Entonces invitaron a los tres a lo que llamaron «la casa de las flores», en los jardines aledaños al templo. Y una vez allí se esforzaron por complacerles. ¿Qué deseaban?, les preguntaron. Cuando Finisterre dijo que les gustaría lavarse y conocer el lugar, les condujeron a una sala de columnas con una piscina de agua caliente, alimentada con chorros que salían de una pared, donde pudieron darse un baño con jabones y sales olorosas. La piscina se prolongaba hasta una terraza abierta del exterior, desde donde se podía tocar el cielo y también ver y oler el aire salobre del mar cercano.
Después les proporcionaron ropa que, al principio, no querían aceptar. Ante su insistencia, accedieron por fin a ponerse unos pantalones bombachos, camisas sin mangas y chinelas, pero guardaron por si acaso toda su ropa y demás posesiones en las mochilas, que llevaban siempre encima.
Finalmente, hicieron un recorrido turístico acompañados por una corte jovial de damas hasta acabar de nuevo en el edificio principal del templo. Llegaron así a una sala trasera llena a rebosar de objetos curiosos, algunos incluso estrambóticos, amontonados durante años a juzgar por la capa de polvo que se acumulaba en algunos de ellos. Sus guías la llamaron «sala de las ofrendas» y estaba situada detrás del altar, en un rincón oscuro del edificio, tras una puerta pequeña y estrecha. Los objetos eran regalos, les dijeron, que habían traído de sus viajes las sucesivas generaciones de ‘yeraias’.
Fisgaron entre los objetos, sin reparar en las voces ásperas y en el alboroto que se empezaba a formar en el vestíbulo del templo y que hizo salir a algunas de las damas acompañantes.
Javier encontró una pequeña espada con caracteres tallados en la hoja y un caballo de largas crines tallado en la empuñadura de bronce y la esgrimió fascinado. Por su parte, Nika recogió del suelo algo que a primera vista parecía un bolígrafo grueso con botones de colores. Al apretar en ellos, salía pintura magenta, amarilla, azul, verde, negra… Si la gota de pintura caía al suelo, se secaba formando una pequeña burbuja globosa. «Qué curioso» pensó la niña. Se le ocurrió probar a pintar un limón usando un trozo vacío de suelo como lienzo, para ver qué pasaba. De haberse quedado hasta el final, se habría maravillado al descubrir cómo el limón recién pintado tomaba volumen y cuerpo, hasta convertirse en un limón auténtico que rodó y chocó con una ánfora. Pero algo la distrajo antes y la arrancó de su tranquilo paseo, lo mismo que a los demás.
El alboroto de la entrada se había convertido finalmente en un airado tumulto, donde se mezclaban órdenes autoritarias, gritos descompuestos e insultos intercalados. Intrigados por el motivo de esas voces, los forasteros salieron de la sala de las ofrendas con la última de sus acompañantes, a tiempo de ver a un grupo de hombres fornidos con rostros morenos barbudos y armados con espadas, invadiendo la nave principal del templo. Parecían la cabeza de una manifestación reivindicativa con tintes violentos. Todos vestían igual, unas túnicas cortas, sandalias y corazas de cuero; también lucían unas melenas rizadas y barbas trenzadas en rastas y un curioso colmillo blanco les atravesaba la base de la nariz.
La sacerdotisa del templo se encaró con ellos dignamente y cuando preguntó qué querían, el que encabezaba el motín respondió sin vacilar:
—¡Hemos venido a por el mentagión! Ya no seremos más gobernados por féminas desde las estancias de este templo. ¡El Reino de Nirari necesita un rey! Necesita héroes y no sacerdotisas, puños fuertes que lo defiendan y lo lleven a la victoria, no más oraciones inútiles. ¡Vuestros dioses no nos librarán de las espadas!
—Vosotros habéis traído las espadas y sois vosotros los que atacáis al corazón de Nirari. Si necesitamos defendernos de algo, ahora mismo es de vosotros, Sajum. Volved a vuestros puestos y reservad las armas para nuestros enemigos, pues aún no ha pasado nada irreparable… ¡Hablemos! Y seguro que dialogando llegaremos a un acuerdo...
Todos los presentes aguantaron la respiración deseando que los rebeldes atendieran la llamada del diálogo, pero los violentos insistieron con más furia en su demanda.
