Ahora bien, el mismo día 3 de agosto de 1821 en que asumió el Protectorado, San Martín organizó y puso en marcha su gobierno en base a un minúsculo (pero dinámico y eficaz) Consejo de Estado integrado por tres hombres —a su juicio— no solo los más representativos e idóneos, sino también los de su absoluta confianza y prestigio público. Ellos eran: Juan García del Río (originario de Nueva Granada), ministro de Estado y Relaciones Exteriores; Bernardo Monteagudo (de nacionalidad argentina), ministro de Guerra y Marina; e Hipólito Unanue (natural del Perú), ministro de Hacienda. Los tres, en ese momento, tenían un común denominador: ejercían la tarea periodística con celebrado éxito. Si hasta entonces —dice un historiador del periodismo peruano— los hombres más prestigiosos en el quehacer político habían sido los abogados y los médicos, en aquel año lo serían quienes tenían por oficio el periodismo, ocupando lugar prominente en la marcha de los asuntos públicos (Miró Quesada Laos, 1957, p. 56). Pero, al margen de esta coincidencia ocupacional de carácter circunstancial, es interesante anotar lo que dice Raúl Porras (1974): entre García del Río (que simbolizaba lo quimérico) y Monteagudo (que representaba la malquerencia), Unanue personificaba el equilibrio y la sensatez. Utopía (García del Río), radicalismo (Monteagudo) y constructivismo (Unanue). Probablemente en esta marcada diferencia caracterológica, la experiencia de los años vividos (tenía entonces Unanue 65 años de edad) y su reconocida ecuanimidad, inclinaron la balanza a favor de nuestro compatriota.
El caso de Unanue merece un breve comentario. Por sus méritos de vecino distinguido y hombre de ciencia, por su actitud abierta para con los insurgentes, por sus múltiples coincidencias políticas y por la necesidad de contar con consejeros hábiles, San Martín llamó al sabio peruano a colaborar con el Protectorado en un ramo difícil, complejo e incómodo: el manejo de la economía nacional. A partir de entonces y hasta su alejamiento definitivo del país en el segundo semestre de 1822, el Protector tuvo en Unanue un apoyo de primer nivel, que supo hidalgamente reconocer. En una carta personal fechada en Lima el 29 de agosto de 1822 dirigida precisamente a su fiel colaborador, le dice:
Antes, ahora y cuando yo ya no tenga más destino que el de un particular, digo y diré que el viejo, honrado y virtuosísimo Unanue es uno de los consuelos que he tenido en el tiempo de mi incómoda administración en el Perú… (Citado por Neira, 1967, p. 59)
En los comienzos del Protectorado, se cantaba jubilosamente en Lima y en otras partes el siguiente estribillo reproducido por el citado Miró Quesada (1957):
¡Viva la patria
de los peruanos!
¡Mueran los godos,
que son tiranos!
Al margen de este pasajero entusiasmo popular, sin duda alguna, los cambios planteados por San Martín durante su breve administración (que apenas duró un año y días) abarcaron diversos aspectos de la vida nacional39. ¿El objetivo? Por un lado, sentar las bases de las instituciones que hacía necesarias la nueva etapa de la historia independiente que con él se iniciaba y, por otro, clarificar el horizonte del país con cara al futuro. Por ejemplo, en el terreno político e internacional, se promulgó el Estatuto Provisorio con fecha 8 de octubre de 1821; se logró la capitulación de los castillos del Callao (21 de setiembre); se participó en el afianzamiento de la Independencia de Quito mediante una división que a las órdenes del coronel Andrés de Santa Cruz concurrió a la campaña de Pichincha (mayo de 1822); se propició la entrevista de Guayaquil entre ambos Libertadores (26 y 27 de julio de 1822, quedando a cargo del gobierno el marqués de Torre Tagle).
