En perspectiva, en esta ponencia busco poner en la mesa temas centrales que deben considerarse en este debate y que han sido los que han marcado los modelos procesales.
Por un lado, está el modelo dispositivista que, a decir de Enrique Vescovi, era excesivamente escrito y mantenía la figura del juez como un verdadero convidado de piedra. Interesaba el rito por el rito mismo y la práctica judicial era una buscadora de nulidades. Los casos se resolvían, básicamente, en función de pruebas tarifadas, plenas y semiplenas que inundaban la actividad probatoria, y que evidentemente se alejaban de la verdad. El juez, ajeno a las partes, no las llega a conocer, y sus atribuciones —más allá de las facultades disciplinarias— no resultan tan importantes.
Luego aparece el planteamiento publicista, que se presenta como revolucionario: plantea reemplazar el proceso absolutamente escrito por la oralidad —es decir, realizar el proceso por audiencias—, con las siguientes características:
— Que la postulación se conecte a la audiencia preliminar.
— Que el juez, en la audiencia, conozca a las partes, es decir, que se beneficie de la inmediación.
— Que las pruebas sean actuadas en audiencia y sean valoradas en forma razonada, conjunta y motivada.
— Que el juez tenga amplias facultades y poderes que eviten convertir al proceso en un fin por sí mismo.
En el caso peruano —inspirado en el Código Modelo del IIDP—, se introduce un instituto revolucionario: el saneamiento procesal, y aparece nítidamente en el quehacer jurídico la figura del juez como despacho saneador. La idea era dejar de lado el extremo ritualista y considerar la necesidad de utilizar la convalidación de los actos procesales para poner fin a los excesos del ritualismo. En este escenario, entonces, el juez se convierte en un director del proceso, en un actor principal. Es un verdadero revolucionario. Su preocupación no solo es la justicia en su aplicación concreta, sino que detrás de su trabajo hay una generosa visión de justicia social, tan delicada y necesaria en nuestros países.
3. EL JUEZ REVOLUCIONARIO
Como consecuencia de esta visión publicista del proceso, nuestro Código Procesal Civil, vigente desde 1993, consagró al juez como director del proceso y le otorgó amplias facultades2.
Podemos hallar el resumen de estos poderes en el principio de socialización, recogido en el artículo vi del Título Preliminar de nuestro Código Procesal Civil, según el cual:
Artículo vi. Principio de socialización del proceso
El juez debe evitar que la desigualdad entre las personas por razones de sexo, raza, religión, idioma o condición social, política o económica, afecte el desarrollo o resultado del proceso.
Bajo este principio, el juez es el encargado de aliviar las desigualdades de las partes, de cumplir una función social, estatal, de mantener la paz social, etcétera. Evidentemente, esto es ilusorio, en especial hoy, cuando nuestros sistemas de justicia están en crisis, básicamente por la actuación de malos jueces que han desprestigiado la función otorgada.
Quienes integramos la comisión reformadora estábamos profundamente emocionados por esta nueva visión del proceso: el juez comprometido, el juez revolucionario, el juez de la justicia social. Sin embargo, pese a estas buenas voluntades, el sistema de administración de justicia de nuestros países viene colapsando.
En nuestro país, el sistema de justicia ha sido afectado, además, por la grave enfermedad de la corrupción. Aquello que se consideró bueno hoy resulta negativo. En muchos casos, las facultades que se otorgaron al juez derivaron de un director del proceso a un emperador del proceso.
El juez no es un revolucionario; en todo caso, es natural que algunos malos elementos sientan que el poder recibido de la norma procesal los hace más poderosos aún, y esto determina que en la práctica manejen ese poder de manera nefasta.
