Para los románticos, como para Schelling y el resto de los autores del Systemprogramm, el Estado-máquina burgués es lo contrario a una sociedad en la que lo público y lo privado se interpenetran mutuamente, y por eso el Estado está condenado a desaparecer. La legalidad ilegítima (por estar escindidos los dominios público y privado) que en él reina solo permite una sagacidad puramente mecánica. Este funcionamiento prefigura lo que Weber llamaría más de cien años más tarde «racionalidad», para definir la forma de la actividad económica de tipo capitalista, el derecho privado y el poder de la burocracia, y que se transformaría, de acuerdo con Habermas, en ideología: Técnica y ciencia como ideología (1968). La extensión de control racional a todos los ámbitos de la sociedad conduce necesariamente a una secularización y desmitificación (desencantamiento) de las concepciones del mundo y de las tradiciones culturales que orientaban la acción de acuerdo con fines. El control que se ejercía institucionalmente sobre el complejo funcional racional acaba cayendo en un autocontrol funcional interno, esto es, se convierte en una cuestión de acertada o desacertada programación de la máquina de la sociedad:
El efecto es, como ya hemos anunciado, una pérdida de legitimación de la colectividad, desde el momento en que, como dice Habermas, el sistema subordinado de la acción racional orientada a fines (el trabajo) ya no se cree necesariamente al servicio de esos discursos, por medio de los cuales los individuos socializados se llegan a comprender mutuamente y establecen un acuerdo, en principio no limitado, acerca de los valores y las metas de su acción, así como sobre la organización de su vida en común (interacción) (Frank, 1994: 184).
Por lo tanto, como señalan Lloyd y Thomas, los autores del entresiglo XVIII/XIX alemán apelan a la idea de cultura como vía para cohesionar el Estado, que de otra manera podría devenir un complejo entramado mecanicista y coactivo, y ellos mismos, al menos los más jóvenes, entienden que ese Estado-máquina que hay que destruir es ya el sistema burgués. Comprendo que en ese intento podrían terminar por trasladar, como critican Lloyd y Thomas, una idea de la sociedad cohesionada desde lo cultural y lo espiritual, lo desinteresado, y que disimulara o relegara las condiciones materiales de vida del proletariado y pudiera incluso anestesiar sus protestas o estallidos. Ahora bien, es un poco reductor plantear, como a menudo se señala desde posiciones marxistas, que estos autores estaban sencillamente legitimando, a sabiendas o por descuido, un Estado burgués mecanicista y opresor, volcado hacia la vida pública y que empleaba la cultura como idea cohesionadora y anestesiante, un Estado, en fin, que se había desentendido de la vida privada de los individuos. Estos autores, como sus predecesores melancólicos, tratan precisamente de superar una visión racionalista de la sociedad, y lo hacen introduciendo el elemento espiritualista que tanto anhelan.
En cualquier caso, la figura del intelectual depurado, ligado un dominio espiritual que se manifiesta culturalmente, aparecerá también en Inglaterra en la primera mitad del XIX. Coleridge, otro poeta, utilizará precisamente el término clerisy para referirse a los hombres de letras en On the Constitution of the Church and State According to the Idea of Each (1830). Autorrepresentación consciente del «gremio» de los futuros intelectuales, reúne las características que hemos visto hasta ahora, y escoge un término afortunado que rencontraremos, por ejemplo, en el título de uno de los libros más influyentes sobre la intelectualidad del siglo XX: La Trahison des clercs, de Julien Benda (1927). La clerecía seglar y voluntaria forma parte en realidad de una en-clesia, por oposición a ec-clesia. Una institución espiritual a la que se podía acceder libremente, siempre y cuando, como pedía el propio Schiller, se tuviera educado el gusto, y que cumplía una misión social: ejercer de guardia y custodia de los valores espirituales del país y transmitir ciencia y moral para generar un Estado cultural, o por lo menos tenerlo como meta utópica.