En el ámbito económico (donde las reformas fueron un tanto radicales), se pasó de un régimen monopolista al libre comercio, siguiendo la tendencia de la época; se organizó la hacienda pública y se dinamizó (no obstante los escasos recursos) la actividad productiva; se creó una contribución patriótica voluntaria que degeneró en empréstito forzoso para atender a las necesidades del ejército; se dio un Reglamento de Comercio, gravando las mercaderías extranjeras con el 20 %, las sudamericanas con el 18 % y las nacionales con el 16 %; se suprimieron las aduanas terrestres y se declararon libres de derechos el azogue, los libros, los instrumentos científicos para la enseñanza y toda clase de maquinaria; se prohibió la exportación de plata o el oro en barras o en pasta y se gravó la plata amonedada con el 5 % y el oro con el 2,5 % (Ugarte, 1980, pp. 81-82).
En el aspecto jurídico-laboral, se declaró libres a todos los nacidos en el Perú después del 28 de julio de 1821; quedaron suprimidas las servidumbres personales (28 de agosto de 1821, incluida la esclavitud negra); se suprimió, igualmente, el tributo de los indígenas que pesaba desde los tiempos coloniales; quedó suprimido el trabajo forzado en las minas conocido con el nombre de “mita”; se abolieron las penas de tormento y de azotes; se dictó un reglamento para la más pronta administración de justicia40; y se establecieron los tres poderes del Estado: Ejecutivo, Legislativo y Judicial41.
En el campo militar, se crearon los primeros cuerpos del Ejército peruano con el nombre de “Legión Peruana de la Guardia”, siendo su primer comandante en jefe el mariscal de campo Marqués de Torre Tagle; también se expidieron los primeros decretos organizando la Marina de Guerra del Perú.
En el orden educativo y cultural, se fundó la Biblioteca Nacional (decreto de 28 de agosto de 1821); se fomentó la enseñanza primaria en la ciudad de Lima, adoptando el sistema lancasteriano; se estableció la primera Escuela Normal para la formación de profesores; se decretó la libertad de imprenta (estableciéndose las penas necesarias para los que abusaran de ella)42; se creó la Orden del Sol (decreto de 8 de octubre de 1821) y se oficializó el Himno Nacional43. En el campo periodístico, se consideró como órgano oficial del Estado a la Gaceta del Gobierno44.
Finalmente, en el ámbito religioso (donde muchas de las acciones llevaron el estigma de Monteagudo) las medidas se caracterizaron por su constante violencia y su espíritu anticlerical: se prohibieron los repiques de campana o se redujo su duración; se proscribió el entierro de cadáveres en las iglesias; se renovaron las leyes que moderaban los lutos; se reglamentó (excediéndose en sus atribuciones) la emisión de los votos monásticos, no pudiendo profesar los hombres antes de los 30 años y las mujeres antes de los 25; se supervisó a los sacerdotes que ejercían su ministerio en las Casas de Ejercicios de la capital. Estas y otras medidas extremas, que a no dudarlo mellaron el ánimo de un pueblo secularmente católico, no solo provocaron la renuncia irrevocable (con olor a expulsión) de la primera autoridad eclesiástica, el anciano y emérito arzobispo Bartolomé María de Las Heras, sino que ocasionaron también el descrédito popular y la total repulsa hacia los gobernantes (Vargas Ugarte, 1945, p. 39).
Obviamente, fue en el terreno político e ideológico donde los esfuerzos gubernamentales se concentraron con mayor ímpetu45. En este caso, el punto primordial de la preocupación oficial estuvo focalizado en la definición de la forma de gobierno del naciente Estado: ¿Monarquía o República? Dilema colosal que entonces se vivió frenéticamente y al cual se dedicó muchísimo esfuerzo, tiempo y energía en su conjunto. El asunto, inevitablemente, se llegó a polarizar y a menudo se optaron posiciones intransigentes.
¿Qué significación histórica tuvo el duelo ideológico de aquel momento inicial de la República, entre adversarios que igualmente eran