La Vieja de los Chimangos. David Rodolfo Altonaga. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: David Rodolfo Altonaga
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9789878724768
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comprendió que todo había sido una vívida pesadilla y que se hallaba tendido en su cama, en la negrura absoluta de su cuarto, quiso incorporarse completamente ciego, pero la oscuridad lo mareó y cayó al suelo.

      Con un hilo de voz intentó gritar el nombre de su madre, aunque la puerta de su habitación estaba cerrada y veía destellos de luces que daban vueltas a su alrededor.

      Decidió nuevamente cerrar los ojos y dejarse caer en sí mismo, prestando atención a su respiración alterada y su pulso acelerado. Tomó aire por la nariz, lo retuvo y lo guardó unos segundos, uniendo pulmón con diafragma, para luego liberarlo lentamente. En sus oídos se mantenía un chillido de acople insoportable, de esos que aparecen luego de escuchar música fuerte por un largo período de tiempo.

      Un rato después, creyó que su saturación de oxígeno se volvía cada vez más baja, y se terminó convenciendo de que estaba en una situación más complicada que la del sueño.

      —Quizás haber soñado mi muerte sea el detonante de mi ataque cardíaco —pensó.

      Podía sentir realmente que estaba muriendo. Analizó cómo se apagaban sus signos vitales, los sonidos a su alrededor y los movimientos de sus extremidades...

      Por fin se convenció de que no podía hacer nada y decidió quedarse así como estaba, tendido en el suelo, sobre una alfombra sucia, pisoteada y con un olor similar al de los aguiluchos.

      Tal vez si no se movía, la sensación pasaba más rápido y la muerte llegaba de un tirón, sin hacerse esperar. Poco a poco, los latidos de su corazón ganaron sus oídos y se fundieron con su existencia.

      Emilio se dejó alcanzar nuevamente por el sueño y se entregó a la muerte sin resistencias. Pero encontró un descanso profundo y relajante, del lado de la vida, aunque él estaba totalmente convencido de que era el final.

      A la mañana siguiente, despertó y evidenció que no había muerto y que seguía en el piso de la habitación, con un insoportable dolor de espalda que no lo dejaba incorporarse. Entendió que tenía la columna apoyada en una zapatilla y el cuerpo estremecido por el frío.

      Aguantó la respiración para no sentir ardor en las costillas. Se tumbó de costado y miró la rendija debajo de la puerta, advirtiendo movimientos del otro lado.

      Se oían pasos apresurados que iban y venían. Tacos que repicaban y voces muy conocidas. Cosas que se arrastraban por el piso y sonidos de aerosoles que se activaban para rociar quién sabe qué. Más arriba, la persiana dejaba ver pequeños reflejos de luz en el cielorraso; ya era de día.

      De a poco, fue identificando las voces de su familia y su audición se tornó cada vez más nítida, al mismo tiempo, se despertaron sus músculos entumecidos y tensionados.

      Pasó varios minutos sentado con la cabeza entre sus manos. Tenía los pelos engrasados de transpiración y una remera agujereada que añoraba el lavarropas.

      Estuvo así somnoliento media hora, hasta que, por fin, de un impulso nervioso revoleó la zapatilla contra el escritorio y entendió con bronca que ese era el límite.

      Su psicólogo tenía razón, pensó. Era evidente que necesitaba salir más seguido del departamento. Ir a la naturaleza, distenderse con amigos. Por más miedo que le significara el exterior en épocas de pandemia, la vida continuaba y tarde o temprano el COVID-19 se iba a convertir en parte de la realidad cotidiana. Advirtió que dos años de encierro absoluto lo habían desbordado.

      Incluso, encontró reemplazo a sus ansiolíticos. La marihuana aparecía en su vida como un aliciente a la ansiedad. Era suministrada por “envíos secretos” de su gran amigo Juan Sebastián González García. Él mismo se ocupaba de llevar los porros a la puerta de su hogar, pero por razones sanitarias y de confidencialidad, casi nunca los recibía Emilio en persona.

      Esa mañana de invierno, en que subjetivamente volvió de la muerte y mientras desayunaba, se quedó pensando en el sueño y lo reinterpretó.

