Un día que estaba de mal humor mandó a reunir a los homosexuales de Lima y los hizo marchar en procesión a cavar fosas en el Campo Santo; al verlos pasar, un número considerable de tapadas, que como se sospecha lo componían las meretrices de la capital, los siguieron, llenándolos de insultos e improperios. (p. 198)
Actos como este, que podían provocar las sonrisas de algunos, sin duda alguna provocaron numerosas antipatías populares contra el ministro del protector. Al margen de lo anecdótico del caso referido por nuestro ilustre historiador independentista, Monteagudo se comportó como un verdadero tiranuelo, ya que apelando a todos los medios posibles (incluyendo amenazas, detenciones, destierros y fusilamientos) persistía en el mantenimiento del orden público que él conceptuaba indispensable para completar la Independencia todavía dependiente de las armas.
“Prepotente irreductible, con sus tendencias sanguinarias y sus debilidades sibaríticas, a pesar de su vida inquieta y un tanto falta de sinceridad, fue Monteagudo un hombre de ideas fijas sobre lo que debía ser la revolución emancipadora en el Perú”, anota Dávalos y Lissón (1924, p. 219). Simultáneamente, jamás ocultó su temor a la anarquía que sobrevendría al instalarse el régimen republicano. En una oportunidad, expresó:
Estas guerras entre patriotas y realistas que ahora presenciamos, parecerán cosa de engañifa y de risa al lado de las horrorosas y sangrientas que vendrán entre los vencedores, el día que los españoles salgan de aquí y la República sea un hecho consumado para estos incultos pueblos. (Citado por Dávalos y Lisson, 1924, p. 177)
Consecuente con este pensar, Monteagudo en sus actos públicos pretendió seguir dos principios orientadores: desespañolizar el Perú y luchar contra las ideas democráticas inducidas por el republicanismo (Neira, 1967, p. 162). “Es preciso —decía con vehemencia— inculcar el odio a los españoles; odio que es el único motor de la revolución. El influjo de España en ninguna parte está más radicado que en Lima” (Monteagudo, 1896, p. 68); y atribuía esta situación al crecido número de residentes peninsulares, a la influencia de sus caudales y a las razones peculiares de su población. Ese odio —en su opinión— era indispensable y había que “convertirlo en una pasión popular” que borrase “hasta los últimos vestigios de esa veneración habitual”. He aquí —admitía con orgullo— el “primer motivo de mi conducta pública”. Empleó todo los medios a su alcance para inflamar ese odio contra los peninsulares, porque intuía que por esa sumisión aún se ataba a la nueva república a las supervivencias coloniales. Sin embargo, no hay en él un odio racial (no obstante su condición de mulato). “Este es mi sistema —diría con jactancia— no mi pasión”.
Cuando llegué a Lima había más de 12 000 godos; antes de mi separación, no llegaban a 600 los que quedaban en la capital. Esto es hacer la revolución. Porque creer que se puede entablar un nuevo orden de cosas con los mismos elementos que se oponen a él es una simple quimera66. (p. 66)
A todas luces, Monteagudo representaba el radicalismo y la ruptura absoluta con el pasado colonial. En él, actitudinalmente, primaba un furibundo antiespañolismo67. Sin duda alguna, esta conducta agresiva contra los súbditos españoles (a quienes perseguía con la misma convicción y ensañamiento con el que un bolchevique acosaba a un burgués), está asociada a su vehemente percepción de que a través de ello se lograría un gobierno autónomo. Por eso —señala Hugo Neira (1967)— su tendencia a la monarquía, pues no veía otra ruta alterna. Por eso, también, decidió restringir las ideas liberales. Había vivido perseguido por esas mismas ideas que ahora combatía. Pero —dirá— “ya me encuentro libre de esa fiebre mortal y perniciosa”. Santiago Távara (que lo conoció y que no ocultó su fobia hacia él) escribió:
Hombre de carácter altivo y violento que con pretensiones de gran hombre ultrajaba a los godos por odio intolerante, y a vuestros señoritos por orgullo y porque eran blancos, Monteagudo era uno de esos hombres acres que no tienen compasión, que fríamente o por cólera hacen el mal, los que por desgracia en circunstancias críticas son indispensables. (p. 72)
Otro escritor del siglo XIX, Pedro Dávalos y Lisson (1924), juzgando su conducta dice:
En el poder, Monteagudo cometió una serie de estropicios. A los comerciantes españoles los dejó en la ruina, y en la misma situación puso a casi todos los condes y marqueses de Lima. Hoy con los dedos de la mano se les puede contar. Los que no se han muerto, o ido a España, tuvieron que refugiarse en los Castillos del Real Felipe o andan deambulando por la sierra, buscando la protección del virrey o la de sus tropas. (p. 102)
Por todas estas razones, puede decirse de Monteagudo que el suyo fue el único caso de radicalismo en la revolución peruana68.
