En muchas otras oportunidades, la habilidad de los abogados, cuando no las artimañas, permitían encontrar salidas, especialmente cuando las partes, sabiendo de antemano la existencia de determinados impedimentos, habían logrado salvar la valla de los mismos y lograban contraer nupcias. Las desavenencias surgidas en el curso del conyugio constituían la matriz causal de fondo en muchas demandas de nulidad, pero, como ellas no invalidaban por sí mismas el matrimonio, se recurría a la figura de la anulación con la complicidad del abogado. No era raro que, entre ellas, estuvieran el abandono, el abuso y, sobre todo, el maltrato (Martín, 2000; Lavallè, 1986).
En conclusión, considerando la indisolubilidad del matrimonio y la existencia de recursos como la nulidad, que técnicamente significaba que no había existido, apelar a la anulación podía representar la posibilidad de libertad, además “de ser una vía para que, aun por procedimientos corruptos, una pareja pueda llegar a la separación legal, religiosa y socialmente aceptada” (Ortega Noriega, 2000, p. 53). Por ende, podían volver a casarse.
Siempre existió la posibilidad de promover procesos de anulación matrimonial. Sin embargo, las complicaciones procedimentales y el costo elevado de los trámites evitaron su popularidad. Por el contrario, el divorcio, otro recurso con el que contaban los cónyuges para enfrentar las dificultades del matrimonio, gozó de mayor aceptación. Como se afirmó en otro lugar, el divorcio canónico autorizaba a los consortes, si era otorgado, a la separación de cuerpos sin que ello significara la disolución del vínculo matrimonial, pues este era indisoluble. No llegó a ser una medida en extremo popular y muchas parejas optaban por la separación de facto, entre otras razones, porque, como en los procesos de nulidad, implicaba gastos, los procedimientos podían dilatarse y, lo que era más importante, no disolvía el vínculo. Sin embargo, no fue un medio despreciado para enfrentar las desgracias de un matrimonio, y muchas mujeres apelaron a él con la expectativa de obtener algo de justicia y reorientar su relación, pues si la separación no se concedía, quedaba al menos la esperanza de que el juzgado reprendiese al consorte y lo obligue a cumplir con sus obligaciones maritales, amén de la posibilidad de conseguir protección contra un cónyuge peligroso (Bustamante Otero, 2001, pp. 112, 127-128; Cavieres y Salinas, 1991, pp. 112-113; Arrom, 1988, p. 210).
En el discurso tomista, el divorcio supone una desviación de la norma matrimonial cristiana, porque se opone a la comunidad de vida que el matrimonio implica y, aunque pudiera legítimamente lograrse la separación, no deja de ser una desviación. El discurso tomista considera que el divorcio es legítimo cuando uno de los cónyuges comete adulterio y el otro es inocente; por el contrario, si las dos partes han sido culpables o si, producido el delito, la pareja se reconcilió, no cabe el divorcio (Ortega Noriega, 2000, p. 54).
Desde una perspectiva jurídica, el divorcio eclesiástico podía ser quoad vinculum y suponía la desaparición de cualquier tipo de vínculo, tanto social como sacramental. Este divorcio, en realidad, es la nulidad matrimonial y las partes que estuvieron involucradas en el vínculo, una vez anulado el matrimonio, pueden volver a casarse, pues técnicamente el matrimonio no existió por la presencia de uno o más impedimentos que viciaban el nexo. La doctrina jurídico-canónica reconocía la existencia de otro tipo de divorcio, el quoad thorum et mensam, separación de morada y de cuerpos con subsistencia del vínculo, que solo se aprobaba bajo determinadas causales debidamente reconocidas por la legislación y que no permitía a la pareja la posibilidad de contraer nupcias nuevamente (Rípodas Ardanaz, 1977, pp. 383-392; Kluger, 2003, p. 228). Este tipo de divorcio, al que llamaremos canónico o eclesiástico para distinguirlo de la nulidad matrimonial, podía ser temporal o definitivo.
