Existe también en la tercera Crítica una relación entre la belleza natural y la obra de arte, en tanto en cuanto ambas parecen fruto de una voluntad que las orientaría a un fin que la mente no es capaz de reducir al puro entendimiento: la finalidad sin fin específico (Zweckmässigkeit ohne Zweck), que abstrae al organismo, y después, vía la teoría del genio, al objeto artístico, de la mera causalidad. Como explica Bowie: «The work of art is purposively produced, via free human initiative; at the same time, it is accessible to the understanding because it is an object of intuition: you can see it, hear it, and so on. As such, it partakes of the two realms which Kant’s first two critiques had sundered, and which he tried to unite in the third critique» (Bowie, 2003: 57). Una obra de arte, como la belleza de un organismo natural, se considera resultado de una acción libre, porque solo la libertad puede crear belleza, según la teoría del genio de Kant. La obra de arte se relaciona por tanto con la razón práctica, pero también con la razón pura, ya que la libertad queda sensiblemente plasmada y puede ser captada por el entendimiento, vía los sentidos. La conducta estética existe en el sujeto como productor, pero también como receptor, porque la contemplación de la belleza me permite intuir mi propia libertad traducida en la idea de un fin cuando percibo un objeto bello, por ejemplo, una obra de arte. Disfrutar el producto, una vez se transmite, es un acto libre de la razón, pues la finalidad y la intuición están presentes en el espectador y debe usar su libertad para disfrutar de lo que es inherente al producto. Deviene la belleza natural, y por extensión el arte, símbolo utópico de la libertad; símbolo, eso sí, porque la belleza no se identifica con la moral sino por analogía. En el arte podemos ver un trasunto de lo que sería el mundo si la libertad fuera alcanzada.
El desinterés de la experiencia estética, tal y como lo explica Kant, enlaza con la moralidad del sujeto trascendental, que se describe como subjetiva y universal. La teorización de Kant permite fijar a ese sujeto moral trascendental, libre y activo por ser ajeno a pasiones y emociones, y relacionarlo con una versión de la estética, de la percepción sensorial de la belleza, ajena igualmente a la necesidad. Un sujeto purificado enlaza con una versión depurada de la belleza.
Pocos años después de la publicación de la tercera Crítica, y mientras Fichte dictaba sus lecciones en Jena, Schiller publica sus Cartas para la educación estética del hombre (1795).20 Descree de la revolución, que ha conducido al terror, y se decanta, en cambio, por la reforma, que debe ser operada por una educación estética que genere (en un plazo mínimo de cien años) una sociedad justa. El problema que se plantea Schiller es cómo trasladar al colectivo los valores abstractos que representa el sabio depurado para evitar que la violencia revolucionaria, ligada al cuerpo, y al cuerpo social, se apodere de la sociedad. La belleza deviene elemento de la mediación. El espíritu, la moral, encuentra su analogía en la belleza natural y artística (de acuerdo con la Crítica del juicio), y de ahí la importancia de la poesía en la educación colectiva. La belleza, cuya percepción es desinteresada en Kant, es la vía hacia la libertad, porque la obra de arte más perfecta es la construcción de la libertad política genuina, resultado del desarrollo de la naturaleza humana como mezcla armoniosa de lo sensible (la inclinación) y lo racional (el deber). Esta posición intermedia recibe el nombre de Estado estético, y es aplicable tanto al individuo como al colectivo. Schiller señala la importancia de lo sensible, ya que la razón, abstracta, debe ser transmitida sensorialmente para la formación del hombre. Solo así la función educativa, cultural, el acceso a las ideas abstractas y su transmisión puede ser efectiva para generar una sociedad, un Estado, cohesionado.
Hay un elemento llamativo en las ideas de Schiller. El desarrollo social del gusto, entendido como valoración de la belleza, facilita la comunicación entre distintas clases sociales y transforma el pensamiento abstracto en claridad comprensible. Este principio igualador no debía tolerar privilegios para miembros específicos del grupo, pero en el propio Schiller se termina notando la fragilidad de este argumento y restringe, al menos de inicio, este estadio estético de libertad a unas pocas almas sensibles que conforman un pequeño círculo, los poetas, y que deben liderar el proceso educador del resto. Schiller opina que corresponde al poeta el estadio más alto en la sociedad, por ser capaz, él mismo, de encarnar/comprender la doble naturaleza humana del individuo. Ese círculo de selectos, sujetos puros, está decidido, en todo caso, a intervenir en la realidad, a trasladar valores morales al colectivo. Me interesa ese sujeto letrado, ahora sí prototipo decidido del intelectual por su voluntad de intervenir en la reforma social transmitiendo los valores espirituales gracias al arte.
El pensamiento alemán identifica al «grupo» de sujetos, cruce de filósofo y artista, encargados de la educación cultural del individuo, que debe ser transformado en ciudadano para generar un modelo de Estado-organismo opuesto al Estado-máquina. Como señalaron Lloyd y Thomas (1998), estos sujetos, obvios precedentes del intelectual desclasado, «alienígena», que está al margen de la sociedad, por arriba o por delante, y debe guiarla, tiene como objetivo educar a los individuos, educir de ellos a los seres humanos miembros de la sociedad. Cohesionar, por medio de la cultura, el Estado, y evitar los riesgos de las insurrecciones revolucionarias (como la francesa) del cuerpo social. Para Lloyd y Thomas (1998), son estos autores los que terminan por relacionar los conceptos de cultura y Estado, cultura para la generación de los ciudadanos que han de formar un Estado. Ciudadanos que idealmente dejarían de ser individuos para convertirse en sujetos acordes con el modelo de subjetividad depurada y desinteresada que proponen pensadores como Fichte o Schiller. Siguiendo a Lloyd y Thomas (1998), los individuos debían transformarse en espectadores de una cultura elevadora e igualadora que los situara, como miembros del Estado, al margen o por encima, también a ellos, de su vida privada, en la que participaban como actores alienados y oprimidos por el sistema burgués.
La lectura de Lloyd y Thomas es aceptable en términos generales, o al menos desde su perspectiva marxista, pero puede llegar a ser ligeramente reductora. Tomemos por un momento un texto clave del entresiglo XVIII-XIX en Alemania: El programa sistemático más antiguo del idealismo alemán, escrito entre 1795/6. 21 En el Systemprogramm, que es como se lo conoce abreviadamente, Frank (1982) notó una variación sumamente interesante respecto a las teorizaciones previas sobre Estado-máquina frente a Estado-organismo. Utiliza este texto plural (escrito al menos por tres manos: las de Hölderlin, Hegel y Schelling) términos e ideas de Rousseau, Kant e incluso de Fichte, pero ya no dirige su crítica al feudalismo o al absolutismo, sino, precisamente, al Estado burgués. Un Estado totalmente derivado de la razón, que carece de legitimación exterior a él, es decir, de fundamento, y que basa en las leyes su poder, debe ser necesariamente una máquina. De hecho, uno de los autores del texto, Schelling, escribirá pocos años después, en su Sistema del idealismo trascendental (1800), que la crítica a la ideología estatal mecanicista debía dirigirse precisamente contra la ordenación jurídica burguesa. Novalis, miembro destacado del Frühromantik, manifestará en Europa (1799) que la dialéctica destructiva, por analítica, de la Ilustración se había tornado autónoma. Alejada de los mitos como elementos fundacionales o legitimadores, actuaba como un molino gigante, sin constructor ni molinero, que se molía a sí mismo. Para ambos, la sociedad burguesa es una máquina regulada que actúa de manera ciega, aplicando un código que la hace funcionar por sí misma, por inercia:
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