Por otra parte, se requiere matizar sobre la temática del trabajo femenino, pues, independientemente de lo expuesto sobre las viudas, lo señalado hasta ahora puede generar equívocos sustentados en la creencia de que la mayoría de las mujeres debían quedarse en su hogar, incluyendo a las viudas mismas. En realidad, las mujeres pobres, como podrá suponerse, siempre trabajaron. Oficios como los de vivanderas, lavanderas, criadas, nodrizas, vendedoras de alimentos, entre otros, fueron una constante en las ciudades coloniales hispanoamericanas, y entre los sectores intermedios (aunque con evidentes carencias económicas) los oficios de costureras, profesoras, chinganeras, pulperas, no fueron menos comunes. Asimismo, aunque evidentemente en menor cantidad, mujeres de las élites, y no solo viudas, trabajaron eventualmente, lo que nos lleva a concluir que la imagen tradicional de la mujer colonial como personaje exclusivamente doméstico, dedicado al marido, los hijos y los quehaceres de la casa, es más una construcción intelectual de juristas, escritores, educadores y directores espirituales que, mediante una amplia gama de obras preceptivas, y también desde el púlpito y los estrados judiciales, difundieron un patrón o modelo del deber ser femenino. Por supuesto que las ideas y opiniones vertidas en este tipo de literatura tuvieron acogida y resonancia, especialmente entre los sectores intermedios y altos de la sociedad urbana colonial hispanoamericana, máxime si coincidían con los discursos de la Iglesia y el Estado, pero no es menos cierto que muchas mujeres, especialmente las pobres, trabajaron y tuvieron una relativa independencia. Si consideráramos, además de los empleos manuales y de servicios, que muchas de ellas eran propietarias de bienes muebles e inmuebles y de negocios, situación que implicaba la celebración de contratos, litigios judiciales, presencia en las notarías si es que no se contaba con apoderado, donaciones, financiamientos, relaciones públicas, entre otras actividades conexas al trabajo, concluiríamos que las mujeres no solo trabajaron, sino que participaron activamente del desenvolvimiento de la economía colonial53.
Es claro, entonces, que no todas las mujeres de los medios urbanos hispanoamericanos siguieron las normas y pautas de conducta que se les impusieron o pretendieron imponer, y es más que probable que las mujeres de los estratos subalternos hayan sido menos permeables al discurso jurídico y preceptivo promovido por el Estado y la Iglesia, en tanto sus urgencias económicas las forzaron a laborar en actividades no domésticas y a enfrentar los avatares de la calle; por tanto, no podían adaptarse a la rigidez de los modelos formulados. Por el contrario, las mujeres de la élite estuvieron más propensas a aceptar los ideales que se les proponían, no solo porque estaban más protegidas económicamente, sino también porque la aceptación de tales ideales constituía un signo de distinción y honor que las diferenciaba de las mujeres de los estratos menos favorecidos54. Además, la presión social de su entorno femenino y masculino coadyuvaba a que admitieran más fácilmente los roles que se les adjudicaba.
Por otra parte, desde el ángulo más privado de la familia y de las relaciones maritales, no pareciera que las mujeres (ni tampoco los hombres) hayan aceptado cómodamente, por lo menos en varios casos, el papel que se les pretendió otorgar. Como se vio anteriormente, las relaciones consensuales al margen del matrimonio fueron frecuentes, y los cuantiosos juicios ventilados en los tribunales civiles y eclesiásticos daban cuenta de transgresiones y situaciones indeseadas entre hombres y mujeres casados, que iban desde las no pocas solicitudes de dispensa por parentesco hasta los relativamente abundantes casos de adulterio, bigamia55, incesto y sevicia, incluyendo atentados contra la vida. Es indudable que la mayoría de las veces las mujeres aparecieron como víctimas, pero ellas también fueron protagonistas activas de los incidentes que las condujeron con sus maridos a los juzgados. Estas situaciones, y la documentación judicial pareciera probarlo así, demostrarían que las restricciones sexuales provenientes de la legislación y la prédica de la literatura preceptiva, que buscaba la contención y recogimiento de las mujeres, no siempre funcionaron56.