La separación solo se concedía cuando había razones muy calificadas que debían ser probadas irrefutablemente. Entre ellas estaban el adulterio, la bigamia, la amenaza de muerte, la sevicia25 y la deserción del hogar o abandono. La incompatibilidad de caracteres y el maltrato aislado, eventual y no contundente no constituían motivos para acceder al divorcio. La separación por mutuo consentimiento “solo se adjudicaba en el caso de que uno de los cónyuges deseara ingresar a una orden religiosa. Solo el adulterio femenino podía justificar un divorcio perpetuo y todas las demás causales podían dar lugar a un divorcio temporal” (Rodríguez Sáenz, 2001, p. 233)26. No bastaba con demostrar la certeza de las transgresiones; la parte demandante debía convencer al juez “de que el peligro representado por la continuación de la cohabitación era extremadamente serio y que el cónyuge transgresor era incapaz de reformarse. El odio implacable, la ebriedad consuetudinaria y la demencia eran aceptados como prueba de incorregibilidad” (Arrom, 1988, p. 256)27.
Como en el caso de la nulidad matrimonial, las parejas que acudían a los tribunales apelaban a las causales reconocidas por el derecho canónico. Entre las más socorridas se encontraban el adulterio y la sevicia en cualquiera de sus manifestaciones. Las demandas podían presentar una causal, pero normalmente se asociaban dos o más para reforzar el impacto de la denuncia. Con el fin de robustecer los argumentos y demostrar la imposibilidad de una reconciliación en la pareja, las demandas, con relativa frecuencia, mostraban ejemplos múltiples de indocilidad por parte del denunciado, todo ello redactado en un lenguaje que buscaba captar la simpatía y conmiseración de los jueces para con la parte demandante, pues “las circunstancias expresadas en la denuncia quedaban realzadas o mitigadas según favoreciera o no su coincidencia con el sistema de valores de los grupos sociales que componían los tribunales” (Pita Moreda, 1996, p. 341)28.
Del mismo modo que lo ocurrido con los juicios de nulidad, las habilidades y argucias de los abogados, además de la capacidad de las partes para soportar las normales dilaciones que estos juicios suponían y el costo de los mismos, hacían posible encontrar salidas a problemas de fondo que, por no estar reconocidos como causales de divorcio, no se exponían abiertamente. Es posible encontrar, en ese sentido, y una vez más como en las anulaciones, otras razones: un matrimonio surgido de la imposición paterna o familiar, las diferencias notables de edad, la dilapidación, los celos, la afición por el juego, el honor, entre otros. En suma, la infelicidad y la frustración que saltaban a la vista se canalizaban a través de las rendijas que el derecho permitía (Bustamante Otero, 2001, pp. 127 y ss.).
En general, los juicios de divorcio superaron en número a los de nulidad matrimonial en la Hispanoamérica colonial. Una vez más, la ciudad de Lima sorprende a la historiografía que aborda estos temas en el continente cuando se comparan las cifras de las nulidades y divorcios para los siglos XVII y XVIII (Lavrin, 1991b, pp. 37-38, 52; Dávila Mendoza, 2005, pp. 25-26). El XVII aparece como un siglo en el que tanto las nulidades como los divorcios presentan números sorprendentemente altos, al menos si nos remitimos a la segunda mitad de esta centuria. Posteriormente, terminando el siglo, tales cifras disminuyen, para nuevamente ascender con rapidez en el último tercio del XVIII (aunque sin rebasar los niveles del XVII), y alcanzan su pico más alto en la década finisecular y comienzos del XIX, especialmente los divorcios (las nulidades disminuyen) (Lavallè, 1999a, pp. 21-26). A lo largo de todo este tiempo, las cifras de divorcios siempre estuvieron por encima de las anulaciones, lo que corroboraría lo señalado anteriormente: el recurso del divorcio disfrutó de mayor aceptación que las nulidades. Llaman la atención, a su vez, las fluctuaciones tales como el descenso de fines del XVII y el impulso que toman las demandas de divorcio en