En suma, la construcción paulatina de una sociedad que ya no era solo de indios y españoles organizados en repúblicas, sino también de negros y de mezclas varias (castas, mestizos) producidas por las particulares condiciones americanas que, con el tiempo, facilitaron el desarrollo de la ilegitimidad, creó las condiciones para medir el honor según las pautas señaladas de calidad. Esto generó una identificación elemental entre el honor, la posición, el prestigio y las características fenotípicas. Ser noble, blanco, tener un origen conocido, prestigioso, legítimo, significaba tener honor; en las antípodas, ser negro, esclavo o descendiente de él, ilegítimo, significaba la infamia, el deshonor. Los sectores intermedios, compuestos de blancos pobres, algunos indios, mestizos y cierta gente de castas, identificados con las relaciones consensuales y la ilegitimidad, pugnaban por acercarse, hasta donde fuera posible, a las élites, a la vez que buscaban alejarse de los grupos inferiores. Este fue el drama de la sociedad pigmentocrática hispanoamericana, una sociedad en donde la raza servía de metalenguaje y en donde debía haber una correspondencia entre ocupación, posición social y rasgos fenotípicos. Si esa correspondencia se acercaba al ideal superior, se tenía un alto grado de honor; por el contrario, si tales nexos se aproximaban al modelo negativo, se estaba manchado por la deshonra66.
El examen del honor-precedencia consideraba, además de las valoraciones somáticas de raza identificadas con la limpieza de sangre, el tipo de vestimenta y calzado, el estilo de cabello y hasta el manejo del lenguaje. Este último, en el nivel de la acción, permitía, por medio del uso de epítetos despreciativos, comentarios insidiosos e insultos, descubrir las diversas posiciones sociales de los individuos (Gutiérrez, 1993, pp. 256-259; Büschges, 1997, pp. 69-72).
El vínculo entre la conducta pública personal y el ordenamiento social jerarquizado y corporativo lo proporcionó el honor-virtud. Si para las élites el honor-precedencia era, supuestamente, la recompensa de una nobleza ganada, de una fama y un prestigio obtenidos, de una posición aparentemente inamovible asentada en los ideales de “pureza de sangre” y legitimidad, el sostenerlo dependía del honor-virtud. Por tanto, era entre las élites en donde se producían con más frecuencia los conflictos por el honor-virtud. Entendido como atributo de individuos y de grupos sociales (familias, castas, repúblicas, gremios) que actuaba según el orden de precedencia, el honor-virtud, sin embargo, no era exclusivo de los grupos superiores y las capas intermedias e inferiores podían reclamarlo de acuerdo con el “lugar” que les correspondía (Gutiérrez, 1993, pp. 260-262; Stolcke, 1992, pp. 173-186; Seed, 1991, pp. 87-97).
El honor-virtud establecía pautas para el comportamiento de cada sexo y su incumplimiento causaba deshonra entre los varones y desvergüenza entre las mujeres, pues el honor era un atributo masculino y la vergüenza era su equivalente femenino. Honor y vergüenza promovían entre los hombres y las mujeres conductas que se entendían como consustanciales y naturales a cada sexo. Dentro de la familia, los varones eran honorables si actuaban con hombría, es decir, con valor, probidad y entereza, y ejercían su protección y autoridad sobre sus parientes. Las mujeres mostraban vergüenza si eran discretas, castas en la soltería o doncellez y guardaban el decoro que se esperaba para su sexo. Si unos y otros debían mantener conductas supuestamente inherentes a su sexo, la masculinidad y la femineidad se identificaban también con los órganos sexuales. La masculinidad y el honor dependían del miembro viril y de su exhibición simbólica: la conquista de la mujer. La femineidad y la vergüenza se situaban en las denominadas partes vergonzosas que debían ser protegidas; el ideal mariano de la virginidad se identificaba con el honor-vergüenza, y su pérdida antes o fuera del matrimonio suponía destruir las cualidades naturales y éticas emanadas de ella (Gutiérrez, 1993, pp. 260-262; Stolcke, 1992, pp. 173-186; Seed, 1991, pp. 87-97).
