En efecto, las uniones de pareja tanto matrimoniales como extramatrimoniales podían presentar diferentes modalidades. Extrapolando a la realidad hispanoamericana el esquema propuesto por Cavieres y Salinas (1991) para Chile colonial, existieron “proyectos de unión inacabados” (parejas que decidieron llevar una vida en común, pero que no llegaban al matrimonio por impedimentos canónicos, así como aquellas que, habiendo logrado salvar la valla de los impedimentos, luego, por diferentes motivos, solicitaban la anulación del matrimonio; en la ley canónica, la nulidad implica que el casamiento nunca se realizó), las “uniones fraudulentas” (uniones formalizadas fraudulentamente y, por ende, perseguidas y obligadas a desintegrarse: las bigamias), las “uniones larvadas” (parejas que llegaron a formalizarse, pero cuyo proyecto marital quedó trunco por incumplimiento de la palabra de matrimonio o esponsales) y las “uniones de parejas ilegales” (estas podían dar lugar a matrimonios ilegales o clandestinos, que se realizaban sin el cumplimiento de alguna de las formalidades exigidas por la Iglesia y, por tanto, eran considerados nulos; y a concubinatos o amancebamientos, en donde cabían varias opciones: las dos partes ya estaban casadas, pero convivían, solo una de las partes estaba casada o, finalmente, las dos partes eran solteras). Los autores incorporan también en su clasificación a las parejas cuyas uniones legítimas estaban en proceso de desintegración o ya estaban desintegradas, aludiendo a las relaciones adulterinas y a quienes se encontraban en proceso legal de divorcio (si no lo estaban de facto) por causales múltiples, entre las que destacó la violencia conyugal o sevicia (Cavieres y salinas, 1991, p. 77)14.
Por otra parte, y en esta misma línea, los cuantiosos conflictos conyugales que llegaron a los tribunales eclesiásticos y civiles en Hispanoamérica hacen suponer la existencia de muchos otros que, por diversas razones —pudor, honorabilidad, desinterés, desidia, entre otros motivos—, no fueron expuestos ante las autoridades competentes. Es decir, la supuesta armonía que debía reinar entre marido y mujer, cuyo objetivo era alcanzar el amor conyugal y que, en principio, se habría expresado en el mutuo y libre consentimiento que profesó la pareja al contraer nupcias, o no habría sido tal, no habría existido, o durante la trayectoria del matrimonio se quebró. En ese sentido, se debe considerar, además, que las parejas concubinarias, incluidas aquellas que podían ser más o menos estables en el tiempo, no podían acudir como tales a los tribunales de justicia para hacer oír sus reclamos ante la insatisfacción de la relación15. En general, el observador contemporáneo tiene la oportunidad de acceder a sus quejas por medios indirectos, esto es, cuando determinadas fuentes judiciales permiten entrever un problema de fondo que no es el que precisamente expone el litigante en el juzgado, o cuando, de oficio, una de las partes (o las dos) era requerida por el tribunal correspondiente.
Lo expuesto, sin embargo, no debe inducir a pensar que la mayor parte de las relaciones maritales estuvieran sometidas a múltiples disfunciones y que la infelicidad era el rasgo característico de los matrimonios coloniales. Que estas hayan existido no significa que la regla general deba haber sido la desgracia y la transgresión de la norma. En todo caso, una pareja de esposos cuya vida en común haya transcurrido por el sendero de la adecuación y la concordia no tendría por qué haber recurrido a los tribunales de justicia. Por otra parte, los desacuerdos y problemas también eran (y son) parte del discurrir marital.
Es posible que a lo largo de la época colonial las áreas rurales —los espacios más densamente poblados por indios tanto en Mesoamérica como en los Andes— hayan mantenido costumbres familiares y matrimoniales de raigambre prehispánica compatibles con los predicados del Concilio de Trento y otras que, pese al esfuerzo de autoridades virreinales y doctrineros por transformarlas, lograron conservarse en el tiempo. De esta manera, como señala Gonzalbo Aizpuru (2000) para México, determinadas costumbres basadas en el matrimonio como unidad familiar, con celibato prácticamente inexistente, ocurrencia escasa de relaciones extramaritales y presencia nula de hijos naturales, parecen haber constituido la norma (p. 11).
