las primeras impresiones que producen en él y en su caballo el reconocimiento de la voz de la madre. El portón detrás del cual aparecerá la figura materna –de manera similar a como ha ocurrido antes con el poyo de la casa natal– señala un límite más allá del cual toda explicación racional o coherente resulta insuficiente. Este límite separa no solamente lo real de lo irreal, sino que da paso a una nueva configuración en la que desaparecen estas categorías excluyentes –la “Eternidad”– lo cual también amplía el significado del título del relato. De esta manera, el viaje que realiza el narrador se organiza como una inmersión en las profundidades de un mundo cuya estructuración difiere radicalmente de aquella que organiza la realidad empírica de la cual proviene. Es significativo, también, que sea primero el animal quien percibe a través del olfato el carácter sobrenatural del encuentro, pues su naturaleza irracional no le impide constatar lo anormal de la situación, lo cual, además, le da mayor verosimilitud al pasaje e intensifica el impacto que produce en el narrador y en el lector.
Inmediatamente después, el narrador suspende la narración para dirigirse al lector y hacerlo partícipe de sus reflexiones. Estas tienen por objeto solidarizarlo con él y demostrar que –contrariamente a lo que se podría pensar– el acontecimiento no es producto de su imaginación ni tampoco obedece al hecho de haber perdido la cordura:
¡Meditad