Al comparar el siglo XIX peruano con el ecuatoriano y el colombiano, Brooke Larson señala que la tendencia andina a la despoblación y a la asimilación indígena de casi cuatro siglos se revirtió12. Mediante un minucioso estudio del censo de 1827, Paul Gootenberg ha establecido que el porcentaje de población indígena “aumentó” ligeramente entre 1795 y 1827, con un incremento de un poco más de 2 por ciento de la población total en ese lapso13. Además, el campesinado indígena conservó buena parte de sus autoridades locales tradicionales —los curacas o señores étnicos y los varayoq o alcaldes—, quienes, a falta de una burocracia centralizadora criolla y a diferencia de otras repúblicas sudamericanas, mantuvieron su organicidad14. Pero de modo general, la Independencia y sus consecuencias acarrearon un crecimiento poblacional mínimo del conjunto del país por lo menos hasta 1876, aunque
… durante buena parte del siglo XIX las mayorías indígenas crecieron, siendo este el único momento en la historia andina que detuvo, si es que no revirtió, el mestizaje cultural y demográfico. Este fenómeno es la causa principal de la extraordinaria presencia indígena en el Perú contemporáneo15.
Es necesario subrayar que la dualidad colonial entre mestizos (o “castas”) e indios fue disolviéndose después de la retirada española, lo que en el marco de aislamiento andino propició una reasimilación de los mestizos a la indignidad e incluso de algunos mistis, como supone Gootenberg16. Tenemos, por lo tanto, un país eminentemente indígena, prácticamente sin mestizaje biológico desde 1795 hasta 1876 y con un proceso incipiente casi hasta mediados del siglo XX (de 61,3 por ciento a fines del siglo XVIII a 61,6 por ciento en 1827, y de 57,9 por ciento en 1876 a 46 por ciento en 1940)17.
Pero el contraste entre deseo y realidad, entre las ideas ilustradas de una parte de la élite y la explotación sistemática del campesinado andino, se hizo más patente después. A partir de la octava década del siglo, una oleada de concentración de tierras fortaleció a las oligarquías regionales18, merced al auge del comercio lanero exportador en la sierra sur. Esto conmocionó económicamente la región generando redes de intermediación que articularon comunidades con haciendas y casas comerciales arequipeñas, permitiendo la prosperidad de sus élites y reforzando el gamonalismo. La exacerbación de la servidumbre y el despojo de tierras inducido por el gamonalismo instituyeron situaciones complejas, pues disolvió las antiguas jerarquías indígenas representadas por los curacas19, y las identidades culturales elaboradas tempranamente en el encapsulamiento colonial de la “república de indios” bajo la idea de una nación andina, como lo investigó Flores Galindo20. Para Degregori, la desaparición de esos señoríos, que funcionaban como bisagras entre dos mundos, junto con el declive de esas ideas, explica la posterior fragmentación y el control por la capa intermediaria ajena de relevo, los mistis.
Con la extinción de los curacazgos, aparece la categoría de “indio” genérico e innominado, que gracias al intercambio mercantil se sometía a un sistema de dominación más directo e invasivo. Aunque muchos indígenas se enriqueciesen con el comercio, ese contacto “intercultural” contribuyó a mantener el estatuto servil hasta muy entrado el siglo XX. Como ha señalado Bourricaud, ese tinte antimoderno cumplía una función:
La autonomía cultural no es, pues, un derecho; es un deber para los indios de las haciendas y es una necesidad para los propietarios si quieren conservar sus antiguos privilegios (…) el indio, lejos de ser una supervivencia, es el producto directo de cierto sistema de relaciones de dominación y dependencia21.
No obstante, la resistencia abierta de estos, en casos puntuales22, sugiere más bien la figura de un orden estatal semicolonial que interviene como agente de represión. Las figuras de una misión de la “civilización” contra la “barbarie” se contraponen a cualquier “comunidad imaginada”, si se evocan situaciones de virtual exterminio de comunidades, como ocurrió en la sublevación de Huancané (1867), cuya defensa asumieron la Sociedad Amiga de los Indios y el puneño Juan Bustamante, y sobre la cual es preciso detenerse brevemente23. Mestizo de fortuna, de origen mesocrático y congresista, Bustamante asumió la defensa de los comuneros de varios distritos de Azángaro alzados en armas contra los abusos de las autoridades locales en 1866. Mandos venidos desde Lima culminaron la brutal masacre del movimiento a inicios de 1868, seguida del asesinato de Bustamante, ordenado por el prefecto. Ganaban los intereses coaligados del Estado guanero y de las autoridades locales tutoras de la “reserva indígena”. Anotemos que la supresión castillista del tributo indígena implicó esa tácita y regresiva cesión a los terratenientes y autoridades locales de prerrogativas del Estado para explotar a los indígenas, en cuyo marco ocurrió este caso extremo. McEvoy interpreta estos acontecimientos como una derrota más de los ideales integradores republicanos, en la medida en que sus defensores, entre otros José A. de Lavalle, Manuel Pardo, Bustamante mismo, Manuel Amunátegui a través de El Comercio y La Revista de Lima, planteaban la necesidad de que los indígenas paguen impuestos, al contrario, para liberarse de los “derechos adquiridos” de los señores patrimonialistas —como mitas, encomiendas y pongajes— y lograr el titularato de todos sus derechos ciudadanos. En otros términos, según esa defensa liberal, pagar un impuesto articularía sobre una base igualitaria la relación entre el mundo rural y la incipiente economía moderna costeña, del mismo modo en que Bustamante fuera llamado Mundo pukurij por los comuneros de Azángaro, es decir, un puente con el mundo exterior como habían sido antes los curacas24.
El trasfondo ideológico de esta y muchas otras contiendas que vendrían durante el siglo XX ha sido un debate sobre la naturaleza étnico-cultural de la nacionalidad. La exclusión de los indígenas de la nacionalidad ha estado secularmente vinculada con el autoritarismo centralista, el hispanismo y los símbolos y rituales católicos, como ha ocurrido desde Bartolomé Herrera hasta Riva Agüero. El principio igualitario y universalista de la soberanía popular republicana fue desplazado en el discurso conservador de Herrera por el “providencialismo” español (la nación como don divino) y su dosis de protección paternalista, consistente en sumar caridad e instrucción. Con ello se le cerraba al Otro cultural el camino, de cuño liberal, para afirmar su ciudadanía basada en su rol como productor. Enfatizando el carácter pluralista de ese enfoque de lo nacional, McEvoy subraya que la Sociedad Independencia Electoral, de la que naciera el Partido Civil que llevó a la elección de Manuel Pardo en 1872 mediante el proyecto de la “República Práctica”, fue una agrupación variopinta que incluía artesanos, maestros, agricultores y no solamente gente adinerada, aliados en torno a los principios del trabajo y la Razón. Es más, los artesanos (de cuyas canteras habrían de salir más adelante los primeros sindicatos) fueron quienes “… se apoderaron (…) de los símbolos y el discurso republicanos”25, lo cual abría potencialmente las puertas a la mayoría indígena del país en contra del militarismo y el patrimonialismo vigentes.