La Vieja de los Chimangos. David Rodolfo Altonaga. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: David Rodolfo Altonaga
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9789878724768
Скачать книгу
—salvo uno de ellos—, pero al menos podían verse en algún bar del barrio, de esos que te ubican y te atienden afuera.

      Sobre el asunto principal, habían quedado de acuerdo en que no llevarían los celulares.

      Algo raro para Juanse, que lo consideraba una extensión de su cuerpo y que —salvo en la riña de los chimangos versus teros— siempre tenía a mano.

      Pero en rigor de verdad, fue él quien tuvo la idea y la sostuvo hasta el final.

      Durante la cuarentena se había interesado por tópicos sobre la importancia de la desconexión digital, además de otros tantos como vidas pasadas y terapias alternativas para calmar la ansiedad. Juanse también leyó bastante sobre anatomía, enfermedades raras y vio varios videos relacionados con intento de reanimaciones. Quería seguir la carrera de Medicina en la Universidad de Buenos Aires.

      Cargaba con la honda depresión de su madre y se le hacía muy difícil poder acompañarla sin esas herramientas que encontraba en YouTube.

      Es que Inés San Martín —que era una mujer sintética, carente de hobbies y sin una verdadera vida interior— había dedicado toda su existencia a orbitar sobre su hijo, Juan Sebastián, y su exmarido Mariano González García.

      Tuvo una íntima amistad con los padres de Emilio, Franco Fernández Fierro, cuando eran más jóvenes, pero la relación se cortó el mismo año en que nacieron ambos amigos.

      Juanse venía de un ambiente familiar turbulento y sus padres se habían separado antes del confinamiento. Mariano González García, su papá, perdió varias propiedades por malos negocios y el campo familiar también estaba en jaque después de la inundación del “Edén”.

      El padre de Juanse abandonó el hogar dejando a su hijo con Inés, totalmente entregada al alcohol. La imagen materna aristocrática que había diseñado su exmujer, con el pelo rubio ceniza de peluquería y su outfit de colores tierra, se desdibujó de tal forma que llegaron a compartir con su hijo porros y bebidas alcohólicas de todos los estilos y colores; intentando despejarse de la realidad que se ganaron, en la timba de la vida.

      Inés San Martín fue criada de la manera en que se educa a la gente con linaje aristocrático. Aunque la sangre patricia ya se había cruzado tanto que lo único que se pudo sostener fue el apellido. En honor a su estirpe, le encantaba firmar orgullosa los comprobantes de compras con tarjeta de crédito y plasmar la marca del prócer.

      Se jugaron todo. Perdió las propiedades heredadas y su exmarido fue en parte el responsable de los negocios mal pensados.

      Los delirios de empresario de Mariano González García comenzaron cuando Juanse aún no había nacido. Se recibió de ingeniero agrónomo en la Universidad de Buenos Aires, detestando por completo la vida del campo. Es que él quería vivir del campo y no vivir para el campo, como interpretaba que lo hacían sus padres.

      Sus progenitores trabajaban de sol a sol y a la par de los empleados. Para Mariano y su mujer, eso no era “darse un lugar”. Les molestaba que los domingos los caseros se incorporaran al asado familiar, más allá de que Rosalía había cuidado a Mariano desde niño y era considerada su madre putativa.

      Cada vez que viajaban al campo a pasar un fin de semana, Inés se rociaba en perfume francés, porque decía que “había olor a trabajo” y lo comentaba cuando Valerio, el casero, le acercaba la silla para que se sentara cómodamente a contemplar el paisaje o “chusmeara” la revista Ohlalá!, en la galería de la casa.

      Cuando Hipólito y Hortensia, los padres de Mariano y abuelos de Juanse, le recomendaron a su hijo que empiece a trabajar en algún campo como administrador, Mariano, en cambio, se enamoró de la idea de reflotar el paddle en la provincia, alejándose por completo de las tranqueras.

      Compró canchas viejas, casi en ruinas, en los pueblos de General Rodríguez, San Antonio de Areco, Arrecifes y Todd. Las tiró abajo y las reconstruyó con acrílico, porque afirmaba que había cambiado su diseño a nivel mundial.

