La realidad a la que el antropólogo puede acceder (…) no es la realidad vivida, sino la realidad experimentada. Esta, para ser tal, requiere de la mediatización de formas expresivas que a su vez, la configuren colocando un inicio y un fin al devenir44.
El contacto con estas mediatizaciones que son los bienes simbólicos no consiste, por lo tanto, en el de un conocimiento frío, diagnóstico, sino en el vivirlos como eventos o enunciaciones. Esa es la única manera de saber qué es y cómo se organiza el sentido que tiene de obra de arte, un ritual, o una fiesta religiosa. Cuando los etnohistoriadores auscultan el pasado, las evidencias tienen el respaldo de un modelo lógico y de una buena documentación. Pero no podemos vivir ni las creencias ni las fruiciones artísticas de otra época. En todo caso, podemos conocer la memoria colectiva bajo condición de que esta se especifique, retomando el prólogo de Cánepa, como “una” memoria. Vale decir que la memoria colectiva existe solo en tanto sea experimentada como presente, en su calidad de significación del aquí y ahora, y no en tanto dato recogido del pasado. En esa medida, lo que importa no es ni la fidelidad que la versión actual de una práctica simbólica mantenga con respecto al pasado ni el conocimiento racional de esas raíces, sino el “nosotros” que dicha práctica permite mantener interiorizado y la consciencia de su duración en el tiempo.
Ahora bien, quizá estos procesos de formación de la memoria histórica y de hibridación tienen mucho que ver con la particularidad de las interculturalidades de América Latina, si se les compara con los procesos ocurridos con otros bloques civilizatorios. El abismo mental y la superioridad militar que separaba a los conquistadores ibéricos de los indígenas americanos no ha tenido parangón, entendiéndose que se trató de una empresa salvacionista y colonizadora, destinada tanto a evangelizar a los nativos como a asentarse, a enriquecerse y echar raíces45, a diferencia de la ocupación británica y francesa del África en el siglo XIX cuyo propósito se limitaba a la extracción de materias primas, con reducido interés por una expansión propiamente civilizatoria. Pero esa combinación de asentamiento poblacional español con explotación agropecuaria local, extracción minera mercantil y conversión religiosa le imprimió un sello particular a la col onización de las macroetnias indígenas. La configuración montañosa del hábitat y la gestión de actividades extractivas en pisos ecológicos de altura llevaron a los españoles a valerse del modo de organización de la producción nativo, así como de una abundante mano de obra. En consecuencia, la dureza de las mitas obligaba a contar con una fuerza de trabajo muy numerosa y sometida, un factor de producción escaso y valioso, máxime por la disminución de la población durante todo el periodo de la Conquista46. Por ello, los avances materiales de las macroetnias de América
Central y del Sur resultaban estratégicos. La desestructuración de la economía del incanato como conjunto no implicó su destrucción. Por el contrario, supuso readaptar con otra racionalidad la organización del trabajo, permitiendo el mantenimiento en los fueros de la “república de indios” de los principios de redistribución y reciprocidad. Nada de ello era posible, sin embargo, sin un encuadramiento severo que le diese su lugar a cada segmento de las poblaciones. De ahí que el empeño catequético de un gobierno virreinal, integrado en buena parte por sacerdotes y soldados, debe ser entendido como una asociación muy estrecha de mística religiosa y control ideológico. El periodo de las extirpaciones de idolatrías47 a lo largo del siglo XVII fue un feroz intento de arrancar las convicciones profundas de los indígenas, acaso único por la manera en que las creencias de los “idólatras” se mimetizaron en el sincretismo junto con otras expresiones simbólicas, o se convirtieron en formas subterráneas de resistencia. Esa extraña correlación de fuerzas entre, de un lado, un imperio militarmente fuerte, definido por su obsesión de cruzado católico, pero cerrado al designio de progreso y a las oportunidades que aparecían con el capitalismo naciente, y del otro, una macroetnia débil en el batallar de las armas, pero fuerte en el de las consciencias y en el del dominio de la naturaleza, está en la raíz de los singulares vínculos interculturales andinos. Eso llevó a que, al no haber términos claros en la marcación de distancias recíprocas, no hubiese esa separación entre colonizado y colonizador que ha caracterizado a los imperios modernos. Precisamente la “pureza de sangre”, tan defendida por España, se menoscabó durante casi tres siglos de virreinato, irónicamente tal como había ocurrido en la misma península durante la civilización Al-Andaluz.
3. El valor de la interculturalidad en la era del multiculturalismo y la hegemonía anglosajona
Posteriormente no ha sucedido nada semejante en las relaciones entre los distintos bloques civilizatorios. Salvo por lo mencionado, cristianos e islámicos no se han colonizado al extremo de deculturarse48. Cabe recordar, por otro lado, que las incursiones europeas en el Extremo Oriente no fueron empresas de conquista. Se limitaron al comercio, al contacto con las élites y a una cristianización abortada. Las avanzadas portuguesas al Japón hacia 1542 no aspiraban a la colonización, pese a lo bien recibidas que fueron. En 1549, encomendado por el rey del Portugal, llegó al Japón con la misión de convertir idólatras, el jesuita Francisco Xavier, futuro santo. Tras varias décadas de intercambio comercial, educación y actividad religiosa, la relación terminó con la muerte de los misioneros y la clausura del Japón a los europeos49. El cristianismo llegó incluso a infiltrarse, sin misioneros, a Corea desde el Japón, gracias al eco de sus valores de caridad y las promesas de salvación en un campesinado que había vivido en situaciones de extremo sufrimiento. Pero este país también se cerró al exterior hasta 1876, en que empezó un rápido proceso de occidentalización50.
El lesivo tratado comercial nipoamericano impuesto por las cañoneras a órdenes del comodoro Perry en 1853 es, en cambio, un ejemplo culminante del modo de expansión que ya habían iniciado las potencias europeas del norte desde el siglo XVII. Darcy Ribeiro afirma que el ciclo mercantil-salvacionista se agotó en la Conquista ibérica, mientras en las economías capitalistas mercantiles había mejores condiciones para enrumbarse hacia el progreso. Existía en ellas una disposición mucho más favorable al desarrollo de un rasgo constitutivo de la modernidad, que es la secularización del poder político, vale decir, la privatización de las creencias religiosas y la racionalización del poder estatal, que deja de ser absoluto51. En 1648, la Paz de Westfalia saldó las Guerras de Religión y sentó las bases de lo que es el sistema internacional, estableciéndose que un Estado ya no le podía imponer a otro su propia religión. En cierta manera, se reconocía que las naciones eran comunidades amplias de personas sujetas a un poder menos arbitrario que el de un potencia ajena, en la medida en que la condición de súbdito no implicaba la sumisión al poder dinástico hereditario. Con el derrocamiento de la monarquía absoluta inglesa a fines de ese siglo, se abría camino además al liberalismo económico, a la democracia moderna, cuyos principios fueron teorizados por John Locke, afirmando los derechos individuales, las limitaciones de la autoridad y la separación de poderes e influyendo sobre los idearios de la Independencia americana y de la Revolución Francesa. Pero sobre todo, como escribió Weber, el declive del absolutismo confluía con el desencanto frente al entorno exterior (Entzauberung) que, carente de sus cualidades mágicoreligiosas, arrojaba al individuo hacia fuera, al banalizado mundo terrenal, dejando en su fuero íntimo la relación con un Dios ajeno al poder por medio de la oración, y a definir su vida social a partir del estricto cumplimiento del deber.
En tal virtud, los inmigrantes que llegaron a las costas de América del Norte a inicios del siglo XVII