Sin desaparecer, el culto republicano a la “decencia” se reciclaba, pues si bien el cuidado de las apariencias mantuvo su importancia, estas ya no podían consistir en los valores aristocráticos de recato, sobriedad y devoción religiosa que el reducido sector mesocrático de “gentes de bien” se había esmerado en cultivar para no ser segregada por los más pudientes38. Al revés, con el crecimiento económico urbano de los regímenes civilistas de la República Aristocrática39, la incipiente clase media de preguerra se amplió y tomó al consumo conspicuo de productos importados y nuevos estilos de vida como emblemas de su “decencia” para identificarse con “el huaico de los improvisados por el dinero” que, en palabras de Pedro Dávalos y Lissón40, nutrió las filas de la oligarquía. Estilo ostentatorio que señalaba el crepúsculo del fundamento económico de la sociedad señorial poscolonial, pero no la liquidación de los ideales del republicanismo tradicional. Su pretensión de imitar a las clases altas y evitar confundirse con las más bajas promovió la exclusión étnica, aunque ello no impidiese que parte de ellas, las más educadas, alcanzase suficiente autonomía para no tener a la oligarquía como grupo político de referencia. Javier Díaz-Albertini destaca la ambivalencia generada por esa posición de medianía, pues permitiría, ya sea estrategias de distinción a través de la educación y la producción intelectual, ya sea alianzas ideológicas con los incipientes grupos obreros y artesanales urbanos, dado el apreciable número de empleados subalternos de clase media41. Esa conjunción de subalternidad laboral con control sobre el conocimiento y cierta ética republicana de la “vocación de servicio” de empleados y profesionales universitarios ha sido decisiva para hacer de esa clase media la “depositaria de una cultura política igualitaria”, como en otros países42, dándole un lugar prominente en la reflexión sobre la cultura nacional. Por contar con mucho más ocasiones de producción, fuentes de información y públicos que las de inicios de la República, los intelectuales de las generaciones del Novecientos y del Centenario pudieron crear una “ciudad letrada” en la que circulaban profusamente las nuevas ideas a través de revistas y periódicos, lo cual materializó lo nacional como “comunidad imaginada” más sólidamente que cien años antes. Estas élites podían percibir y recoger los nuevos sentidos comunes flotantes en el ambiente, interpretarlos y diseminarlos en el espacio público, con ello legitimándolos, rompiendo con atraso algunas fibras del cordón umbilical que unía las mentalidades con el orden colonial y dándole al sujeto capacidad propia para ver su destino y su lazo con el país de otra manera. Veamos cómo la cultura urbana fue siendo afectada por esa modernización.
Desde las décadas del auge guanero las autoridades acompañaron la ampliación física de Lima con medidas de fomento del cambio de costumbres, pero sin éxito, como lo ha investigado Fanni Muñoz43. El mantenimiento de un nutrido calendario de festividades religiosas, de espectáculos de origen colonial (corridas de toros, peleas de gallos), así como de la socialidad (paseos, tertulias, juegos de azar), se prolongaron hasta el siglo XX. Por encima de los evidentes signos de progreso material, como la iluminación nocturna a gas (1855) y la demolición de las murallas de la ciudad (1868)44, prevaleció la estructura social heredada, con sus relaciones patrimonialistas de señores o “gente decente” y grupos subalternos, entre los cuales los esclavos manumisos mantenían siempre su sometimiento estamental. En cambio, el emprendimiento civilista de inicios de siglo contó con una población mucho mayor. Eran 81.716 en 1876 contra 112.852 en 1908, con una proporción mucho mayor de asalariados, además del contingente notable de inmigrantes del interior y de ultramar, con lo que se alcanzaba una masa crítica suficiente para animar un mercado de consumo que fuese más allá de los linderos exclusivos de los más ricos. Juan Günther muestra cómo en pocos años Lima se expandió, adoptando el trazo de largas y anchas avenidas, plazas con nombres y monumentos alusivos a héroes y acontecimientos de la historia nacional y parques públicos45. Haber seguido el modelo parisino de Haussmann, urbanista de Napoleón III, no fue simple casualidad: era adoptar, como en otras ciudades del continente46, el paradigma de la ciudad moderna, tanto por su funcionalidad para un intercambio densificado, como por el despliegue simbólico para comunicar identidad. Monumentos de piedra o metal erigidos a militares, líderes políticos, batallas u otros hechos históricos notables que constituían verdaderas efemérides espaciales eran ofrecidos a la contemplación del citadino para que, en su día a día, se familiarizase con los emblemas de esa religión cívica. La ciudad misma, presentada como un relato grandioso destinado a perennizarse, como el mármol de los mausoleos contenía entonces los significantes de la identidad de sus habitantes.
Por lo tanto, el inicio de un Estado peruano fiscal y administrativamente consistente desde 1895 no se limitaba a establecer instituciones mínimamente sólidas, sino a la generación y organización de símbolos47. De ahí que en una cultura nacional, exista generalmente una tensión entre lo impuest o desde arriba y los acervos venidos de abajo. El impulso modernizador estatal de la República Aristocrática consistió en liquidar ciertos lastres de la herencia colonial, al menos en Lima. Fomentar el deporte, la educación, la asistencia al teatro y al cine formaba parte de las tareas de “domesticar” al sujeto no civilizado para la óptica oficial, inculcándole el control sobre sus impulsos, las maneras adecuadas de convivencia social, conciencia del país y conocimientos para hacerlo productivo48. Si bien es cierto que el deporte y los espectáculos de teatro y variedades, y a partir de 1908 del cine49, eran económicamente accesibles a la mayoría de Lima, resulta difícil afirmar que estos cambios acercasen las culturas elitarias a las populares, o que se rompía con el pasado, como por ejemplo ocurrió con el Buenos Aires de la inmigración europea. Dicho de otro modo, si el alcalde Federico Elguera prohibió construir balcones coloniales por identificari os con el atraso, pero no podía hacerlo con las mentalidades. De hecho, la extrema heterogeneidad del país ha hecho difícilmente viable la idea de desarrollar una cultura nacional moderna, a semejanza de los países occidentales industrializados, por dos razones que tomo del sociólogo brasileño Renato Ortiz.
Primero, las desigualdades acentuaron desde inicios del siglo pasado la discontinuidad que existe entre memoria colectiva y memoria nacional. Mientras que las vivencias de cada sujeto lo hacen depositario de su parte de memoria colectiva, vale decir, de los recuerdos compartidos con sus grupos de pertenencia, la memoria nacional trasciende las especificidades; salvo excepción, no se plasma en la cotidianidad. Es, señala Ortiz, una tradición inventada, “… construida por una instancia exterior a las consciencias individuales, el Estado, e integra un campo de poder”50.
Ahora bien, una memoria nacional requiere materializar los símbolos que la encarnan, haciéndolos reconocibles y pasibles de identificación y admiración por todos los ciudadanos para que esta constituya el vasto repertorio de símbolos oficiales de una cultura nacional. Así, el establecimiento de culturas nacionales ha estado inevitablemente asociado con la urbe moderna y la ciudadanía. Del modélico caso parisino que reseña Ortiz, puede inferirse una serie de obras y ordenamientos fundacionales dirigidos a cimentar valores nacionales. Son las efemérides y fechas conmemorativas que marcan la temporalidad cívica; los