Precisamente por ello, el odio de la capital contra él no tiene parangón. Atacado, calumniado (y más tarde asesinado) la venganza colectiva pronto se manifestaría. En efecto, advertidos de los planes despóticos de Monteagudo (un “monstruo de crueldad” lo llamaría el conde de Pruvonena en su documento mayor), cansados de sus permanentes patrañas, enardecidos por sus aventuras galantes, enfadados por el sistema de espionaje montado y, sobre todo, recelosos del inmenso poder que ostentaba, rápidamente los patriotas liberales y gente de otros círculos (incluso allegada al Protectorado) se conjuraron para derrocar al siniestro ministro69. ¿La ocasión? La ausencia en Lima del Libertador. ¿La fecha? El 25 de julio de 1822. Efectivamente, aquel día, encontrándose San Martín en Guayaquil conferenciando con Bolívar, un tumulto popular lo depuso, obligándolo a renunciar. Riva Agüero y Sánchez Boquete (uno de los principales instigadores de su caída) en un folleto titulado Lima Justificada en relación a los sucesos de esa fecha dice que “los pobladores parecían más bien leones de Arabia que pacíficos ciudadanos”70 (p. 98). A no dudarlo, el violento derrocamiento de Monteagudo, que afectó la sensibilidad de San Martín, no era otra cosa que el epílogo de un estado de ánimo de desconfianza, hostilidad y rencor que vivía latente en el ánimo de los limeños contra un extranjero que, provisto de vasto ingenio y singulares dotes de gobernante, unido a la plena confianza del Protector, se había transformado paulatinamente en el verdadero árbitro del primer gobierno del Perú. Monteagudo fue expulsado del país y viajó a Ecuador y Guatemala. En su ausencia, y en virtud de una proposición formulada por Sánchez Carrión (su enemigo eterno e implacable), el Congreso Constituyente en su sesión del 7 de diciembre de 1822 decretó “extrañar permanentemente a don Bernardo Monteagudo del territorio de la República, y que en caso de presentarse en él, está fuera de la protección de la ley”71. Sobre su final como hombre público investido de gran poder, el historiador José de la Riva Agüero y Osma (1965) ha escrito:
Todo se reunió en contra de Monteagudo: el rencor de los parientes maltratados, de los perseguidos, los horrorizados por su crueldad, los vejados por sus insultos y groserías, las aspiraciones contrariadas de los republicanos y la inquieta ambición de Riva Agüero. El acta que pidió su deposición está suscrita por muchos vecinos distinguidos, por casi todos los antiguos conspiradores patriotas, y por los representantes más caracterizados y honorables de la clase media y del clero72. (p. 102)
Como queda dicho, la destitución y el destierro de Monteagudo afectaron sobremanera a San Martín. Su decepción —dice Bartolomé Mitre (1938)— fue honda cuando sus amigos le relataron que su ministro había sido depuesto por las multitudes y con la anuencia y la simpatía del Cabildo y de los personajes visibles de Lima. En este sentido, su deposición constituía una censura a su gobierno. Sabía perfectamente que su antiguo auditor y ministro tuvo que ser protegido por una compañía del batallón “Numancia”, para que su vida no corriera peligro. De este modo, la decisión del Protector de alejarse del país, se fortaleció con el desengaño que le proporcionaba Lima. Además, pudo comprobar que su propuesta política no tenía futuro, ni sustento popular, ni aceptación en la opinión pública. En menos de un semestre el infortunado general había confrontado sucesivamente tres experiencias dolorosas e ingratas: a) el fracaso en el seno de la prestigiosa Sociedad Patriótica, al no prosperar la fórmula monárquica sustentada por el régimen; b) el desencuentro en Guayaquil con su homólogo el Libertador venezolano, reacio a los proyectos sanmartinianos;