Carlyle nos ofrece una figura similar a la de Coleridge en On Heroes (1841): el literato, el «Man of Letters», que vive de su pluma, ajeno a las reglas de otras profesiones y que pronto habría de organizarse en un gremio humilde, casi una orden mendicante, actualización de los acidiosos que buscaban la beatitud de un orden perfecto. Gracias a la escritura y su difusión impresa, ejerce una influencia creciente en la sociedad en la que vive, y su labor no le parece independiente de la progresiva democratización occidental. Su función es fundamental, porque representa el espíritu en una época escéptica, positivista y mecanicista, resultado de las Revoluciones burguesas. No es extraño que se extienda entonces por Europa la idea de la iglesia de los letrados, especie de monjes del siglo que se rigen por sus propias normas interiores (pero superiores por su altura espiritual).
Sainte-Beuve sería otro de los miembros del gremio transnacional. El primer crítico de la literatura industrial, el primero, en definitiva, que escribió un artículo sobre la influencia de la industrialización en el trabajo literario («La Littérature industrielle», 1839), está preso él mismo en las pautas industriales de producción, con el tiempo completamente reglado, como se desprende de su correspondencia (glosada por Lepenies, 2007). Ahora bien, las metáforas obreras conviven con las monacales. Más que como obrero, Sainte-Beuve se autodefine como un monje. En tiempos de secularización, de crisis religiosa, en tiempos de desarrollo científico e industrial, el autor necesita encontrar compensaciones espirituales. El hombre de letras, aunque ligado a un modo industrial de producción fruto de su tiempo, dictado por el periódico, por el pago por artículo, por línea, incluso por palabra, necesita algún tipo de expiación.
Más allá del pesimismo, de la dificultad del proceso, el sabio purificado a la manera de Fichte se funde con el hombre de letras convencido de su oficio en el XIX. Se funde también con la Institución arte, cuya fundación Christa y Peter Bürger (1992) detectaban en el entresiglo XVIII-XIX, y cuya configuración francesa posterior estudió Bourdieu (1992): «el campo literario» como requisito para el nacimiento del intelectual. Es ese ámbito complejo y al que se accede voluntariamente, aunque no sin esfuerzo, al que Fumaroli denominó La République des Lettres (2008), patria universal e invisible de espíritus descontentos y melancólicos, elevados sobre el resto, y que aspiran a insuflar una moral universal desinteresada en sus compatriotas a través de la cultura.
La gran diócesis, que está en todas partes, incluida la iglesia, aunque carece de sede fija, avanza poco a poco, absorbiendo espíritus emancipados conscientes de la necesidad de estar liberados de toda autoridad y sumisión. Sus miembros pertenecen a diferentes credos: religión natural, panteístas, realistas, positivistas, escépticos y buscadores de toda clase, adeptos al sentido común y seguidores de la ciencia y el espíritu. Esta gran provincia intelectual no tiene pastor, ni obispo, ni jefe, pero cada miembro está obligado a defender la verdad, la ciencia, la investigación libre y sus derechos ante cualquiera que ose atacarlos. Un personaje que está dentro y fuera, libre de toda atadura, y obligado, sin embargo, a defender la verdad y la libertad. Se reconoce ya con claridad al intelectual que tomará nombre a finales de ese mismo siglo.
François Dosse apuntó esa especie de función sustitutiva de los hombres de letras respecto de la clerecía religiosa, que veíamos al inicio de este capítulo en el paso del acidioso al melancólico hombre de letras:
Les «gens de lettres» sont alors considérés comme porteurs d’une forme de déisme, d’humanitarisme, à l’écart du pouvoir des clercs. Ils prennent le relais de ces derniers et conçoivent leur rôle comme un sacerdoce et non plus comme un simple métier. Les frontières entre la dimension spirituelle et la dimension temporelle s’en trouvent affectées et une nouvelle responsabilité incombe alors à ces hommes de lettres de la modernité des Lumières (2003: 24-25).
Bauman (1987), pensando en estos mismos autores, o en su autodesignada función, adujo el concepto de «legislador». Aspiraban a modelar al resto de individuos de acuerdo con valores culturales universales, gracias a la educación y la cultura, aunque situados siempre, como alienígenas, al margen o por encima de la sociedad. Sin embargo, este purificado hombre de letras terminaba sistemáticamente decepcionado (a veces parecía