Creemos que desde siempre las reformas procesales han tenido influjo político y coyuntural. Así, por mencionar un ejemplo, en el Perú el Código Procesal Civil se elaboró conjuntamente con la redacción de la Constitución vigente por el Congreso Constituyente de 1993. Salíamos de una crisis hiperinflacionaria como producto del primer gobierno de Alan García y estábamos en un escenario social marcado por la violencia. La sensación de ese momento era que había crisis general, y precisamente tal vez ese fue el justificativo inconsciente de que hayamos hecho un código procesal en democracia, pero para beneficio de un autoritarismo en el que luego se convirtió el gobierno de Fujimori.
Pensábamos que la figura de un Estado con un Poder Judicial fuerte y robusto era lo que necesitábamos, no solo para salir de la crisis económica, sino de alguna forma para paliar la crisis social imperante en ese entonces. Pensamos que el juez podría resolver todos esos males que nos aquejaban: equilibrar las diferencias sociales, dar más apoyo a los más débiles frente a la empresa poderosa, dirigir el proceso con amplias facultades, etcétera. Ya lo decía el profesor peruano Juan Monroy al comentar el entonces novísimo código: que el proceso, desde una perspectiva publicista, había adquirido una trascendencia social, debido a que con este se lograba que el derecho objetivo se tornara más eficaz y respetado y, de ese modo, se alcanzara la paz social. Entonces, el proceso estaba pensado con un fin estatal.
Sin embargo, olvidamos que el principal rol del juez es resolver un conflicto intersubjetivo —de manera pacífica— que las partes traen a su despacho. Qué duda cabe de que cuando una persona demanda el pago de una obligación de dar suma de dinero, un mejor derecho de propiedad, una demanda de indemnización por daños y perjuicios, lo que está solicitando al juez es una tutela particular cuya decisión final solo puede afectar a ella y al demandado. No recurre el justiciable al proceso civil —como ya decía la profesora Eugenia Ariano— para buscar la paz social sino con un interés específico, subjetivo, que solo le compete a él.
Perdimos de cuenta que el rol de instrumento para lograr la paz social no corresponde al proceso civil y, por tanto, tampoco al Poder Judicial ni a los jueces. Es el Legislativo —y en su caso el Ejecutivo— quien debe promover el desarrollo equitativo en las personas, además de eliminar esas diferencias sustanciales a través de leyes sustantivas. Es el Poder Ejecutivo el encargado de crear políticas sociales, fomentar el empleo, eliminar las barreras para el acceso a los servicios públicos de todos los ciudadanos, promover que todos tengan un seguro de salud, etcétera.
El juez usa las disposiciones normativas para interpretarlas y aplicarlas, no para suplir las deficiencias del sistema social. Así, el encargado de paliar los problemas sociales es el legislador a través de la creación de empleos, el acceso a mayores oportunidades, la mejor educación, políticas remunerativas equitativas, etcétera. La tarea del juez se encamina hacia objetivos concretos que distan mucho del deber de equiparar desigualdades.
¿Qué significa el ejercicio del poder judicial para conseguir esa igualdad real, y hasta dónde llegan las dificultades y límites para arribar a ese cometido? Significa que estamos sometidos a un exceso de intervencionismo judicial (vemos el caso del Tribunal Constitucional que ahora legisla en positivo) “que invade todas las esferas sociopolíticas y jurídicas, incluida, por supuesto, la del proceso judicial” (Hernández, 2018, p. 929).
Gabriel Hernández, profesor colombiano, expresa que “desde la teoría constitucional se nos dice que [el Estado] es un Estado social de derecho organizado en forma de república unitaria y democrática, y bajo ese sistema no se concibe —a menos que se subvierta el orden democrático y legítimamente constituido— que una rama del poder público, en este caso la judicial, se arrogue las funciones que corresponden a las otras, y por esa vía asuma políticas de vanguardia reservadas a los órganos ejecutivo y legislativo” (2018, p. 929).
4. EL PROBLEMA QUE ENFRENTAN NUESTROS PAÍSES
El amplio poder que han recibido los jueces en los sistemas procesales —específicamente