Infortunadamente para el Protector, la estrategia empleada en el seno de la Sociedad Patriótica no fue la más acertada desde un inicio. Si lo que Monteagudo se proponía —observa Francisco Javier Mariátegui— era sembrar la semilla monárquica a través de las discusiones, fue sin duda alguna un riesgo demasiado elevado confiar sus planes a marqueses, condes, comerciantes o militares sin mayor experiencia política, doctrinaria e ideológica. Resultaba difícil que esa gente sin cultura y sin dotes oratorios echaran las bases ideológicas de la forma de gobierno que convenía al Protectorado y a los que pensaban en la monarquía. Monteagudo era un hombre inteligente, por quien San Martín y Bolívar sentían respeto y admiración. Debió, por lo mismo, pensar en la incorporación de sujetos que fuesen capaces de tomar parte en controversias que exigían preparación, cultura e ingenio. Su propósito, en consecuencia, debió ser más concreto y pragmático: propagar entre sus interlocutores los fundamentos filosóficos del Estado monárquico.
Carentes de esa preparación básica, los incautos monarquistas fueron fácilmente encimados por los fogueados y, muchas veces, beligerantes liberales, no obstante ser minoría. Aquí nuevamente el valioso testimonio de Raúl Porras (1974):
Son ampliamente conocidos los episodios de aquella discusión, la tésis del canónigo Moreno, secuaz de Monteagudo, sobre la inadaptabilidad de la forma republicana al Perú, por la extensión de su territorio, desfavorable para los comicios, y por la ignorancia y analfabetismo de sus habitantes. La embestida vigorosa del clérigo arequipeño Mariano José de Arce; la elusión de Luna Pizarro; la serena intervención de Tudela impugnando el régimen monárquico, y la aparición del pliego misterioso firmado con el seudónimo de ´El Solitario de Sayán´, que contenía el más intemperante alegato en contra de la monarquía. La carta del solitario, escrita por Sánchez Carrión, no se leyó en la Sociedad ni pudo imprimirse, pero se leyó en las plazas y en los cafés en que los flamantes ciudadanos acudían a gritar ¡Viva la República! La carta puso al descubierto la parcialidad del ministro y desató auténtica opinión republicana. Pero también prácticamente aniquiló a la Sociedad Patriótica y canceló la intentona monarquista. Fue el primer triunfo democrático de Sánchez Carrión, limpio, puro, doctrinario, sin sombra de personalismo y de medro, de abajo a arriba, de anónima a poderosa, con solo la fuerza intrépida del ideal. (pp. 23-24)
Uno de los republicanos que más sobresalió en el seno de esa institución por su ecuanimidad, sensatez y elocuencia, fue el prestigioso jurista Manuel Pérez de Tudela. Natural de Arica, este personaje exhibía entonces el prestigio de haber librado batalla por los perseguidos del régimen colonial, de haberse empeñado en una campaña ardorosa en favor de la libertad mediante panfletos que circulaban clandestinamente; pero el respeto que inspiraba el prócer derivaba, sobre todo, de haber sido el autor del acta de la Independencia. No tenía la juventud de Sánchez Carrión, pues ya era un hombre maduro, que andaba por los cincuenta años, ni el espíritu belicoso o demagógico que caracterizaba a otros republicanos. En sus ideas, por eso, aparece equilibrado, con cierta ponderación en el pensamiento, que lo alejaba de toda postura ambigua. El 8 de mayo de 1822, el ilustre jurisconsulto expuso su alegato a favor del sistema republicano de gobierno. Sus ideas provocaron en los asistentes a la Sociedad, principalmente en el público espectador, gran entusiasmo que se tradujo en vibrantes vivas y estruendosos aplausos. Se cuenta que este fervor popular por la República disgustó sobremanera a Monteagudo y a los monarquistas, a tal punto que algunos de ellos quedaron asombrados de cómo los partidarios de las ideas liberales habían aumentado intempestivamente.
Las sociedades civiles son unos cuerpos lentos en formarse. El hombre naturalmente libre, cede con dificultad a la voz del magistrado, y no puede establecerse el orden, sino a pasos tardíos, pero sólidos. Es necesario observar el tiempo, el carácter dominante, su posición natural y política, el progreso de los conocimientos, su relación con los estados inmediatos y hacer una feliz combinación con la naturaleza de los asociados. (Citado por Porras, 1963, p. 81)
A todas luces, Pérez de Tudela argumentaba su planteamiento con un criterio sociológico evolucionista, haciendo uso también de las ideas del filósofo francés Étienne de Condillac a quien glosa en varios puntos de su brillante exposición. El raciocinio de Pérez de Tudela abogando por el gobierno popular representativo, expuesto en lenguaje frío y lógico, constituyó el golpe definitivo a las ideas monárquicas del eclesiástico Moreno. Así lo comprendió Monteagudo, pues cuando se publicó la disertación por el secretario de la Sociedad en el semanario El Sol del Perú el rudo ministro hizo retirar los respectivos ejemplares60.
