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LOS JARDINESDE SAMMURAMAT |
Los jardines colgantes de Sammuramat resultaron ser tan fabulosos y bellos como los describían. Nada más entrar en ellos, se quedaron extasiados. Estaban plantados en terrazas sobre la pared de un acantilado, colgados frente a un mar azul mediterráneo. Las terrazas, amplias y llenas de árboles y flores, formaban una escalera a distintos niveles dentro de una gran bahía y estaban conectadas entre sí por suntuosas escalinatas de mármol blanco, con balcones que asomaban a una costa rocosa y salvaje de acantilados impresionantes acariciados por las olas y coronados de vegetación verde. Los arquitectos paisajistas habían aprovechado una gran pared de piedra caliza natural y la habían tallado y rellenado de tierra, sembrándola con plantas muy diversas de especies raras. Cada terraza albergaba un jardín diferente y exquisito recorrido por senderos de arena gruesa. En unos rincones había plantados árboles exóticos de hojas palmeadas; en otros, matorrales de hojas duras y brillantes mezclados con grandes sauces de ramas péndulas que proyectaban una sombra fresca. Había macizos de flores aromáticas muy coloridas y arbustos recortados con formas caprichosas. Enredaderas trepadoras cubrían los arcos de celosía y daban sombra con racimos de campanillas rosáceas a las bancadas estratégicamente distribuidas para proporcionar descanso y alegrar los sentidos del paseante.
Sobre las balaustradas y columnas se veían esculturas de animales fabulosos tallados en piedra y recubiertos con esmaltes de vidrio decorativos de colores brillantes. Había grifos e hipogrifos con plumas doradas y penachos en la cabeza; también centauros y dragones, leones sedentes con cabezas de hombres barbudos y tigresas con cabezas de mujer, elefantes de enormes colmillos y otros animales nunca vistos por ellos como reptiles con alas o delfines con hocico aserrado.
El primer destino de su viaje se desplegaba ante sus ojos tan fascinante y agradable como prometía la reseña.
Antes de lanzarse a investigar comprobaron que el túnel de acceso hasta el Atrium seguía abierto. Por este lado era un agujero negro y circular abierto en la pared del acantilado, velado por una cortina vibrante que se asemejaba a una pompa de jabón y a través de la cual podían ver, aún, un pedazo de la bóveda estrellada. Pensaron no alejarse demasiado para tener cerca el túnel y poder regresar así en cuanto lo desearan.
Sin embargo, cuando empezaron a explorar el lugar, muy pronto se olvidaron de sus buenas intenciones absorbidos por la belleza de aquel paisaje. La curiosidad les llevó primero al borde de la terraza desde donde descubrieron la hermosa bahía abrigada y un mar azul turquesa que se perdía en el horizonte, separado del cielo claro tan solo por una línea fina de reflejos de plata. Tras recorrer la terraza ajardinada en la que estaban, sus pasos les llevaron por una de las escalinatas hacia el nivel inferior donde unas vistosas aves, cruce de garza con pavo real, hacían gala de su formidable plumaje. Descansaban con aire regio a la sombra de los magnolios, entre las rosaledas y arbustos de hibiscos, hortensias, fucsias y madreselvas.
Recorrieron los jardines tranquilamente, disfrutando de las fantásticas vistas y los aromas perfumados. Más que nunca les pareció estar dentro de un parque turístico destinado al ocio. Alargaban las manos y tocaban las flores y las estatuas para comprobar su solidez y se pellizcaban la cara para comprobar que estaban despiertos.
Su visita transcurría con la placidez de un paseo vacacional. Pero al volver a la terraza superior, todo cambió de repente y se precipitó hacia el desastre.
Comenzó con la llegada de tres mujeres maduras vestidas con saris vaporosos, que bajaban por las escaleras y les salieron al encuentro con gestos de sorpresa. Al verlas, pensaron que los habrían tomado por intrusos y que venían a expulsarlos del jardín. Casi esperaban oírlas parlotear a gritos en algún idioma extraño para ellos, pues sería lo lógico. Pero en lugar de eso, las mujeres se echaron encima de Violeta con los brazos abiertos y empezaron a achucharla mientras exclamaban, aliviadas:
—Ay, Yereia, qué alegría. ¡Por fin te encontramos!
