—¿Es ésa su opinión? Pues ¿cómo concilia usted el principio del artículo 1 351 del Código civil con su extraordinaria arremetida?
Como se había pasado la noche sin dormir, Frédéric sentía una fuerte jaqueca. Un rayo de sol, deslizándose por entre las rendijas de una persiana, le hería el rostro. De pie y contoneándose detrás de la silla, se retorcía las guías del bigote.
—¡No dejo de aguardar su respuesta! —dijo el hombre del galoneado birrete.
Y molesto sin duda por los gestos de Frédéric añadió:
—¡No la sacará de su bigote, seguramente!
Aquella gracia hizo reír al auditorio, y el profesor, halagado en su vanidad, se dulcificó y le hizo aún dos preguntas acerca de las citaciones y los sumarios, acogiendo las respuestas con signos de aprobación.
Terminado el acto, Frédéric volvió al vestíbulo.
Mientras el bedel le despojaba de la toga para ponérsela inmediatamente otro, le rodearon sus amigos, acabando de confundirle con sus contradictorias opiniones sobre el resultado del examen, que a poco lo daba a conocer una voz sonora desde la puerta del aula: "El tercero.. suspenso."
—¡Despachado! —dijo Hussonnet—. ¡Vámonos de aquí!
Ante la portería encontraron a Martinon, arrebolado, conmovido, radiantes los ojos y ceñida la frente por la aureola del triunfo. Acababa de sufrir sin tropiezos su último examen. Ya no le quedaba más que la tesis; antes de quince días sería licenciado. Su familia conocía a un ministro; se le presentaba "una hermosa carrera".
—Ese, a pesar de todo, te vence —dijo Deslauriers.
Nada tan humillante como ver a los necios triunfar en tales empresas donde uno fracasa. Frédéric, mortificado, repuso que aquello le importaba poco. Sus pretensiones eran más elevadas; y como Hussonnet se dispusiera a marcharse, lo llamó a un lado para decirle:
—De esto, ni una palabra allí. ¿Estamos?
El secreto era fácil, puesto que Arnoux se marchaba al día siguiente a Alemania.
Por la noche, al llegar, Deslauriers halló a su amigo en muy diferente tesitura: saltaba, silbaba, admirándose el otro de aquel cambio de humor. Frédéric declaró que no iría a casa de su madre y que dedicaría las vacaciones al estudio.
Al enterarse de la marcha de Arnoux se sintió presa de un gran júbilo. Podría presentarse allá abajo completamente a sus anchas y sin temor a ser interrumpido en sus visitas. La convicción de una seguridad absoluta le daría ánimos. En fin, no se vería alejado ni separado de ella! Algo más fuerte que una cadena de hierro le ataba a París y una voz interior le decía que se quedase.
Algunos obstáculos se oponían a ello, pero los zanjó escribiéndole a su madre; en primer término le confesaba su derrota, ocasionada por un cambio en el programa —una desgracia, una injusticia— ; además, a todos los grandes abogados —y citaba los nombres— les había sucedido lo mismo. Pero pensaba presentarse otra vez en noviembre, y como no te nía tiempo que perder, aquel año no iría a casa; por último, pedía, además del dinero del trimestre, doscientos cincuenta francos para atender a los gastos que el repaso de las asignaturas —cosa muy útil— le ocasionaría: todo ello adobado con palabras condolidas y apesadumbradas y con mimoserías y protestas de amor filial.
La señora Moreau, que le aguardaba al día siguiente, se entristeció con doble motivo. Ocultó la desgracia de su hijo y le respondió que "fuera a pesar de todo". No quiso ceder Frédéric y sobrevino la desavenencia. Al fin de la semana, no obstante, recibió el dinero del trimestre, con la suma destinada a los repasos, suma que sirvió para pagar unos pantalones gris perla, un sombrero de fieltro blanco y un bastoncillo con empuñadura de oro.
Cuando tuvo todas estas cosas en su poder, pensó: "¿Habré tenido una idea de peluquero?" Y se sintió sobrecogido por la duda.