En conclusión, hay una imagen tradicional y estereotipada que parecieran compartir todas las mujeres y, sin duda, algunas de ellas aceptaron el modelo ideal que se les pretendió imponer, dado que las presiones sociales y morales para que ajusten su conducta a los parámetros esperados fueron consistentes y hasta relativamente exitosas, pero no es menos cierto que el perfil de la mujer sumisa, obediente, contraída y abnegada es una gruesa generalización que amerita matices. La impresión de una automática y unánime adhesión a los principios postulados por el Estado y la Iglesia fue más un espejismo, una ilusión que contrastaba con la realidad de un “orden desordenado”57, especialmente entre los sectores populares urbanos que se mostraron menos estrictos y apegados a las pautas de conducta ideales. Como afirma Lavrin (1985b), “estos ejemplos nos hacen pensar que la sociedad era más deshonesta que lo que se ha reconocido generalmente y que el concepto de la mujer protegida e invulnerable se aplicaba especialmente en las clases elevadas” (p. 56).
Presentadas todas estas consideraciones, es posible intentar algunas reflexiones sobre la noción de patriarcado. Para nuestro propósito quizá sea útil el conjunto de juicios que, al respecto, presenta Stern (1999). Para este autor, el patriarcado hace referencia a un sistema de relaciones sociales y valores culturales, por el cual los varones ejercen un poder superior sobre la sexualidad y el rol reproductivo de las mujeres, así como sobre el manejo de la mano de obra femenina. Este dominio les confiere a los varones servicios específicos y estatus superior en sus relaciones con las mujeres. Por otra parte, la autoridad en las familias y sus redes se encuentra a cargo de los ancianos y padres, lo que implica que las relaciones sociales presenten una dinámica, no solo de género, sino generacional. La autoridad en las familias sirve como arquetipo metafórico central para la autoridad social más generalizada (Stern, 1999, p. 42).
Esta definición es importante porque impide restringir las relaciones genéricas al simple y elemental vínculo vertical hombre-mujer al reconocer el valor de la estratificación social y las tensiones de género entre los hombres y entre las mujeres. En ese sentido, hay una masculinidad superior entre los hombres de las élites en sus relaciones con los sectores medios y populares, pero también una femineidad superior en las mujeres de las élites respecto de sus vinculaciones con las subalternas. Por otro lado, al introducirse en la definición los valores generacionales, las relaciones de género deben considerar las etapas del ciclo vital de la persona; es decir, la edad es también un criterio diferenciador íntimamente ligado a las relaciones genéricas. Por último, al contemplar la definición los conceptos de trabajo y servicios, es posible entender los conflictos entre hombres y mujeres como consecuencias prácticas de derechos y obligaciones de género (Stern, 1999, pp. 43-44)58.
Este complejo de racionalizaciones se encuentra implícito en el discurso jurídico y preceptivo que sobre las relaciones de género se impuso en el mundo colonial hispanoamericano. Empero, como recuerda Scott (1999), hay una dinámica histórica que obliga a tomar en cuenta los procesos y a preguntarse más continuamente “cómo sucedieron las cosas para descubrir por qué sucedieron”. Para entender el significado que adquieren las actividades y vínculos de hombres y mujeres dentro de un contexto determinado, es necesario considerar “tanto el sujeto individual como la organización social y descubrir la naturaleza de sus interrelaciones, porque ambos son cruciales para comprender cómo actúa el género, cómo acontece el cambio” (Scott, 1999, p. 60).
La necesidad de contextualizar históricamente obliga a evocar el carácter del patriarcado occidental aplicado a la realidad hispanoamericana colonial, un sistema moderado por el cristianismo que evolucionó a partir de la conversión de las antiguas monarquías de tipo feudal en monarquías absolutistas, sin que ello implicara el desarraigo de su fuente original, la familia, explicada desde la escolástica tomista. Esta misma necesidad requiere, igualmente, recordar que la sociedad hispanoamericana colonial, además de sus bases jerárquicas de clase y étnicas, presentaba un carácter corporativo con fueros diferenciados, esto es, los individuos no eran iguales ante la ley, estaban ordenados jerárquicamente