—Creo que te confunden con otra, Finis —avisó Mónica.
En efecto, las mujeres se dirigían a la monitora con familiaridad, como si la conocieran. La trataban con una mezcla de afecto y autoridad. Se escandalizaban por su aspecto desaliñado, por sus ropas extrañas para ellas y su pelo rizado y revuelto.
Cuando ella intentó explicar que se equivocaban de persona, las tres mujeres lo negaron absolutamente.
—¡Tú eres Yereia, claro que sí! Nuestros ojos no nos engañan. ¡Eres la «llama viva»!, la portadora del mentagión...
—¿Cómo sabéis que llevo conmigo el mentagión? —se sorprendió la monitora. Palpó el bolsillo exterior de la mochila para comprobar que no lo había perdido.
—¿Quién otro lo portaría salvo tú? Estabas predestinada desde tu nacimiento, princesa. Lo dicen los augurios. —Eso declararon las recién llegadas sacudiendo con viveza sus largas trenzas negras. Acariciaban los brazos y la cabeza de Finisterre como si fuese una niña perdida que acabasen de recuperar.
Entonces empezó a llegar más gente, hombres y mujeres de piel oscura. Ellas llevaban unos vestidos de seda ligeros con los que se envolvían el cuerpo, al estilo de los saris indios. Los hombres vestían túnicas claras y sueltas y parecían pacíficos. Todos tenían las manos y brazos decorados con dibujos vegetales de alheña.
Rodearon a los tres viajeros con gran jolgorio, celebrando su llegada, y se los llevaron consigo casi en volandas, escaleras arriba, recorriendo los cinco pisos de jardines. Solo una muchacha joven permanecía seria y les seguía sin quitar los ojos de Finisterre ni un segundo, como si quisiera analizar cada centímetro de su rostro o dudara de su identidad. Tenía una melena corta y lisa del color del bronce, con flequillo recto cortado al estilo egipcio antiguo, piel morena y unos ojos grandes almendrados negros.
Todo el grupo acompañó a los extranjeros hasta la cúspide de los jardines donde se alzaba un edificio blanco de líneas armónicas que recordaba a una mastaba egipcia o una pirámide truncada de planta rectangular. En la base había una entrada muy semejante a la del Partenón griego por sus columnas estriadas de mármol blanco. Al acercarse, les chocó el frontón que se alzaba sobre las columnas, decorado con altorrelieves que representaban un carro tirado por pegasos y conducido por una amazona brava de melena suelta que llevaba una lanza y un medallón en forma de estrella sobre el pecho desnudo. El carro se dirigía hacia un cielo de tres lunas donde aguardaban unas figuras que parecían astronautas por los cascos que les cubrían.
Era el templo de Shemed donde les aguardaba una sacerdotisa vestida con ornamentos recargados y acompañada de una pequeña guardia. Como todos los demás, en un primer momento se alegró de ver a Violeta a la que dio la bienvenida con cara estirada.
—Llevábamos dos días buscándote, princesa. ¡Llegas tarde! Pero has llegado al fin. Después nos contarás los pormenores de tu viaje. Ahora dinos, ¿quiénes son ellos? ¿Cómo has podido traerlos contigo al jardín de los dioses? —preguntó refiriéndose a los dos adolescentes que la acompañaban. Había arrugado el ceño y los señalaba como si tuvieran alguna enfermedad apestosa.
—Son amigos míos. ¡Vienen conmigo! —se apresuró a decir la monitora envolviendo a Javier y Nika con un gesto protector de sus brazos.
—¡Ningún extranjero puede entrar en este templo! Y tampoco son bien recibidos en el palacio del Reino Prohibido, salvo invitación de la reina. Deben irse.
—Si ellos se van, yo me iré también. No podemos separarnos, somos compañeros de viaje —contestó ella, resuelta, dejando asomar a la capitana Finisterre que llevaba dentro. En adelante, durante su aventura, ese sería su nombre. Se volvió y dio los primeros pasos para marcharse, pero las que estaban detrás se lo impidieron.
Entre las gentes que les rodeaban se produjo un rifirrafe. La sacerdotisa quería aplicar