Para saber si iría a casa de la señora Arnoux lanzó al aire por tres veces una moneda, y las tres veces el presagio fue venturoso. La fatalidad, pues, lo exigía. Y se hizo conducir en coche a la calle de Choiseul.
Subió apresuradamente la escalera y tiró del cordón de la campanilla; ésta no sonó, y él estuvo a punto de desmayarse.
Luego sacudió furiosamente el grueso borlón de seda roja. Dejóse oír un largo repiqueteo, que poco a poco se fue extinguiendo; pero nada, nada se oía. Frédéric tuvo miedo.
Aplicó el oído a la puerta: ni un soplo; miró por el ojo de la cerradura: en la antesala sólo se veían los extremos de dos cañas, junto al muro, entre las flores de papel. Dio media vuelta para irse; pero cambió de opinión, golpeando esta vez la puerta ligeramente. Esta se abrió por fin, y en el umbral apareció, enmarañada la cabeza, el rostro arrebolado y hosco el talante del propio Arnoux.
—¡Vaya! ¿Qué demonios le trae por aquí? Pase usted.
Y lo condujo, no al gabinete ni a su cuarto, sino al comedor, donde se veía, sobre la mesa, una botella de champaña y dos copas.
—¿Tiene usted algo que pedirme, querido amigo? —le preguntó con brusquedad.
—¡No! Nada, nada —balbuceó el joven, intentando buscar un pretexto a su visita.
Hasta que le dijo, por fin, que había ido para tener noticias suyas, pues le creía —por referencia de Hussonnet— en Alemania.
—¡De ninguna manera! —repuso Arnoux-. ¡Qué cabeza de chorlito tiene ese muchacho! Todo lo entiende al revés.
A fin de disimular su turbación, Frédéric iba de un lado a otro de la sala, y al tropezar con una silla dejó caer una sombrilla puesta sobreella, cuyo puño de marfil se hizo pedazos.
—¡Dios mío! —exclamó—. Cuánto siento haber roto la sombrilla de la señora Arnoux!
Al oír esto, el comerciante levantó la cabeza y sonrió de un modo extraño. Frédéric, aprovechando la ocasión que se le ofrecía para hablar de ella, añadió con timidez:
—¿Podré verla?
Estaba en su ciudad, junto a su madre enferma. No se atrevió a preguntar si duraría mucho aquel alejamiento; pero sí cuál era la tierra de la señora Arnoux.
—Chartres. ¿Le admira eso?
—¿A mí? No. ¿Por qué? De ningún modo.
Después de esto, ya no sabían qué decirse. Arnoux, que había liado un cigarrillo, daba vueltas soplando, alrededor de la mesa. Frédéric, de pie delante de la estufa, contemplaba las paredes, el aparador, el pavimento, y por su memoria, se diría más bien que ante sus ojos, desfilaban encantadoras imágenes. Al fin se retiró.
En el suelo de la antesala había un trozo de periódico apelotonado; lo recogió Arnoux y, empinándose, lo colocó dentro de la campanilla, para "continuar —dijo— su interrumpida siesta". Y añadió, dándole un apretón de manos:
Hágame el favor de decirle al portero que no estoy en casa para nadie.
Y apenas Frédéric volvió la espalda cerró violentamente la puerta.
El joven bajó la escalera poquito a poco. El fracaso de aquella primera tentativa le hizo dudar del buen éxito de las otras. Entonces comenzaron sus tres meses de aburrimiento. Como no tenía nada que hacer, su ociosidad aumentaba la tristeza que le invadía.
Pasaba las horas contemplando desde lo alto del balcón el deslizarse del río por entre los paseos cenicientos, ennegrecidos de trecho en trecho por el desagüe de las cloacas, con un pontón de lavanderas amarrado en la orilla, en la que a las veces se entretenían unos pilluelos bañando a un perro de aguas. Sus ojos, dejando a la izquierda el puente de piedra de Nôtre-Dame y otros tres puentes colgantes, se dirigían siempre al paseo de los Olmos, a un bosquecillo de añosos árboles semejantes a los tilos del puerto de Montereau. La torre de Saint-Jacques, el Ayuntamiento, Saint-Gervais,