Por el contrario, las áreas urbanas —especialmente las grandes ciudades— habrían presentado un panorama diferente. Creadas como espacios en los que debían residir los españoles y sus esclavos negros, estas contenían el grueso de la población de origen europeo, pero también mestizos, negros libres y castas, así como una pequeña, pero significativa presencia de indios cada vez más aculturados. Las irregularidades ya reseñadas, que hacen referencia a las costumbres que sobre el matrimonio y la familia arribaron con los españoles al Nuevo Mundo, muy pronto le pasarían la factura a la población urbana en su conjunto, y la convivencia con grupos de origen étnico y cultural diferente, más la aglomeración y promiscuidad en el interior de las viviendas, especialmente las populares, traerían como resultado la inestabilidad y el desorden de las familias urbanas. Aunque pareciera inútil, por tanto, intentar definir un modelo familiar urbano, considerando que las diferencias de calidad, profesión, capacidad económica y prestigio repercutían en las costumbres y organizaciones familiares, podrían establecerse algunas generalizaciones sobre las familias urbanas, tales como “la frecuencia de concepciones prematrimoniales, el corto número de hijos por familia, las estrechas relaciones entre parientes, la importancia de la dote para asegurar la posición de la mujer en el matrimonio y la movilidad de vivienda y de ciudad” (Gonzalbo Aizpuru, 2005, p. 553)16.
El discurrir del siglo XVIII y el aumento demográfico, las migraciones, el incremento del mestizaje, la creciente convivencia interracial en los barrios, el mayor desarrollo de la economía de mercado y, sobre todo, las reformas borbónicas, vendrían acompañados de importantes cambios culturales que dejarían su impronta, especialmente en las ciudades. El ilustrativo caso de la Ciudad de México permite obtener algunas conclusiones. Sobre la base de las apreciaciones de Seed (1991) relativas a la transformación del concepto de honor en Nueva España, Gonzalbo Aizpuru (2000) concluye que se habría generalizado en el país una división fundada más en la condición social que en las calidades étnicas, y que las personas con mayor capacidad económica y aspiraciones señoriales intentaban sujetarse, al menos en apariencia, a la rigurosidad de las normas sobre el matrimonio que les permitiera resguardar el honor familiar. Entretanto, “los españoles pobres, mestizos y castas parecían instalados en una cómoda despreocupación, que les permitía optar libremente por uniones consensuales o matrimonios sacramentales” (Gonzalbo Aizpuru, 2000, p. 11). La explicación que subyace a este juicio tiene como punto de partida los albores coloniales, es decir, la época en la que la Corona española delimita los patrones de asentamiento hispano en América y construyó lo que, a la larga, terminaría siendo esa ficción jurídica que fue el ordenamiento de la población en dos repúblicas: la de españoles y la de indios. Ambas colectividades debían vivir separadas, una en las ciudades y la otra en las reducciones o pueblos de indios.
En ese marco, el matrimonio jugaba un rol fundamental: garantizaba la endogamia racial. Sin embargo, hubo matrimonios mixtos (el argumento del libre consentimiento) y, sobre todo, uniones consensuales entre todos los grupos, con el resultado conocido del mestizaje y la ilegitimidad, los cuales, con el transcurrir del tiempo, se acentuarían17. Pero el tiempo urbano no es igual que el tiempo rural, y en las ciudades, mientras predominaba la endogamia entre los españoles y los pocos indios que en ellas había (generalmente estos vivían en barrios separados)18, entre los mestizos y las castas se impuso la tendencia a la aspiración de ascenso social. La consecuencia de todo esto explotaría en el siglo XVIII: muchas familias se habían “blanqueado” o estaban en proceso de lograrlo, debido, entre otras cosas, al crecimiento económico y las mejores relaciones sociales que este implicaba. La sospecha cundía, especialmente entre las élites recelosas de su “calidad”, y, como en una gradiente empinada, repercutía hacia abajo, hacia los grupos intermedios, y de estos hacia la plebe. Detener este “desorden” fue parte también del programa borbónico de reformas, uno de cuyos puntales fue la Pragmática Sanción de 1776, aplicada a América en 1778. Por el momento, sin embargo, lo