—¿Dónde está el mentagión? ¡Entregádnoslo! Solo así os respetaremos la vida.
Cuando las mujeres se negaron, el cabecilla del tumulto lanzó un grito enardecido y se abalanzó con furia sobre la sacerdotisa mayor, espada en ristre, diciendo que el mentagión pertenecía al pueblo. La derribó de un golpe sin respetar su indefensión ni la autoridad que tenía en ese reino. Después atravesó el pecho de la mujer clavándole su acero en medio del clamor consternado de los habitantes del templo, que contemplaban impotentes la escena. A continuación, el asesino se volvió hacia los suyos y ordenó que buscaran el objeto más sagrado del templo y que matasen a todo el que quisiera impedirlo o se pusiera delante.
—¡Vámonos de aquí! Deprisa. Volvamos a la puerta —se dijeron alarmados los viajeros, mientras echaban a correr junto a la pared más alejada de los violentos, hacia la salida.
Al mismo tiempo se puso en marcha una matanza que hizo huir despavoridos a todos los pacíficos habitantes del lugar, perseguidos por hombres de ojos fanáticos que acuchillaban sin piedad a cuantos se ponían a su alcance.
El cabecilla de los atacantes se dirigió hacia el fondo del templo, hacia la sala de los objetos almacenados, esperando quizá encontrar allí lo que quería y entonces descubrió a Finisterre, pegada a la pared y en mitad de la fuga.
—¡TÚ! No puede ser… ¡Estás muerta! —exclamó atónito—. ¡Yo mismo arrojé tu cuerpo al mar desde el acantilado!
—Sería otra, no yo —respondió mecánicamente la pelirroja mirando al mismo tiempo y con desesperación hacia los lados en busca de una vía de escape que le librase de aquel bruto.
—¿Dónde tienes escondido el mentagión? —rugió el barbudo dando un paso amenazador hacia ella.
Sin embargo, antes de que la monitora pudiera decir nada, algunas mujeres del templo se interpusieron como escudo gritando:
—¡Huye, princesa!
Consciente del peligro en el que se encontraban, la pelirroja echó a correr de nuevo, llevando delante suya a Javier y a Nika. Corrían desesperados para salvar sus vidas. El suelo del templo estaba para entonces salpicado de cadáveres y regado con charcos de sangre. Tuvieron que saltar por encima de esos charcos, rodeando uno de los cadáveres, y sortear a otro de los atacantes mientras salían disparados hacia la puerta. Por suerte, los violentos estaban más interesados por atrapar a las mujeres de las túnicas que por perseguirles a ellos.
Afuera se oyeron gritos nuevos, alguien más acudía al templo con ruido de sables. Se escondieron tras una columna a tiempo de ver entrar un escuadrón de hombres armados. Con sus túnicas cortas, sus corazas y escudos redondos, recordaban a los hoplitas, los antiguos soldados de la Grecia clásica. Ya no miraron más. Salieron huyendo en cuanto quedó el hueco libre y se precipitaron escaleras abajo hacia la terraza ajardinada donde había quedado abierto el agujero de la «puerta» dimensional.
Mientras escapaban, Nika observó que una de las muchachas jóvenes del templo, la que tenía el cabello oscuro y había mirado a la monitora con insistencia, huía también y les hacía señas perentorias para que la siguieran. Pero en vez de hacerle caso, se marcharon corriendo.
—Ya sabía yo que te confundían con otra —dijo Nika a Finisterre mientras saltaban por las escaleras abajo.
El túnel permanecía en el mismo lugar donde lo habían dejado. Sin embargo, al intentar traspasarlo, chocaron contra un muro invisible.
—¡Las pulseras! Tenemos que usar las pulseras...
Con dedos nerviosos, accionaron los resortes de sus pulseras y la burbuja que cubría el agujero vibró. Nika fue la primera en traspasar el umbral, después lo hizo Javier y por último la monitora. Justo a tiempo, porque detrás suya llegaron dos tipos barbudos que se dieron de bruces contra la pared y quedaron tendidos en el suelo.
Esa fue la última imagen que vieron de los jardines colgantes de Sammuramat. A continuación, una cortina circular acuosa cubrió el interior