      Entendió que los pájaros habían venido con un mensaje y que la terrible escena lo enfrentó cara a cara con sus miedos: las aves y la exposición al peligro de una situación que él no podía controlar. ¿Qué le hubiera dicho su psicólogo sobre el sueño? —Significa lo que vos pienses que signifique. —Así le respondía cada vez que Emilio le confiaba sus sueños, para que lo ayudara a interpretarlos.

      También se alegró porque los ejercicios de respiración que el licenciado le había enseñado, estaban dando frutos. La próxima vez no necesitaba llegar a pensar que se moría de un paro cardíaco, como en la mayoría de los episodios que solía tener.

      Aunque más allá de ese razonamiento lógico que había ganado gracias a las sesiones de terapia, Emilio sabía que el pensamiento mágico era impredecible y que poco podía hacer cuando llegaba sin avisar, sobre todo en los sueños.

      Se fue a duchar pensando una y otra vez en la escena. Y mientras el agua caliente le devolvía la temperatura vital y el vapor le despegaba los mocos de los bronquios, se juró que lo intentaría nuevamente y que saldría de la situación de vulnerabilidad en que había caído.

      Había tenido varios ataques de pánico en su vida y la pandemia lo desbordó por completo. Por momentos, sentía ahogarse cuando comía o se incomodaba con alguna situación. Sufría falta de aire, sudor en sus extremidades y temblores corporales. Desde los cinco años vivía con síntomas de ansiedad y, desde entonces, se encontraba en tratamiento psiquiátrico.

      Esa misma tarde volvió a reunirse con sus amigos en un parque de la Capital Federal, y si bien no era lo más arriesgado del mundo, a juzgar por el hermetismo con el que se guardó hasta ese entonces, sin dudas fue un gran paso.

      Cuando los barbijos invadieron nuestros rostros, el padre de Emilio Fernández Fierro se quedó sin trabajo. En el banco que fundó su abuelo, Aurelio Fernández Fierro, y en el que trabajó por más de veinte años, “unificaron gerencias”. Lo “aguantaron” en su puesto hasta que se pudo despedir a empleados. Cuando pudieron, le dijeron chau.

      Por suerte, para Franco Fernández Fierro —el padre de Emilio—, la salida del trabajo fue una bocanada de oxígeno. Como venía avisado con tiempo, se recicló y se convirtió en un distribuidor de alimentos orgánicos para gente regia. Nunca se deprimió, o al menos sus hijos no lo notaron.

      Ese departamento, donde Emilio vivió desde que nació, lo habían heredado de los padres de Franco. Un piso de cinco ambientes exclusivo, que se transformó rápidamente en un centro de acopio improvisado, lleno de mercadería vegetal y no perecedera. En cada entrega de productos, esta nueva labor fue desdibujando la conservadora y elitista rutina familiar.

      Tanto fue así que las dos mujeres afectadas a las tareas domésticas se convirtieron en “pickeadoras de pedido” y ayudaban a envolver y clasificar los productos.

      Todo se volvió surrealista. Convivían en el mismo sitio las pinturas de reconocidos artistas, las esculturas y colecciones compradas fuera del país, con las bolsas de castañas de cajú, el humus de garbanzos y las harinas orgánicas, entre otros productos.

      Lo que mejor quedaba en esa decoración posmoderna era la escultura de Marta Minujín y sus cabezas facetadas.

      Su madre, Solange Mancini, era una regia divina, de esas que desfilan por la avenida Alvear o Libertador. Siempre de punta en blanco y a la última moda, destilando perfumes franceses por su piel. Podías verla modelando y posando, siempre montada y exhibida como un producto, aun cuando hacía ejercicios en el balcón.

      Con la nueva estructura económica familiar comenzó a liderar a las domésticas desde un escritorio estilo inglés, que se ubicó oportunamente cerca del toilette de la sala de estar.

      Su celular estuvo activo casi las veinticuatro horas. Manejaba Instagram a la perfección. Organizaba sorteos y creaba promociones. En algunas oportunidades, recibía llamados privados que atendía en el baño, para que las empleadas no la escuchen.

      Al hermano de Emilio, Federico Fernández Fierro, de quince años, no le agradó que la casa se hubiera convertido