Como el honor-virtud afectaba también a los grupos, la conducta individual redundaba en el prestigio de los demás, de modo que la deshonra de uno agraviaba a todos. Por ello, los hombres de honor imponían la pureza femenina a las mujeres de la familia y la protegían, pues si ellos acrecentaban su honor mediante la conquista de las mujeres, era de suponer que una situación de esta naturaleza pudiera afectar al propio grupo familiar, en caso de que la mujer conquistada perteneciera al mismo grupo. Además, la debilidad intrínseca de la mujer imponía la necesidad de resguardar el honor familiar mediante la prédica del recogimiento que garantizaba la virtud femenina. Los hombres, por el contrario, no requerían del encierro, pues el dominio y la conquista eran cualidades básicas de la masculinidad. En suma, el honor-virtud era protegido, pero también era motivo de disputa y hasta de pérdida. Ciertamente, los hogares de las élites, en razón de sus mejores condiciones económicas y materiales, contaban con mayores ventajas para garantizar la adecuada protección de la familia.
El cortejo y la seducción, así como la figura del rapto, constituían los escenarios en donde los hombres y las mujeres ganaban, perdían o recuperaban el honor. La ilicitud del acto sexual previo al matrimonio, sobre todo si había un embarazo de por medio, deshonraba a los padres y a la familia de la doncella, y si, además, el asunto se hacía público, se volvía una verdadera afrenta, una humillación extremadamente grave, que exigía una reparación. En este sentido, el incumplimiento de la palabra de matrimonio (esponsales) era ciertamente motivo de deshonor, y de ello dan cuenta los numerosos juicios ventilados en los tribunales eclesiásticos, los cuales, no obstante, disminuirían en el siglo XVIII en el marco de la ofensiva regalista borbónica67.
Debe considerarse en estos casos el significativo valor que los individuos y la sociedad otorgaban a la reputación, pues, en verdad, el honor-virtud no dependía exclusivamente de la conducta individual, en tanto esta debía ser validada por los pares sociales de la persona que accionaba o actuaba. El honor-virtud tenía una dimensión pública. El restablecimiento del honor o su reparación se obtenía cuando el seductor, cumpliendo con la palabra de matrimonio ofrecida, se comprometía en lo inmediato a casarse; así evitaba el menoscabo de la reputación de la mujer y el honor-precedencia de la familia. El matrimonio, entonces, restituía el honor transitoriamente perdido. Este, sin embargo, podía no realizarse, especialmente si se trataba de personas entre las que mediaba una distancia social demasiado grande que podía afectar el mantenimiento del honor-precedencia del grupo familiar de mayor posición. En estas condiciones, las posibilidades que se abrían eran varias. Si la mujer afectada pertenecía a una condición social claramente inferior a la del varón y la familia de este se oponía al matrimonio, era posible compensar la pérdida del honor de ella y de su entorno mediante una retribución económica. Pero era posible también que el varón, decidido a vencer las resistencias de la mujer seducida y beneficiarse con relaciones sexuales, prometiese matrimonio para, luego, pretender desentenderse del compromiso. En este caso, el seductor podía negar cínicamente el ofrecimiento de matrimonio y evadir el casamiento, aunque si había habido preñez de por medio, debía proporcionarse alguna compensación económico-material, sobre todo si el problema era llevado al juzgado68. Para los seductores que, con esponsales o sin ellos, desistían del matrimonio cabía otra posibilidad: la de cuestionar la reputación de la doncella asegurando que esta no era virgen69.
No puede obviarse el hecho de que algunas de las mujeres seducidas fueron víctimas de hombres oportunistas y cínicos, pero no es menos cierto que varias de ellas, a riesgo de afectar su honor, apelaron al recurso de la sexualidad para lograr un matrimonio ventajoso con un sujeto de una posición social superior, de manera que resulta bastante difícil discernir si la figura del varón aprovechador era la que primaba o, por el contrario, la de la mujer seductora, aunque la tendencia de los juicios de esponsales parece indicar que la primera imagen fue la que predominó. En todo caso, el riesgo era indudable, pues la reputación era un valor fundamental y en los conglomerados urbanos coloniales de Hispanoamérica, sociedades con relaciones “cara a cara”, esto significó estar expuesto a los comentarios de la gente, al chisme muchas veces insidioso, al descrédito. Eso explica, sobre todo entre las élites, la existencia del “embarazo privado”: la gestante, para resguardar su honor, era escondida, no salía de la casa paterna y daba a luz sin que ello sea de conocimiento público; el párvulo, por su parte, podía ser criado