      En un año tenía los complejos en pie y se convirtió en el administrador general, organizando campeonatos y dando clases a los más jóvenes. Lo que más le gustaba era viajar por los pueblos e interactuar con los ciudadanos del lugar. Se sentía libre y siempre era bien recibido por la aristocracia pueblerina que —bien se sabe— cuentan con mucho envase y poco contenido.

      Dos días en General Rodríguez, dos días en Arrecifes y otros más en Areco. Rápidamente, encontró un amor pasajero para despuntar el tiempo. Con esa mujer separada, que tenía muchas ganas de seguir posicionada a nivel social, vivía el sexo sin tapujos. Algo que no encontraba en Inés, que mantenía la ceremonia de las relaciones semivestidos y con la luz apagada.

      En San Antonio de Areco, Mariano le daba clases de paddle a su amante y entre drive y volea, siempre acababan en un famoso hotel de un pueblo aledaño, con nombre de ciudad balnearia.

      Su joven y reciente esposa se quedaba en Recoleta casi toda la semana y con el correr del tiempo, los campeonatos no fueron tan fabulosos como para recuperar la inversión inicial, con lo cual el supernegocio no prosperó y el amor furtivo también desapareció.

      Había dejado a un organizador suplente, un primo hermano, para que gestione los torneos durante el fin de semana; pero las matemáticas eran complicadas a la hora de la rendición de gastos.

      Con la malaria, González García Junior terminó escondido en el campo familiar, ocultando lo poco que pudo rescatar: trofeos que nunca entregó, las vajillas de los bufetes, los ventiladores de las canchas techadas, los artefactos de iluminación y hasta los pebetes de jamón y queso que se guardó una de las noches en que desmantelaron el complejo de Todd. No les pagó a los empleados y presentó quiebra.

      Sus padres lo ayudaron a recuperarse con la venta de la cosecha de “la nueva soja” y lo sentenciaron: el camino era trabajar y explotar aún más lo que había estudiado.

      Pero Mariano González García era un soñador que se creía visionario. Estaba convencido de que era un adelantado a su tiempo. Que sus padres no lo entendían por estar contemplando sembrados y liquidando porotos, según lo que les predecía el mercado de Chicago y las retenciones peronistas.

      Era un tipo de un metro setenta, con la cabellera tupida que evidenciaba falta de preocupación. Vestía siempre de jean y camisas a cuadros, con zapatos o borceguís de cuero muy caros. Muy distinto de su padre, que siempre vestía ropa de trabajo y había perdido los pelos a corta edad, conforme crecía su hijo.

      Otro día Mariano pensó que era negocio comprar locales baratos en las galerías del barrio de Once, en Capital Federal. Un amigo ochentoso le había asegurado que la gente iba a abandonar los shoppings para redescubrir las galerías históricas.

      Veintitrés locales comprados con las cosechas del campo de su padre.

      —Veintitrés locales tirados a la basura —dijo más tarde Hortensia, su madre.

      Mariano sólo les pudo alquilar a tatuadores y a tiendas americanas para que le pagaran los impuestos municipales.

      También le alquiló a una bruja —casualmente muy amiga de una vecina del campo de Areco— con la que tuvo un affaire sexual casi masoquista. Pero la dejó el día en que le quemó los pezones con una vela ardiente. Su cabeza, ávida de probar lo prohibido, no tenía límites, pero cuando lo encontraba huía despavorido.

      Las grandes marcas que pensó que podían mudarse a las galerías nunca llegaron y terminaron rematando los locales.

      Mariano igual no perdía las esperanzas, tenía un espíritu emprendedor y le gustaba vivir bien y codearse con amigos de la alta sociedad. Todas las noches cenaban afuera, en los mejores restaurantes de Capital y la Zona Norte. Casi siempre alternaban, porque la cuenta corriente nunca estaba del todo saldada y ya no le daban créditos.

      —¿Cómo puede ser? Che, ¡si tengo los resúmenes al día! ¡Voy a llamar a VISA!

      Así se quejaba cuando la tarjeta no pasaba y saltaba un rechazo por fondos insuficientes. Sin más remedio, y de muy pocas ganas, pagaba Inés, en