Durante las sesiones sucesivas, Pérez de Tudela, Arce, Mariátegui, La Torre, Luna Pizarro, republicanos de tendencias liberales, mostraron a los monarquistas, de sentimientos y convicciones conservadoras, las ventajas de los gobiernos populares de carácter democrático. Francisco Javier Mariátegui (1925) refiere que “Las sesiones representaron torneos oratorios y la barra concurrente, que aplaudía a los hombres que encarnaban sus ideas, sonreía ante los adversarios, sin llenarlos de insultos o silenciarlos, mediante la cachiporra” (p. 42). Monteagudo, a pesar de su temperamento apasionado, comprendiendo que la libertad de discrepar es inherente a la naturaleza humana, expidió —de acuerdo a lo dicho— un decreto por el que se reconocía que los miembros de la Sociedad Patriótica no eran responsables por las ideas que expusieran, es decir, que la libertad de pensar no debía someterse a ninguna condición previa.
El gran ausente físicamente de la magna asamblea fue el ilustre hijo de Huamachuco, José Faustino Sánchez Carrión. En efecto, Sánchez Carrión no pudo intervenir personalmente en los debates de los fundadores de nuestra nacionalidad, pero envió sus famosas Cartas políticas firmadas con el seudónimo de “El Solitario de Sayán”, para que el secretario, Francisco Javier Mariátegui, les diera lectura61. Era un alegato vibrante en favor de la República y contrario a la Monarquía. Monteagudo, cuyo talento era notorio, utilizó la argucia de que el documento no estaba firmado por determinada persona. “El Solitario de Sayán” —en su opinión— solo era un seudónimo. La defensa escrita de la ideología republicana, en este caso, la sostenía un anónimo. Mediante esta maniobra, el astuto ministro evitó que sus teorías fueran refutadas por Sánchez Carrión. Los documentos no fueron leídos íntegramente, frustrándose el plan de los liberales, de manera momentánea. Sin embargo, por iniciativa del propio Unanue, más tarde se les dio lectura en la sesión del 12 de abril de 1822.
Es improbable —afirma Raúl Porras (1974)— que el sabio peruano hubiese dejado pasar las cartas sin haberlas leído previamente. Debió haberse percatado, con toda seguridad, del impacto e influencia que iban a tener en el seno de la corporación: la lógica avasalladora de Sánchez Carrión no solo pulverizaría las apreciaciones del clérigo Moreno, sino que inclinaría la balanza definitiva al lado liberal. Si Unanue no hubiese admitido la lectura de las cartas, otro hubiese sido, tal vez, el inventario ideológico final. ¿Cuáles eran las ideas-eje en los documentos mencionados? Sánchez Carrión no admite las limitaciones que a la fórmula representativa oponen sus contrarios, señalando la despoblación del país, sus costumbres, cultura y extensión del espacio. Lo que le preocupa es algo mucho más perenne y trascendental: hallar la fórmula que frene o evite el despotismo, la adulación y el servilismo entre la gente peruana. Para él, el monarquismo, aún el constitucional, no es útil, no por razones de estadista sino de moralista. Con un sistema monárquico, se pregunta ¿qué seríamos?; debilitada nuestra fuerza y avezados al sistema colonial ¿cómo hablaríamos en presencia del monarca? “Yo lo diré: seríamos excelentes vasallos y nunca ciudadanos; tendríamos aspiraciones serviles, y nuestro placer consistiría en que S.M. extendiese su real mano para que la besásemos”. “Un trono en el Perú —agrega— sería más despótico que en el Asia, teniendo en cuenta la blandura del carácter peruano y su falta de celo por la libertad”. Desde esta perspectiva, Sánchez Carrión temía (y con sobrada razón) que el monarquismo degradase al hombre peruano a un sistema en donde “el medio de adular es el exclusivo medio de conseguir”. Por último, invoca el clima común americano que entonces era prioritario. Proféticamente señala que la libertad del Perú depende de la solidaridad e intervención del continente. “No infundamos desconfianza”, solicita con la convicción que le caracterizaba (Porras, 1974, pp. 28-29; Neira, 1967, pp. 160-161; Puente Candamo, 1971, p. 327).